Tengo la impresión de que en los últimos tiempos el cabreo de los consumidores se ha hecho crónico. Permanentemente tenemos la sensación de que se nos toma el pelo. Si vamos a coger un avión sólo nos queda rezar para que el vuelo salga con poco retraso, para que en caso de dificultades técnicas no nos acabe deteniendo la policía por protestar en el mostrador de la compañía, y para que en caso de anulación alguien se apiade de nosotros y nos dé una cama donde dormir. En las compañías telefónicas es mejor no pensar en lo que pagas. Estos días leíamos la noticia de que una compañía de telefonía promocionaba una oferta de esas que te permiten elegir unos cuántos números de teléfono con los que hablar por muy poco dinero. Parece ser que te dabas de alta y te seguían cobrando lo habitual, o sea, un atraco; y si protestabas ni caso te hacían. En otro orden de cosas, quién no se ha cabreado por un inoportuno corte eléctrico que te ha dejado unas cuantas horas sin luz, y, en mi caso, además, sin calefacción ni cocina (porque en mi casa todo es eléctrico). De los bancos prefiero no hablar...
Lo peor en estos casos es que tú sabes que tienes razón, que la compañía de que se trate no tiene derecho a dejarte sin servicio, que ha de esforzarse en cumplir con lo pactado y que tú estás en tu derecho de reclamar y que te hagan caso; y, sin embargo, el que se siente en una situación de total indefensión es el consumidor. Es el agraviado y, con frecuencia, es el que tiene que oír al otro lado de la línea de atención al cliente, "cálmese, no, eso no lo podemos hacer", "eso no es de mi competencia", "no, no puedo pasarle a mi superior", "presente una reclamación por escrito", "le paso con un compañero que le facilitará la dirección", "la dirección está en su factura"... y así sin obtener nada.
A mi me pasa que tengo la sensación de que a las compañías les da lo mismo que protestemos o no porque saben que, en última instancia, no acudiremos a los tribunales a demandarlos, y que en caso de que algún loco así lo haga al final lo que obtenga no alterará la cuenta de resultados de la empresa. La consecuencia de todo ello es que muchas compañías de servicios especulan con el incumplimiento. No temen dejar de cumplir sus compromisos porque las hipotéticas sanciones en las que incurran serán inferiores a lo que obtienen ofreciendo unos servicios peores que aquéllos a los que tendríamos derecho.
El consumidor se encuentra, pues, en una situación de indefensión. Los mecanismos de los que dispone para presionar a quien le suministra servicios no son lo bastante peligrosos como para que quienes gestionan esos servicios se sientan amenazados. Ante esta situación al consumidor sólo le queda confiar en la administración; pero ¡menuda esperanza! En alguna ocasión en que me dirigí a la Consejería de Industria para protestar por el mal servicio eléctrico que recibo se me contestó que la compañía eléctrica era una compañía privada y no un ente público, y fuí yo quien tuve que recordar a la administración lo que es un servicio público, aunque esté gestionado por empresas privadas. La tutela de la administración no es solución. Además, si todo ha sido privatizado (energía, telefonía, agua, carreteras, etc.) ¿por qué razón el control del correcto funcionamiento de todos estos servicios ha de quedar en manos de la Administración? ¿No sería más lógico que el control también se privatizara en favor de los usuarios de estos servicios?
Para conseguir esta privatización debería dotarse a los consumidores de recursos que realmente fueran amenazantes para las compañías que prestan servicios. Estos recursos podrían pasar por una figura desconocida en Europa, pero muy popular en Estados Unidos: los daños punitivos. ¿En qué consiste esto de los daños punitivos? Veamos un ejemplo. El otro día asistí en una aeropuerto español a la siguiente situación: un avión tenía que salir de la Barcelona para llegar a Granada, el vuelo a Granada tenía que llegar a eso de las 22:00 para despegar de nuevo hacia las 23:00 y regresar a Barcelona. El vuelo salía con retraso de Barcelona, de tal manera que no llegaría a Granada hasta pasada la medianoche. Como el aeropuerto de Granada cerraba poco después de la medianoche resultaba que el avión no podría despegar de Granada hasta el día siguiente. Seguramente esta circunstancia impediría que ese avión cubriera el servicio que tenía asignado a primera hora del día siguiente, lo que obligaría a la compañía a buscar alternativas costosas; pero qué se le va a hacer, pensé yo. Ningún problema había para que el avión que salía de Barcelona aterrizase en Granada por lo que en ningún momento pensé que podía suceder cosa distinta a la llegada tardía del vuelo de Barcelona. Pues no, la compañía decidió desviar el avión a Málaga, de dónde sí podía volver a despegar. La compañía cubría así su previsión, y si los pasajeros protestan por mandarlos a Málaga en vez de a Granada, pues se les indemniza con la miseria prevista por las molestias causadas y en paz.
¿Qué tienen que ver los daños punitivos con todo esto? Si en nuestro sistema existieran los daños punitivos el pasajero que quisiera reclamar judicialmente en este caso podría verse favorecido con una indemnización que fuera mucho más allá de los daños que a él se le causaron. Se le impondría una multa civil a la compañía de un montante elevado, hasta el punto de que fuera disuasoria, y que iría al bolsillo del ciudadano reclamante. Así, por ejemplo, el importe de todos los pasajes gestionados por la compañía infractora durante una semana. Una cantidad que podría alcanzar cientos de miles o millones de euros. Esta figura existe en Estados Unidos y explica algunas de las millonarias (en dólares) indemnizaciones concedidas por los tribunales de aquél país. La ventaja de los daños punitivos es doble: por una parte el consumidor tiene un incentivo para reclamar, pues no estamos hablando de unos cientos o pocos miles de euros, sino de cantidades muy superiores. Por otro lado, las compañías temen estas condenas, a diferencia de las que les pueden imponer en nuestro sistema legal, lo que hace que sean más cuidadosas a la hora de especular con el incumplimiento.
Nunca podremos estar seguros de si una determinada empresa hace todo lo posible por ofrecer un servicio de calidad, pero debemos de dotarnos de los medios adecuados para que no sea económicamente rentable operar de otra forma. En la actualidad la compañía que cumple -si hay alguna que lo hace- es por altruismo, no porque el sistema legal la obligue a ello más allá de la pura formalidad.
Lo peor en estos casos es que tú sabes que tienes razón, que la compañía de que se trate no tiene derecho a dejarte sin servicio, que ha de esforzarse en cumplir con lo pactado y que tú estás en tu derecho de reclamar y que te hagan caso; y, sin embargo, el que se siente en una situación de total indefensión es el consumidor. Es el agraviado y, con frecuencia, es el que tiene que oír al otro lado de la línea de atención al cliente, "cálmese, no, eso no lo podemos hacer", "eso no es de mi competencia", "no, no puedo pasarle a mi superior", "presente una reclamación por escrito", "le paso con un compañero que le facilitará la dirección", "la dirección está en su factura"... y así sin obtener nada.
A mi me pasa que tengo la sensación de que a las compañías les da lo mismo que protestemos o no porque saben que, en última instancia, no acudiremos a los tribunales a demandarlos, y que en caso de que algún loco así lo haga al final lo que obtenga no alterará la cuenta de resultados de la empresa. La consecuencia de todo ello es que muchas compañías de servicios especulan con el incumplimiento. No temen dejar de cumplir sus compromisos porque las hipotéticas sanciones en las que incurran serán inferiores a lo que obtienen ofreciendo unos servicios peores que aquéllos a los que tendríamos derecho.
El consumidor se encuentra, pues, en una situación de indefensión. Los mecanismos de los que dispone para presionar a quien le suministra servicios no son lo bastante peligrosos como para que quienes gestionan esos servicios se sientan amenazados. Ante esta situación al consumidor sólo le queda confiar en la administración; pero ¡menuda esperanza! En alguna ocasión en que me dirigí a la Consejería de Industria para protestar por el mal servicio eléctrico que recibo se me contestó que la compañía eléctrica era una compañía privada y no un ente público, y fuí yo quien tuve que recordar a la administración lo que es un servicio público, aunque esté gestionado por empresas privadas. La tutela de la administración no es solución. Además, si todo ha sido privatizado (energía, telefonía, agua, carreteras, etc.) ¿por qué razón el control del correcto funcionamiento de todos estos servicios ha de quedar en manos de la Administración? ¿No sería más lógico que el control también se privatizara en favor de los usuarios de estos servicios?
Para conseguir esta privatización debería dotarse a los consumidores de recursos que realmente fueran amenazantes para las compañías que prestan servicios. Estos recursos podrían pasar por una figura desconocida en Europa, pero muy popular en Estados Unidos: los daños punitivos. ¿En qué consiste esto de los daños punitivos? Veamos un ejemplo. El otro día asistí en una aeropuerto español a la siguiente situación: un avión tenía que salir de la Barcelona para llegar a Granada, el vuelo a Granada tenía que llegar a eso de las 22:00 para despegar de nuevo hacia las 23:00 y regresar a Barcelona. El vuelo salía con retraso de Barcelona, de tal manera que no llegaría a Granada hasta pasada la medianoche. Como el aeropuerto de Granada cerraba poco después de la medianoche resultaba que el avión no podría despegar de Granada hasta el día siguiente. Seguramente esta circunstancia impediría que ese avión cubriera el servicio que tenía asignado a primera hora del día siguiente, lo que obligaría a la compañía a buscar alternativas costosas; pero qué se le va a hacer, pensé yo. Ningún problema había para que el avión que salía de Barcelona aterrizase en Granada por lo que en ningún momento pensé que podía suceder cosa distinta a la llegada tardía del vuelo de Barcelona. Pues no, la compañía decidió desviar el avión a Málaga, de dónde sí podía volver a despegar. La compañía cubría así su previsión, y si los pasajeros protestan por mandarlos a Málaga en vez de a Granada, pues se les indemniza con la miseria prevista por las molestias causadas y en paz.
¿Qué tienen que ver los daños punitivos con todo esto? Si en nuestro sistema existieran los daños punitivos el pasajero que quisiera reclamar judicialmente en este caso podría verse favorecido con una indemnización que fuera mucho más allá de los daños que a él se le causaron. Se le impondría una multa civil a la compañía de un montante elevado, hasta el punto de que fuera disuasoria, y que iría al bolsillo del ciudadano reclamante. Así, por ejemplo, el importe de todos los pasajes gestionados por la compañía infractora durante una semana. Una cantidad que podría alcanzar cientos de miles o millones de euros. Esta figura existe en Estados Unidos y explica algunas de las millonarias (en dólares) indemnizaciones concedidas por los tribunales de aquél país. La ventaja de los daños punitivos es doble: por una parte el consumidor tiene un incentivo para reclamar, pues no estamos hablando de unos cientos o pocos miles de euros, sino de cantidades muy superiores. Por otro lado, las compañías temen estas condenas, a diferencia de las que les pueden imponer en nuestro sistema legal, lo que hace que sean más cuidadosas a la hora de especular con el incumplimiento.
Nunca podremos estar seguros de si una determinada empresa hace todo lo posible por ofrecer un servicio de calidad, pero debemos de dotarnos de los medios adecuados para que no sea económicamente rentable operar de otra forma. En la actualidad la compañía que cumple -si hay alguna que lo hace- es por altruismo, no porque el sistema legal la obligue a ello más allá de la pura formalidad.