En estos días en que parece inminente la resolución del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Cataluña parece que todo el mundo se está volviendo loco. Lo último, lo de hoy, es la editorial conjunta de doce diarios editados en Cataluña en la que se "aconseja" al Constitucional cómo tiene que resolver el recurso planteado contra el Estatut.
La verdad es que yo no tengo opinión formada sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad del Estatut. Tengo que reconocer que no he dispuesto de tiempo para estudiar la cuestión. Porque se trata de una cuestión de estudio. Quiero decir, que para poder opinar con fundamento sobre este tema hay que tener un razonable conocimiento de Derecho constitucional y haberse leído con atención (a ser posible con lápiz y papel al lado para tomar notas) el largo y enrevesado Estatut de marras. De otra forma decir algo sobre el encaje constitucional del Estatut es, simplemente, una ligereza o una frivolidad.
Aquí no me voy a ocupar, por tanto, de la adecuación no del Estatut a la Constitución, sino de uno de los argumentos que más se emplean para defenderlo frente a la futura y aún no conocida sentencia del Tribunal Constitucional. El argumento que plantea que lo que ya ha sido votado por el pueblo de Cataluña no puede ser revisado por el Tribunal Constitucional. El argumento de que frente al pueblo han de ceder los tribunales y el propio derecho. Este planteamiento no solamente es equivocado -en mi opinión- sino, además, peligroso, tal como expondré a continuación.
Esta pretendida preferencia de la voluntad popular sobre las normas establecidas esconde una falacia, evidente y escandalosa: el pueblo existe, cuando, en realidad, no existe. Existen individuos; pero el pueblo carece de existencia real, la frecuente llamada que en los textos constitucionales o pseudoconstitucionales se hace al pueblo, fundamentalmente como depositario de la soberanía, no es más que una ficción, una forma de legitimación del poder político. Además, ese pueblo, que se pretende anterior al derecho, viene definido, en realidad, por el propio derecho, por normas jurídicas. Así, por ejemplo, son normas jurídicas las que nos dicen que el pueblo está compuesto por los nacionales (y no por los extranjeros) y son también normas jurídicas las que nos dicen que cuando el pueblo "se expresa" (en elecciones o referendums) solamente pueden pronunciarse quienes tienen más de dieciocho años (u otra edad que se fije) y no estén incapacitados. Es decir, las normas son anteriores al pueblo, y cuando se afirma lo contrario se trata solamente de una ficción que pretende, básicamente, legitimar el sistema político imperante. Todo esto no son ocurrencias mías, son cosas que cualquiera que inicia los estudios de derecho sabe (o debería saber) antes, incluso, de acabar el primer curso de carrera.
Pretender, por tanto, que el derecho ceda ante el pueblo es absurdo, una pura contradicción. Son las normas jurídicas las que configuran las reglas del juego en las que se incardina la participación de los electores (no del pueblo, que, como digo, no existe) en la elaboración de las leyes y en la regulación del poder público. Es por esto que esta pretendida preferencia del pueblo sobre el derecho es absurda y, ademas, peligrosa. Generalmente han sido las peores dictaduras las que han recurrido a esta llamada al pueblo para, de esta forma, derrumbar los límites legales a su poder. Podrían ponerse muchos ejemplos, pero el de la Alemania de Hitler creo que es suficientemente significativo; porque, además, demuestra que no basta con que existan elecciones para que podamos afirmar que nos encontramos ante una auténtica democracia (en el sentido en el que la entendemos en Europa). Franco llamó a las urnas unas cuantas veces durante su dictadura con resultados abrumadoramente favorables a sus propuestas; y esto no convirtió su tiranía en una democracia; y es bueno recordar que Hitler llegó al poder tras unas elecciones que ganó. Es cierto también, que la Declaración de Independencia de Estados Unidos comienza haciendo una llamada al pueblo; pero es que en el caso de la Declaración de Independencia nos encontrábamos ante una revolución, y de esa posibilidad me ocuparé al final de esta entrada.
Así pues, y volviendo a nuestro tema, entiendo que el hecho de que el Estatut haya sido aprobado por los electores catalanes no impide en absoluto que puedan ser declarados inconstitucionales unos cuantos, muchos o todos sus artículos. Es el contraste con la Constitución el que debe tenerse en cuenta y para ello el que haya sido aprobado en referendum o no es irrelevante.
En mi opinión, por tanto, deberíamos aguardar a ver qué decide el Tribunal Constitucional, confiando en que obre guiado por criterios jurídicos, de acuerdo con la función que la propia Constitución le atribuye. Ahora bien, si diéramos un paso más y nos preguntáramos: ¿podemos esperar que el Tribunal Constitucional actúe correctamente y dicte una sentencia basada en criterios técnicos e independiente de las presiones a las que se ve sometido? mi respuesta sería que no, que no es probable que pase eso. Los movimientos de los últimos meses parecen indicar que las consideraciones sobre las consecuencias políticas de la sentencia están pesando más en los Magistrados que las razones puramente técnicas. Todo esto (y más) me lleva a pensar que, probablemente, la sentencia que salga será "mala" desde una perspectiva técnica.
El que la sentencia sea "mala", o que -como se está apuntando- haya sido dictada por un Tribunal mermado en sus efectivos y con varios miembros que han agotado ya su período ordinario de servicio, ¿supone que se legitimaría una "desobediencia" a la misma, una falta de acatamiento a lo dictado por el Tribunal? En absoluto.
Así pues, aventuro que la sentencia será mala; una componenda, vaya (ojalá me equivoque); pero, a la vez, mantengo, que ni la calidad de la sentencia ni las particulares circunstancias de los magistrados que la dictan legitiman una contestación a la misma o su desobediencia. Y la razón para ello es que las sentencias no se obedecen o cumplen porque sean justas o buenas, sino porque así lo establecen las normas jurídicas (de nuevo el derecho, qué le vamos a hacer). Si son buenas sentencias, mejor; pero eso no es imprescindible para que resulten obligatorias.
Y es que los tribunales no son más que un mecanismo de resolución de conflictos dentro de una sociedad. Jueces (o equivalentes) han existido, probablemente, en todas o casi todas las sociedades; siendo individuos a los que, de una forma u otra, se les concede el poder de resolver de forma definitiva los conflictos. Para legitimar su actuación desde antiguo se pretendió que quienes ejercían esa función judicial eran más justos, más buenos o más sabios que los demás y que, por tanto, sus decisiones también serían más buenas, más justas o más sabias. Pero todo esto no es más que un mecanismo de legitimación, no tiene por qué ser real. Cuando me encuentro con alguien que se escandaliza cuando le digo que tal o cual sentencia es un horror y que es completamente absurda me produce la misma impresión que un adulto que se enfadara porque le explico que los Reyes Magos no existen. Una sociedad madura debe saber que los jueces no tienen la última palabra porque tengan razón; sino que tienen razón porque tienen la última palabra.
Así pues, lo que digan los Magistrados del Tribunal Constitucional sobre el Estatut bien dicho estará, aunque sea -como resulta probable que pase finalmente- un engendro jurídico. A partir de aquí se podrá analizar y criticar todo lo que se quiera la sentencia; pero en nada ha de afectar tal análisis o crítica al acatamiento de la decisión. Todas las sentencias deben ser acatadas, por injustas que sean.
Se me podrá decir que por qué razón hemos de acatar las sentencias por injustas o malas que sean, o por qué tenemos que cumplir las leyes con las que no estamos de acuerdo; la razón para ello es que tanto las leyes como las sentencias nos garantizan la paz social. Si cuestionamos el acatamiento de las decisiones del Tribunal Constitucional, si mantenemos que las leyes que hayan sido aprobadas por "el pueblo" no pueden ser anuladas por los tribunales, si sostenemos -como escuché ayer en un debate en televisión- que las normas jurídicas son un estorbo, estamos poniendo las bases para un cambio del sistema político en el que vivimos, un cambio no ajustado a los mecanismos previstos en el propio sistema (como también escuché ayer en televisión) y por tanto un cambio revolucionario.
Y esto es lo que realmente me preocupa. Lo que están diciendo la mayoría de los políticos estos días (incluido el propio presidente Montilla), lo que está apoyando una parte significativa de la sociedad civil (incluidos los periódicos que han publicado el editorial conjunto de hoy) es, simple y llanamente, una llamada a la revolución.
Quizá sea porque ya tengo más de cuarenta años y familia, quizá se me haya pasado ya la época de los ideales; pero el caso es que las revoluciones me asustan. Es cierto que hay revoluciones pacíficas; pero cuando inicias una nada te garantiza que será, precisamente, de las pacíficas. Cuando una revolución se inicia no se sabe cómo va a acabar. Nadie hace nada pensando que la consecuencia de sus actuaciones va a ser dañina o perjudicial, seguramente todo el mundo actúa pensando que aquello que conseguirá será mejor que lo que ahora tenemos. Quizá; pero démonos cuenta de a qué estamos jugando. Quien arriesga su vida por una buena causa y la pierde puede que sea un héroe; pero quien se la juega sin saber lo que hace, pensando que no va a pasar nada es un tonto; y a mi me da la impresión de que la sociedad española actual se está comportando como tal. Quizás volvamos a demostrar al mundo que somos el pueblo más tonto que habita Europa, capaces de tirarlo todo por la borda justo en el momento en el que parecía que, por fin, volvíamos a tener una oportunidad en la Historia.