El marketing político del independentismo
es eficaz. Expresiones cortas, simples, llamativas. Dejan poco margen al
argumento y, por tanto, a la refutación. Del “España nos roba” a “Tenemos
prisa” encontramos ejemplos de ello.
De todos los eslóganes utilizados quizás
los más efectivos han sido los que han girado en torno al denominado “derecho a
decidir”. ¿Quién puede oponerse a que se tenga derecho a decidir? Parece
absurdo hacer tal cosa. El truco está que el lema no incluye su auténtico
objeto. No se trata del derecho a decidir en abstracto, sino del derecho a la
secesión. La omisión de la materia sobre la que versa la decisión es relevante
ya que es evidente que no es lo mismo defender el “derecho a decidir” que el
“derecho a la secesión”.
Pero olvidémonos por un momento de que el
derecho a decidir es en realidad un disfraz de otra cosa y quedémonos con su
formulación inicial, “derecho a decidir”. Aquí hay que establecer una
diferencia entre el derecho a decidir de forma individual y de forma colectiva.
Seguramente a lo primero que apela la expresión es a ese irrenunciable derecho
a decidir de manera individual, pero no es a éste al que se refieren los
independentistas, sino al derecho colectivo a decidir, y aquí junto al derecho
aparece la necesidad de definir el colectivo que está legitimado para tomar la
decisión.
¿Por qué son precisamente los residentes
en las cuatro provincias catalanas quienes configuran el grupo que ha de
decidir? ¿Por qué no los habitantes de Barcelona, o el conjunto de los
ciudadanos españoles o la totalidad de los ciudadanos de los denominados
“Países Catalanes”? La delimitación del colectivo que decide es fundamental
para el derecho a decidir, pero esto, que es problemático, se da por supuesto;
pero condiciona el debate político.
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