Muchas de las críticas que esta semana he
leído en relación a la comparecencia como imputado de Artur Mas el próximo 15
de octubre podrían pasar a la antología del disparate jurídico y, quizás,
también del político.
Lo primero que sorprende es la propia
sorpresa. Dos circunstancias deberían atemperar la indignación que algunos
muestran ante la llamada al señor Mas: la primera, que una vez admitida a
trámite la querella presentada en su día resultaba del todo punto inevitable
que dicha comparecencia en condición de imputado se produjera. No es posible
instruir un procedimiento contra una persona sin que ésta sea oída, y esa audiencia
se ha de producir necesariamente en la condición de imputado, que permite
precisamente una mejor defensa que la condición de testigo. La segunda
circunstancia que convierte en ridícula la ira con la que algunos han recibido
la citación es que parece que ha sido precisamente la representación procesal
del señor Mas quien solicitó la comparecencia; lo que, por otra parte, es
bastante coherente con la estrategia de defensa habitual en una instrucción.
Así pues, desde una perspectiva jurídica
la protesta por la imputación de Artur Mas es, como mínimo, extemporánea; pero
es que también desde una perspectiva política resultan sorprendentes algunas de
las reacciones a dicha imputación. Se insiste, por ejemplo, en culpar al
Gobierno de la misma cuando ni es decidida por el Gobierno (la citación la hace
el magistrado instructor) ni siquiera solicitada por éste, pues la Abogacía del
Estado ni siquiera está personada en el procedimiento. Más allá de esto, es
evidente que la imputación está siendo utilizada para intentar forzar el apoyo
de la CUP a la investidura de Mas como Presidente de la Generalitat. En esas
circunstancias ¿por qué apoyan esta campaña quienes, en principio, no desean
esta investidura?
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