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domingo, 31 de agosto de 2014

Sobre "El capital en el siglo XXI", de Thomas Piketty





¿Por qué esta entrada?

He aprovechado el mes de agosto para leer “El capital en el siglo XXI”, de Thomas Piketty; libro publicado originalmente en francés en el año 2013 y en inglés unos meses más tarde, ya en 2014. Ha sido seguramente la edición inglesa la que ha acabado de colocar el trabajo de Piketty en el centro del debate económico mundial, lo que es una consecuencia del anglocentrismo que caracteriza a nuestra cultura actual. Nada que no pueda ser leído en inglés podrá llegar a resultar realmente relevante para los centros mundiales de opinión y difusión. Los anglosajones parecen seguir rehusando manejar cualquier lengua que no sea la propia, lo que implica que todos los desarrollos que se realicen en otros idiomas serán para ellos irrelevantes y como consecuencia también para una parte significativa del Mundo. Inevitablemente esta limitación acabará teniendo sus consecuencias, pero no quiero ocuparme aquí de ella sino del libro que, presumiblemente tendrá otro momento brillante entre la opinión pública española y latinoamericana dentro de unos meses, cuando finalmente se publique su traducción al español.

El libro merece ser leído y ya advierto que no hace falta ser economista para entenderlo. Comparto aquí mi propia experiencia, la de alguien que carece de formación económica y que, sin embargo, no ha tenido especial dificultad en seguir las casi 600 páginas que tiene el estudio en la versión digital que he manejado. Animo, por tanto, a todos a que aborden la lectura de este trabajo que, como mínimo, probablemente hará cambiar al lector la perspectiva con que entiende la economía y la sociedad.
Compartiré, por tanto, mis impresiones sobre lo que se explica en el libro sin preocuparme de la relevancia que puedan tener para la ciencia económica. Se trata de la visión de un outsider, de alguien que no es experto en el tema; pero pienso que eso no la convierte en ilegítima dado que el autor hace explícito que su propósito es llegar a un público no meramente académico. Advierto que forzosamente algunas de las cosas que exponga a continuación estarán poco matizadas respecto a lo que se explica en el libro, pero mi intención es animar a su lectura, no sustituirla.



Las desigualdades sociales solamente se justifican por el bien común

Diría que el trabajo de Piketty descansa sobre dos pilares que han de ser siempre considerados de forma relacional: en primer lugar, como todos (o casi todos) los trabajos económicos, su objeto es la riqueza, pero a diferencia de la mayoría de los estudios y análisis que monopolizan el debate público, “El capital en el siglo XXI” no toma como eje el PIB, lo que cada país produce en un año, sino el capital, el conjunto de riqueza que existe en cada país y, de forma agregada, en todo el Mundo. El segundo pilar es un principio moral que el autor hace explícito en el mismo comienzo del libro: las distinciones sociales solo pueden basarse en el bien común. Se trata de una afirmación recogida en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 que Piketty retoma varias veces a lo largo del libro haciendo de ella una lectura en clave económica y, en concreto, en relación a la justificación de la desigual distribución del capital entre los individuos.
El principio moral se relaciona con el estudio del capital a partir de una evidencia: el capital ha estado siempre distribuido de una forma muy desigual, de tal forma que una parte pequeña de la población dispone de la mayoría de ese capital. Piketty analiza la relación de esa desigualdad con el crecimiento económico llegando a conclusiones muy interesantes que hacen dudar de que ciertos niveles de desigualdad sean adecuados para ese “bien común” que, de acuerdo con el principio recogido en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, es la única base que permite justificar la desigualdad.
El libro, por tanto, está inspirado por un principio normativo en cuanto a la distribución ideal o adecuada de la riqueza (capital); pero eso no impide que pueda resultar atractivo a quienes no están interesados en esta perspectiva normativa o moral. El libro se ocupa de la descripción de la forma en que se ha acumulado y distribuido el capital en el pasado y de proyecciones sobre cómo será esa distribución en el futuro que resultarán sugerentes, aunque solo sea por razones de mera curiosidad, sobre cómo puede ser el mundo que nos espera dentro de veinte o cincuenta años. Para poder realizar estas descripciones y proyecciones el estudio cuenta con los trabajos previos de Piketty, quien junto a varios colaboradores ha conseguido reunir durante los últimos quince años información muy variada sobre crecimiento, capital y desigualdades en varios países, lo que ha hecho posible un trabajo como es “El capital en el siglo XXI” en el que se realizan interesantes comparaciones entre la situación en Francia, el Reino Unido, Alemania, Estados Unidos y también países como Suecia, Italia, Japón, España, Canadá o Australia. Estos datos son –y así lo indica expresamente Piketty en varios puntos de su obra- un elemento diferencial respecto a trabajos anteriores sobre la misma materia que dotan de especial relevancia a los resultados que alcanza el profesor francés.



La relación entre capital y PIB

Piketty analiza la distribución de capital en la actualidad y la que es previsible en el futuro partiendo de su evolución desde el siglo XVIII hasta la actualidad. Es un planteamiento que me parece muy atractivo, porque al colocar estos problemas en su perspectiva histórica se aprecia con mayor claridad la situación actual y la proyección hacia el futuro se presenta como natural. De esta forma los planteamientos del autor resultan extraordinariamente persuasivos. Tras leer el libro se tiene la sensación de que realmente se está ante una ventana al futuro que nos permite adentrarnos en la economía y en la sociedad de las próximas décadas.
Las ideas clave del libro son pocas y se pueden explicar con relativa facilidad. La primera es, como hemos dicho, que hemos de considerar no solamente el PIB (lo que se produce cada año), sino el capital acumulado y la forma en que está distribuido. En lo que se refiere a lo primero, Piketty nos muestra que durante los siglos XVIII, XIX y primera década del siglo XX el capital acumulado en el Reino Unido, Francia y, probablemente, también en otros de Europa Occidental equivalía a 6 o 7 veces el PIB del país. En Estados Unidos en ese mismo período el capital equivalía a 4 o 5 veces su PIB. La Primera y Segunda Guerra Mundiales afectaron profundamente a la acumulación de capital en Europa. En 1950 ese capital equivalía tan solo a 2 veces el PIB, mientras que en Estados Unidos se mantenía entre 3 y 4 veces su PIB. Tras las dos guerras mundiales, la acumulación de capital continuó en Europa y Estados Unidos, de manera que en la actualidad en Europa se encuentra entre 5 y 6 veces el PIB y en Estados Unidos en 4 veces el PIB.
Estos datos sobre acumulación de capital (todavía agregados, es decir, sin tener en cuenta cómo ese capital está distribuido en cada país) son especialmente relevantes cuando los ponemos en relación con la tasa de rendimiento del capital y el crecimiento económico. Piketty nos muestra que en términos históricos el rendimiento del capital, lo que produce cada año, se mueve entre el 4% y el 5%. Esto tanto en el siglo XVIII como en el XIX, en el XX o en el XXI. Ahora la tasa es ligeramente menor (más cerca del 4% que del 5%) pero con una estabilidad que estremece teniendo en cuenta que estamos hablando de medidas que se alargan durante siglos.
Esta tasa de rendimiento del capital es muy superior en términos históricos al índice de crecimiento económico. Durante la mayor parte de la historia el crecimiento económico anual ha sido extraordinariamente modesto (menos del 0,5%). Solamente en el siglo XIX este crecimiento pasó a ser del 1,5% en el largo plazo y en el siglo XX dicho crecimiento alcanzó el 3% anual, siendo previsible que a lo largo del siglo XXI el crecimiento vuelva a estar más cerca del 1% que del 1,5% (siendo optimistas).
El que el rendimiento de capital sea superior al crecimiento económico implica que exista una tendencia a que el capital asuma una importancia cada vez mayor en el conjunto de la economía y, además, que el capital acumulado, al pasar de generación en generación, dote de una gran relevancia a la herencia, incluso por encima de la riqueza que puede derivarse del trabajo (como ha sucedido al menos durante los siglos XVIII y XIX y como es probable que pase de nuevo en el futuro).
Consideremos, por ejemplo, un país en el que el capital supone un 600% del PIB y en el que el rendimiento del capital es de un 5%; eso implica cada año el rendimiento del capital acumulado equivale al 30% del PIB. Si el crecimiento económico es alto y no se produce acumulación de capital al cabo de los años la proporción del capital respecto al PIB disminuirá y también lo hará la importancia de los rendimientos del capital en el PIB; pero si, por el contrario, el crecimiento económico es reducido bastará que cada año se produzca un pequeño ahorro para que la proporción del capital en el PIB aumente. Así, con un crecimiento del PIB del 1%, es suficiente con ahorrar cada año un 7% del PIB (lo que se conseguiría simplemente ahorrando 1 de cada 4 euros que resultan del rendimiento del capital, incluso sin contar con que no se produzca ningún ahorro derivado de los rendimientos del trabajo) para que al cabo de unos años la relación entre el capital y el PIB pase de un 600% a un 700% (con lo que la proporción de las rentas del capital sobre el PIB pasarán a ser del 35% del PIB).
La conclusión a la que llega Piketty es que en economías de crecimiento reducido la importancia del capital es grande, lo que favorece estructuras sociales rígidas y basadas en el capital heredado. No es difícil ver que esta era la situación en la Edad Media y en el siglo XIX, en el que las clases más ricas de la sociedad vivían cómodamente de las rentas. Las etapas de crecimiento económico alto suponen, sin embargo, un desafío para el capital, que tiende a ver disminuida su importancia en el conjunto de la economía.



Desigualdades en la distribución del capital

Lo anterior todavía es demasiado abstracto. Hemos visto que un crecimiento económico reducido (respecto a los estándares de la segunda mitad del siglo XX) llevará aparejada una creciente importancia del capital en la economía. Para apreciar, sin embargo, la importancia que esta acumulación de capital tiene en la sociedad tenemos que tener en cuenta otra circunstancia: el capital se encuentra muy, pero que muy desigualmente distribuido.
Históricamente la situación ha sido durante siglos la de que prácticamente todo el capital estaba en manos de un grupo muy reducido de la población. Entre el 80% y el 90% del total del capital ha estado concentrado en un 10% de la población. Y si consideramos el 1% más rico de la población resulta que éste ha gozado de entre el 45% del total de la riqueza (a comienzos del siglo XIX) y el 60% de esta riqueza (justo antes del comienzo de la I Guerra Mundial). En la actualidad, y tras el reajuste que supuso la crisis de la primera mitad del siglo XX, en Francia el 10% más rico de la población tiene el 60% de la riqueza, mientras que el 1% más rico acumula el 25% del capital). Estas proporciones son similares a las de otros países.



Lo anterior implica que la acumulación de capital no es solamente una acumulación abstracta, sino concreta en un número reducido de individuos que pasan a controlar una parte muy relevante de la economía. Cuando indicamos que el capital puede suponer entre seis y siete veces el PIB de un país se indica a la vez que, como hemos visto, las rentas de capital implican un 30% del PIB del país, o lo que es lo mismo, que solamente por esta vía el 1% de la población recibirá  un 10% del PIB sin hacer más esfuerzo que ser titular, normalmente por vía de herencia, de una parte significativa del capital nacional. El planteamiento de Piketty es que esta acumulación aumentará en las próximas décadas, ya que actualmente todavía se notan los efectos de la volatización del capital acumulado durante el siglo XIX, volatización que ha sido consecuencia de la crisis que supusieron las dos guerras mundiales, la Gran Depresión del 29 y las otras crisis económicas de la época de entreguerras. De esta forma, no es descabellado que en los próximos años se vuelva a una situación parecida a la del XIX, en la que las clases dirigentes lo eran como rentistas y gracias a la acumulación de capital durante generaciones.
En definitiva, tras 1945 el contador de la acumulación de capital no se había puesto a cero; pero sí se había retrasado de una forma muy significativa. El alto índice de crecimiento en Europa entre 1945 y 1970 contribuyó a alterar la dinámica tradicional en la titularidad del capital, haciendo que disminuyera la participación en la riqueza de la parte más rica (el 10% más rico de la población pasó de tener el 80% del capital a tener “solo” el 60% del  mismo). Esa disminución ha originado un fenómeno nuevo en la historia: la aparición de una clase media en cuanto a la titularidad del capital que no había existido antes de la II Guerra Mundial.
Esta idea merece una explicación adicional. En los análisis a los que estamos acostumbrados se examina la forma en que están distribuidos los ingresos anuales de la población, diferenciando entre aquellos que reciben una parte mucho mayor que la media, los que reciben menos de esa media y los que se encuentran más o menos en la media. En lo que se refiere a ingresos, el 10% de la población que más ingresos tiene acumula en la actualidad en Francia entre un 30% y un 35% de estos. Por el contrario, el 50% de la población con menos ingresos recibe del orden del 25% del total de los ingresos. El 40% que se sitúa entre el 50% que menos ingresos recibe y el 10% con más ingresos recibe, por tanto, entre un 40% y un 45% del total de ingresos. Como puede apreciarse existe una desigualdad en el nivel de ingresos; pero ésta es menos acusada que en la titularidad del capital. Como se acaba de indicar el 10% de la población con más ingresos recibe entre un 30 y un 35% del total del PIB; mientras que el 10% de la población con más riqueza controla hasta el 60% del capital del país. Es decir, existe una desigualdad mayor en el control del capital que en la obtención de ingresos.
Tal como explica Piketty, de hecho hasta mediados del siglo XX el 10% de la población (quizás menos) controlaba prácticamente todo el capital. En la actualidad ese 10% de la población ha “liberado” un 20% o 25% de ese capital, que no se ha repartido de forma igualitaria, ya que el 50% de la población sigue sin tener prácticamente nada (en el mejor de los casos una vivienda que normalmente tendrá un valor cercano a 0 si descontamos el crédito que se ha contraído para pagarla y unos poco miles de euros en una cuenta bancaria). El capital que ya no tiene el 10% más rico de la población ha ido a una nueva clase media del capital (un 40% de la población) que ahora dispone de un 30% o 35% del total del capital (una casa en propiedad, quizás una segunda vivienda, algunas decenas de miles de euros en depósitos bancarios, acciones, fondos de pensiones…). Piketty destaca que la aparición de esta clase media de propietarios es una histórica transformación estructural en la titularidad del capital.

De acuerdo con el análisis de Piketty, la segunda mitad del siglo XX, y más en concreto los años entre 1945 y 1980 fueron excepcionales por la reconstrucción de la estructura de propiedad del capital en unos años de extraordinario crecimiento económico. En la actualidad aún nos encontramos en las postrimerías de esa época, caracterizada por la aparición de una clase media propietaria de capital mientras que se produce una progresiva recuperación de la acumulación de capital que tendencialmente nos llevará a una situación parecida a la vivida a comienzos del siglo XX: un capital que equivalga a siete veces el PIB o quizás más. La ralentización del crecimiento económico propio de los años finales del siglo XX y principios del XXI favorecerá este proceso. Al  mismo tiempo se asiste, como hemos visto, a un reparto original del capital. Probablemente en toda la historia menos el 80% o 90% del capital ha estado en manos de menos de un 10% de la población. El terremoto que supuso la crisis de la primera mitad del siglo XX alteró esta situación; pero en la actualidad estamos en camino de que se vuelva a ese escenario.
La creación de la clase media de propietarios de capital que ya ha sido mencionada no parece que sea un obstáculo insalvable para este proceso, ya que el rendimiento del capital es mucho mayor cuanto mayor es la fortuna de que se trate. Piketty demuestra cómo el 4% o 5% de media de rendimiento de capital es eso, una media. Las mayores fortunas obtienen rendimientos anuales del 8% mientras que quienes tienen unos pocos miles de euros apenas obtienen ningún rendimiento por ello. De esta forma, el porcentaje del capital que acumularán los más ricos será cada vez mayor. Además hay que tener en cuenta que la capacidad de ahorro de las grandes fortunas implica que una parte significativa del rendimiento se reinvierte con lo que cada vez menos tendrán más.



Desigualdades en los salarios

De lo que se ha visto hasta ahora resulta que el futuro nos depara con bastante probabilidad la vuelta a una sociedad en la que las clases más pudientes estarán formadas por rentistas; pero esta es no es todavía la situación actual. La desaparición de los rentistas como consecuencia de la crisis de la primera mitad del siglo XX llevó a una sociedad en la que los rendimientos del trabajo superaron por primera vez en la historia a los del capital para aquellas personas con rendimientos más altos. Antes de la Primera Guerra Mundial los ingresos de capital eran los más relevantes para el 1% de la población con más ingresos. En 1932 la proporción de personas para los que la principal fuente de ingresos eran las rentas del capital había descendido al 0,5%. En la actualidad los rendimientos del trabajo son mayores que los rendimientos del capital para el 99.9% de la población. Tan solo el 0,1% más rico recibe una retribución mayor por el capital que por el trabajo (en un país como España, unas 40.000 personas). Esto no es solamente consecuencia de la disminución de la importancia de las rentas del capital por las razones ya explicadas (y que pueden revertirse como hemos visto), sino también por la aparición de los “supersalarios”, retribuciones exorbitantes para determinados profesionales normalmente vinculados a la gestión financiera y corporativa.
Por esta vía Piketty se adentra en el análisis de los salarios. Estrictamente el análisis específico de la forma en que se distribuyen las rentas salariales no debería ser objeto directo de estudio en una obra dedicada al capital; pero, evidentemente, todo esta relacionado en economía y, además, las aportaciones de Piketty sobre este tema son de las que más han llamado la atención.

El punto de partida de Piketty es mostrar cómo desde los años 70 ha ido aumentando progresivamente la desigualdad entre las rentas salariales. En concreto, en Estados Unidos el 10% de trabajadores con más ingresos recibían el 25% del total de los salarios (2,5 veces la media) mientras que en el año 2010 este mismo 10% recibía el 35% del total de los salarios (3,5 veces la media). Si consideramos tan solo el 1% de trabajadores con mayores salarios (o, mejor aún, el 0.1%) observamos que también se da este incremento en la apropiación de las rentas salariales. De hecho, tal como se ha adelantado, el proporcional aumento de ingresos de las personas con mayores ingresos se justifica básicamente por los aumentos salariales y no por el aumento de las rentas del capital.
Este desequilibrio en los salarios ha de ser explicado y justificado. Adelanto que éste es el punto del libro de Piketty sobre el que tengo más dudas, ya que creo que hace una buena crítica (aunque no frontal) a las tradicionales justificaciones de los desequilibrios salariales, pero sin llegar a aportar una explicación realmente convincente del fenómeno.
Por comenzar con las crítica a las explicaciones tradicionales, hemos de partir de la teoría tradicional sobre la determinación del salario, aquella que pretende que el salario viene fijado por la productividad marginal del trabajador; esto es, por lo que su trabajo contribuye al beneficio de la empresa. A partir de ahí se supone que los trabajadores con las mayores habilidades y conocimientos, los mejor formados, contribuyen en mayor medida al beneficio de la empresa y, por tanto, reciben unos mejores salarios.
No creo que nadie fuera de las Facultades de Economía se tome en serio hoy en día ese planteamiento. Como dice Piketty, los trabajadores no llevan tatuada en la frente cuál es su productividad marginal. Además, no acaba de entenderse cómo es posible que un solo trabajador, un alto ejecutivo, pueda él solo aumentar el beneficio de la empresa en varios millones de dólares (o euros). De hecho se constata que los altos sueldos de los directivos con frecuencia no se corresponden con un pico en los beneficios de las empresas. De esto Piketty deduce que simplemente aquellos que tienen la posibilidad de ponerse su propio sueldo suelen hacerlo con generosidad para luego buscar la justificación del mismo.
Así pues, no parece que realmente puedan justificarse los astronómicos sueldos de los ejecutivos actuales en el valor añadido de su trabajo, y menos en su formación y capacidad, lo que es una forma bonita de intentar justificar estos desequilibrios, pero poco convincente. La forma en que Piketty critica este planteamiento es, a mi juicio, brillante. En primer lugar constata que la desigualdad salarial en Estados Unidos es mayor que en algunos países en vías de desarrollo, la India, por ejemplo. Siendo esto así si resultara que la determinación de los salarios depende de los conocimientos y capacidades de los trabajadores (a mejor formación, más productividad marginal) ¿tendremos que concluir que el sistema educativo de Estados Unidos es peor que el de la India, o que ofrece menos posibilidades de acceso a la mejor formación que el de la India? (p. 330).



Piketty se queda aquí, dando simplemente una explicación de los altísimos salarios de algunos directivos, pero sin avanzar en la comprensión de otra parte del problema: la devaluación de los salarios de la mayoría de los trabajadores. Para mi este es un problema crucialpara la economía que puede tener consecuencias devastadoras. La lectura del libro de Piketty no me ha hecho cambiar de opinión sobre que el salario ha de verse como la forma más importante de redistribución del PIB entre la población y que en un escenario de exceso de mano de obra, y también de mano de obra especializada y con alta formación, la ley de la oferta y de la demanda conduce a que la retribución del trabajador sea cada vez menor, lo que, por otra parte, contribuirá al aumento de los beneficios que obtiene el capital. El análisis de Piketty añadiría a mi propio planteamiento dos elementos que no dejan de ser perturbadores. En primer lugar que en un escenario de bajo crecimiento la demanda de mano de obra disminuirá, por lo que es previsible que disminuya también el salario como consecuencia de la disminución de dicha demanda. En segundo término: dado que la disminución de los salarios conducirá a un aumento de los beneficios del capital es posible aumentar la inversión que tendencialmente implicará una disminución de la mano de obra como consecuencia de la sustitución tecnológica de trabajadores por máquinas de uno u otro tipo.


¿Qué desigualdad puede soportar una sociedad?

El análisis de Piketty nos conduce a un futuro en el que la desigualdad en la titularidad del capital y en los ingresos podría ser mayor todavía que la vivida en el siglo XIX. La reducción del crecimiento económico implicará que el procedimiento de acumulación que se lleva experimentando desde finales de la II Guerra Mundial nos acabará conduciendo a una sociedad de rentistas en la que una minoría dispondrá de casi todos los recursos frente a una gran masa de personas que no dispondrán de prácticamente nada y cuyos ingresos serán también insignificantes frente a los que disfruta la clase dominante.
Piketty entiende que este escenario no llegará a completarse porque un nivel tan alto de desigualdad acabaría conduciendo a una revolución; pero creo que esto es bastante especulativo. No es fácil hacer una revolución, pero creo, además, que el nivel de insatisfacción no depende tanto de la proporción de riqueza de la que se dispone sino de del valor absoluto de los recursos de los que se dispone y de los mecanismos de justificación de los mismos. ¿Estallaría una revolución en una sociedad en la que todo el mundo tuviera vivienda, alimento, sanidad y entretenimiento garantizado de por vida con independencia de que el 99% de los individuos carecieran de capital y sus ingresos fueran solamente una parte minúscula del conjunto del PIB? Tengo mis dudas.



En cualquier caso, Piketty aporta una solución para evitar esas desigualdades extremas. Evidentemente, esta ya es la parte normativa del libro, ya que no se justifica que tales desigualdades hayan de ser evitadas. Es aquí donde entra la afirmación con la que comienza su trabajo y que como adelantaba, tiene un componente moral del que quizás alguno de los lectores prescindan, bien porque consideren que no hay nada malo en las desigualdades, bien porque piensen que no es tarea de la economía resolver estas cuestiones.
Sea como fuere, si asumimos que tales desigualdades han de ser corregidas la receta de Piketty es sencilla: un impuesto sobre el capital que permitiera a largo plazo hacer de redistribuidor de la renta. Este impuesto, sin embargo, solamente sería posible si existe una suficiente cooperación internacional en materia de información bancaria y financiera de otro tipo, pues sin tal cooperación sería difícil que cada Estado pudiera localizar los activos que han de ser gravados y que fácilmente pueden ser trasladados de un país a otro.



Conclusión

Como decía al comienzo, nos encontramos ante un libro que debería leerse. El análisis que realiza del papel del capital en el conjunto de la economía teniendo en cuenta su evolución histórica y las previsiones sobre el futuro es tremendamente sugerente. Los desarrollos son brillante y lúcidos y, además, ofrece algunas recetas sencillas que podrían ser adoptadas por los gobiernos responsables. No creo que sea una explicación definitiva de la función del capital en la economía (ni creo que lo pretenda); pero la perspectiva en la que nos coloca es lo suficientemente atractiva como para que pueda servir de base para otros estudios que, forzosamente, deberán beber en este trabajo. En definitiva, es una obra de referencia por la que sin duda hay que felicitar a su autor.
  

sábado, 30 de agosto de 2014

San Google y el pecado original

Me comenta mi mujer que esta mañana en la radio estaban hablando de educación y nuevas tecnologías. Parece ser que se defendía la necesidad de abandonar métodos tradicionales de enseñanza y utilizar nuevos acercamientos que hicieran el aprendizaje más atractivo para los estudiantes. En el programa se le preguntaba a un adolescente cómo le gustaría estudiar el tema de los reptiles (por poner alguna materia como ejemplo) y el chico contestó que lo que le gustaría es ir a google poner la palabra reptil en el buscador y a partir de ahí ver qué salía.
Me detengo aquí porque creo que hemos llegado a uno de los puntos más delicados de la enseñanza actual: la utilización de Internet para localizar información se ha extendido por universidades, institutos, colegios y hasta guarderías. Desde luego mucho más de lo que piensan algunos que aún creen necesario incentivar el uso de una herramienta que, en mi experiencia, es amplísimamente conocida y utilizada tanto por los alumnos como por los enseñantes. Para mi gusto, demasiado incluso.
Y es que el recurso directo a la información que facilita google (o cualquier otro buscador) ha de enfrentarse a la necesidad de discriminar entre las aportaciones de calidad, las que simplemente son descriptivas y aquellas otras que contienen errores. En internet hay de todo y no todo es cierto. Esto, que a los que tenemos una cierta edad nos parece evidente no lo es tanto para quienes aún no llegan a los veinte años, y casi diría que quienes tienen entre veinte y treinta años padecen también en buena medida esta falta de sentido crítico.
En mis clases a los alumnos de primero de Derecho insisto en este punto. Cuando tratamos el tema de la búsqueda de información les explico que en primer lugar han de consultar los manuales. Una vez que gracias a los manuales tienen una comprensión inicial de la materia que quieren abordar han de acudir a tratados y a obras más específicas: monografías, artículos doctrinales y colaboraciones en obras colectivas. Tras haber manejado este material ya están en condiciones de entrar en internet; pero primero acudiendo a blogs especializados o páginas contrastadas y solamente a partir de ahí  podrán poner en google el término que quieren buscar, porque será entonces cuando tengan el criterio suficiente para discriminar entre lo que vale y lo que no vale.



Recuerdo las caras de estupefacción de los estudiantes cuando les explicaba esto. Les miraba y les decía: estoy seguro de que vosotros lo hacéis al revés, lo primero que consultáis es google. Asentían con cara de preocupación y no pocos acudieron al final de la clase a pedirme detalles del "novedoso" método de búsqueda de información que les había explicado. Son chicos y chicas listos y lo captaron enseguida, a la vez que se daban cuenta de que, efectivamente, acudir en primer lugar a google plantea el problema de ser incapaz de separar el polvo y la paja, lo que vale y lo que no vale.



Hace ya bastantes años el profesor Peces-Barba escribió un artículo en el que decía que las nuevas tecnologías eran una herramienta muy útil para quien tenía una formación "clásica", pero que quien carecía de ella podía salir más perjudicado que beneficiado de adentrarse sin guía en el inmenso almacén de datos e información que es internet. Estoy plenamente de acuerdo. Sin tener un previo conocimiento de la materia que se quiere estudiar el recurso a internet es peligroso.

El problema no se limita a la mala formación de los estudiantes. Lo que yo explico a mis alumnos de primero de Derecho y que tanta sorpresa les causa debería ser objeto de tratamiento en los primeros cursos de primaria o, al menos, antes de llegar al instituto. El problema, como digo, va más allá sin embargo, porque se ha extendido la idea de que todo vale, de que no es preciso analizar datos y propuestas, sino que basta con acumularlos de tal forma que ante un estudio siempre se podrá oponer otro con lo que el debate no podrá ser nunca resuelto por vía del razonamiento y la confrontación de ideas. Me sucede cada vez con más frecuencia que en los debates en las redes sociales ante la aportación de un dato enseguida alguien replica con cualquier información encontrada en internet que valdrá lo mismo que lo que yo indico sin entrar a discutir si está mejor o peor fundada.
Lo que quiero decir es que advierto con preocupación que el razonamiento es cada vez más difícil y que el voluntarismo impera por doquier. No creo que este fenómeno esté desvinculado del fenómeno que aquí comento: el fácil acceso a la información facilita el conocimiento; pero también que cualquiera se crea capacitado para discutir de política, historia, economía o filología a partir de la lectura de un par de entradas de la wikipedia (en el mejor de los casos). Y esto ya no es una anécdota, sino que está afectando a la forma en que se desarrolla el debate público. Poca broma.



miércoles, 20 de agosto de 2014

¿Por qué comencé a escribir este blog?

Inicié este blog en el mes de mayo de 2007, y la fecha no es una casualidad.
A comienzos del mes de mayo de aquel año se difundió la noticia de la lapidación de una adolescente irakí. Las causas del asesinato no estaban claras -y no sé si se han aclarado-; pero en cualquier caso el crimen parecía estar relacionado con la relación que la chica, de religión yazidí, mantenía con un joven musulmán. A partir de aquí las informaciones variaban. Unos indicaban que había sido lapidada por haberse convertido al Islam y otros que el crimen había sido cometido por haber huído ella con él sin el permiso de la familia de la joven.
La historia me conmocionó profundamente. No sé bien la razón de en aquel momento me produjera una impresión tan fuerte, pero lo cierto es que no podía quitarme de la cabeza aquel drama lejano que había tenido lugar en Irak un mes antes, justamente el Sábado Santo de aquel año, a comienzos del mes de abril. Recordaba lo que yo había hecho aquel día (una excursión con mi familia a un pueblecito al norte de Barcelona, no recuerdo cuál). Habíamos paseado, comido por allí y disfrutado de un día agradable mientras que, sin saberlo, exactamente en el mismo momento a unos miles de kilómetros se estaba perpetrando una barbaridad inconcebible.
Sí, ya sé que eso pasa siempre, que simultáneamente a todos nuestros minutos y segundos alguien sufre en algún lugar del Planeta; pero este conocimiento tan solo en determinadas circunstancias se vuelve sentimiento. Afortunadamente, añadiría, pues sería imposible asumir todo el dolor que asola el mundo en cada uno de nuestros días. Una cierta insensibilidad es impresincible para poder sobrevivir. Hace tiempo leía que una filósofa francesa lloraba siendo estudiante universitaria, en los años 30 del siglo XX, por los niños que morían en China a causa de una hambruna. Un nivel tan alto de sensibilidad es seguramente admirable, pero no sobreviviríamos como especie si tal empatía se generalizara.
El caso es que, como digo, la dramática historia de la adolescente irakí me obsesionaba y de esa obsesión surgió la evidencia de que debía relatarla. Nunca había escrito nada más allá de redacciones escolares o trabajos jurídicos; pero en aquel mes de abril vi con claridad que debería narrar la historia de aquel amor desgraciado en Irak. Los datos, como digo, eran pocos, pero eso no importaba porque no se trataba de contar lo que realmente había pasado, sino de hilar una historia que partiendo de lo que conocía fuera ficción, no relato periodístico, y como tal ficción, por tanto, más verdadera que la mera descripción de los acontecimientos.



Comencé a escribir a mano en papeles desordenados y aunque conseguía sacar adelante varias páginas de un tirón pronto se me hizo evidente que carecía de la soltura necesaria para poder hilvanar una historia aunque fuera de un alcance modesto como la que pretendía.
Y fue entonces cuando se me ocurrió abrir un blog. Sabía lo que eran, había oído hablar de ellos, pero tenía muy poca experiencia en la blogosfera. Convencido, sin embargo, de que forzarme a escribir sería un aprendizaje necesario para lo que me proponía, el 30 de mayo de 2007 inicié mi andadura como bloguero con una entrada sobre el libro que acaba de leer, "Suite francesa", de Irene Nemirovsky.
A partir de entonces seguí paralelamente con el blog y con el relato de las desventuras de la joven yazidí enamorada de un musulmán.
La experiencia de mantener un blog me gustó. Podía escribir sin excesivas preocupaciones sobre aquello que me interesaba y alternaba entradas sobre política o economía con otras sobre historia, libros, música o pintura. Incluso me animé a escribir cosas que se parecían a poemas, hasta el punto de que al poco cree otro blog, "Impresiones Rimadas", dedicado únicamente a aquellas cosas que escribia pretendiendo que rimaran o que tuvieran un ritmo específico e inicié y concluí otros relatos que he ido colgando en el blog o en scribd. Uno de estos relatos ("El regreso") se ha publicado en el libro de Laura H. García "Nechy & Ney en Quirós".
Entretenido en estas cosas, en ocasiones pasaban meses sin escribir nada sobre los jóvenes enamorados irakíes, y entonces sentía el resquemor de una obligación incumplida, el dolor de una injusticia. Concluí el relato y no me satisfizo. Intenté que otros lo aprovecharan porque tenía la sensación de que esa era una historia que debía ser contada; pero al cabo de los años me he dado cuenta de que el relato es éste el que aquí comparto (y que también puede encontrarse en Slideshare), el que escribí originalmente con pequeñas correcciones. Ahora tengo la sensación de haber acabado algo. De alguna forma, una etapa ha concluido.



domingo, 10 de agosto de 2014

Sobre encuestas, consultas y referéndums



Una de las falacias que más se repiten en relación a la consulta prevista para el 9 de noviembre es la de que se trata tan solo de saber lo que piensan los catalanes, sin que eso tenga consecuencias jurídicas. Es decir, se plantea la consulta como si se tratara de una mera encuesta. De este planteamiento falaz se siguen varias consecuencias, tanto en lo que se refiere a la legalidad de la consulta como en lo referente a su legitimación y justificación. Sobre lo primero se mantiene que lo establecido por la Constitución y el Tribunal Constitucional en relación a los referéndums no es aplicable a la consulta. En relación a lo segundo se sostiene que no existe ningún mal en conocer la opinión de los ciudadanos sobre un tema de interés como es éste. Ambas afirmaciones son falsas y consecuencia de una falacia y de una errónea interpretación de lo que son las consultas y los referéndums. Aquí me intentaré ocupar de ello.

El error de partida es asumir que solo las consultas vinculantes son referéndums. Este es un error (o una mentira) repetido por doquier, incluso en la propaganda que Diplocat realiza en el exterior a favor de la consulta (aquí puede verse la respuesta de Societat Civil Catalana a dicha propaganda); pero que carece de base alguna. En España los referéndums son, en principio, no vinculantes cuando se refieren a decisiones políticas (art. 92 de la Constitución: “Las decisiones políticas de especial transcendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”). Es claro que el referéndum es consultivo –no vinculante- y que, por tanto, de lo que se trata es de conocer la opinión de la ciudadanía en relación a una cuestión política, aunque sin que el referéndum tenga carácter vinculante (su carácter es meramente consultivo).
Aparte de estos referéndums consultivos, el Derecho español también prevé otro tipo de referéndums que se insertan en determinados procedimientos legislativos o de creación de las Comunidades Autónomas. En concreto, la Constitución prevé dos tipos de referéndums de reforma constitucional, uno en el art. 168.3, en relación al procedimiento agravado de reforma constitucional, y otro en el art. 167.3 para los supuestos de reforma de la Constitución por el procedimiento simplificado. En el art. 152.2 de la Constitución se prevé también un referéndum vinculante para la reforma de determinados Estatutos de Autonomía y en el art. 151.1 también de la Constitución se regula un referéndum en el procedimiento de creación de las Comunidades Autónomas. Además, algunos Estatutos de Autonomía también prevén que su modificación debe ser ratificada por referéndum (art. 248 del Estatuto de Autonomía de Andalucía, art. 115 del Estatuto de Autonomía de Aragón o art. 222 del Estatuto de Autonomía de Cataluña). Aquí no trataremos estos referéndums ya que el que nos ocupa ahora en Cataluña es del primer tipo, un referéndum consultivo en relación a una decisión política.

Este tipo de referéndums están regulados en la Constitución y la competencia para la autorización de tales consultas es exclusiva del Estado (art. 149.1.32ª de la Constitución: art. 149.1 de la Constitución: “El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias: (…) 32ª. Autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum”). Es decir, la autorización para celebrar referéndums consultivos es una competencia estatal de carácter exclusivo. Esta competencia no se limita a los referéndums vinculantes, como pretende la propaganda secesionista; sino a todos los referéndums. Esto es, a todos los supuestos a los que se consulte al conjunto del electorado en relación a una decisión política (Sentencia del Tribunal Constitucional 103/2008). La competencia para autorizar el referéndum es, por tanto, estatal y una ley autonómica que permitiera la realización de este tipo de consulta sin la autorización del Estado sería claramente inconstitucional.



El error, por tanto, está en, de manera totalmente injustificada, pretender que la competencia exclusiva del Estado alcanza tan solo a los referéndums vinculantes, siendo el resto meras consultas que podrían ser decididas por las Comunidades Autónomas. Esto, como digo, es radicalmente falso.

Pero además de esta falsedad se incurre en una falacia. La falacia, que adelantaba al comienzo, es desvincular la consulta de la decisión política a la que se refiere. Como digo los secesionistas y sus aliados plantean con aparente o real ingenuidad que no hay ningún mal en saber lo que piensa la gente. Bien, es que una consulta no se hace para saber cuál es la opinión de la gente, sino para adoptar una decisión. De ninguna forma puede desvincularse la decisión de la consulta. La legalidad de la decisión es parte intrínseca en la valoración de la legalidad de la consulta y parte esencial de ésta.
Esto es claro incluso en la Ley sobre consultas que se está elaborando en el Parlamento de Catalunya en estos momentos. Dicha Ley pretende ajustarse a ese sentido reducido de consulta que buscaría conseguir su encaje constitucional; pero en el propio texto de la Ley (art. 8 de acuerdo con el texto aprobado por la Comisión) se establece que una vez realizada la consulta y en el plazo de dos meses los poderes públicos se han de pronunciar sobre su incidencia en la actuación pública sometida a consulta. Es claro, por tanto, que no estamos hablando tan solo de saber si la gente prefiere la música de Bach o de Beethoven, sino de orientar la actuación política, en este caso en el sentido de crear un nuevo Estado, modificar las fronteras del Estado español y alterar la configuración de la Unión Europea, entre otras consecuencias que se derivarían de que Cataluña deviniera un Estado independiente.
Así pues, no es cierto que se trate solamente de saber “qué piensa la gente”, sino que estamos ante un proceso de secesión para el que, evidentemente, la Generalitat, no tiene competencias. Y si la Generalitat carece de competencias para adoptar las decisiones a las que conduciría la consulta tampoco las tiene para convocar la consulta. Por esta vía también se cierra la posibilidad de que la Generalitat pueda convocar legalmente una consulta como la que se pretende realizar en noviembre.
No estamos ante una encuesta, ni ante una consulta sobre si la Diagonal ha de tener tres o cuatro carriles en cada sentido; estamos ante una decisión política cuya competencia excede las que tiene la Generalitat. Es por eso que la consulta no puede ser convocada y que si se convoca será no solamente sin base legal, sino en un consciente desafío al Estado de Derecho de una gravedad insólita en democracia.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Franklin en Madrid o el victimismo nacionalista



Artículo publicado en Crónica Global el 15 de abril de 2014.



Se ha reparado poco en que el pasado día 8 de abril la proposición de ley orgánica planteada por el Parlamento de Cataluña para la delegación a Cataluña de la competencia para autorizar, convocar y celebrar un referéndum sobre el futuro político de esta Comunidad fue rechazada en el Congreso no solamente por una amplia mayoría de diputados (299 en contra por 47 a favor), sino también por los diputados catalanes en el Congreso. De los 47 diputados elegidos en las circunscripciones electorales de Barcelona, Girona, Lleida y Tarragona, 25 votaron en contra de la proposición de ley y 22 a favor. Creo que es un dato relevante.



Y es relevante porque muestra que plantear el rechazo en el Congreso de la proposición de ley como un “no” de España a Cataluña es una tergiversación. El planteamiento secesionista querrá hacer pasar a los tres diputados del Parlamento de Cataluña que defendían la proposición (Turull, Rovira y Herrera) por representantes de Cataluña que se desplazaban a la “metrópoli” para defender los intereses de su país frente al opresor español. Es una imagen que el secesionismo ha cultivado desde hace tiempo y que, por lo que diré después, no me parece que sea en absoluto casual.
Lo cierto, sin embargo, es que quienes defendieron en el Congreso la proposición de ley representaban a fuerzas políticas (CiU, ERC e ICV-EuiA) que en Cataluña, en las últimas elecciones al Congreso de los diputados, obtuvieron 1.538.107 votos, de los que resultaron 22 escaños. Por el contrario, las fuerzas políticas opuestas a la proposición de ley en esas mismas elecciones generales, las celebradas en 2011, obtuvieron en Cataluña 1.636.125 votos y 25 escaños. Es realmente curioso que se pretenda que la minoría no solamente es mayoría, sino que tiene la legitimidad para hablar en nombre de “Cataluña”. Se trata de una manipulación que ha de ser denunciada, porque no es en absoluto inocuo identificar a Cataluña con los independentistas, haciendo pasar el rechazo al independentismo como un rechazo a Cataluña.
Esta identificación profundiza en el victimismo que se ha convertido en seña de identidad del “proceso”. No es tampoco casual este victimismo. La confusión entre Cataluña y los independentistas hace que cada ataque a estos sea presentado como un ataque a Cataluña, y que, por tanto, sea más fácil dibujar un escenario en el que sistemáticamente los intentos de diálogo de Cataluña son rechazados por la intransigente España. En cierta forma se recrea la imagen del honesto y riguroso negociador que ningún éxito tiene pese a sus muchos esfuerzos frente al poderoso arrogante.



El viaje a Madrid de Artur Mas el 20 de septiembre de 2012 para entrevistarse con Rajoy creo que es un buen ejemplo de esta recreación del victimismo. El Presidente de la Generalitat se desplaza en AVE para dar a “Madrid” una última oportunidad de diálogo. El viaje, la entrevista y la vuelta, toda ella seguida por la prensa como si se tratara del viaje de Chamberlain a Múnich en 1938 y acompañada por un recibimiento “espontáneo” a Mas en la Plaza de Sant Jaume, parecía rememorar el histórico regreso de Benjamín Franklin a América tras haber sido vilipendiado en el Privy Council inglés poco antes del inicio de la Guerra de la Independencia Americana. La similitud entre la historia de Franklin y lo pretendido por Artur Mas resulta sorprendente. En 1774 Franklin defendía la causa de las colonias ante las autoridades británicas; representaba a sus compatriotas en una justa petición igual que en 2012 Mas pretendía representar a los catalanes ante el Presidente del Gobierno de España. En 1774 Franklin fue humillado por las autoridades inglesas y volvió a América ya convencido de que la única salida era la independencia. Poco después de su regreso estallaba la revolución americana y en 1776 se firmaba la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Mas regresó de Madrid transmitiendo la idea de que las peticiones catalanas habían sido desatendidas, que no había esperanza y debía iniciarse un nuevo camino, la vía hacia la independencia.



Algunos de los elementos de la representación del día 8 parecían volver a esta idea. Marta Rovira en particular realizó un alegato sentimental basado en la incomprensión hacia los catalanes y los deseos de buena vecindad y relación con España que casi resultaba enternecedor. De nuevo la imagen de Franklin en Londres ante el Consejo Privado vino a mi mente. Marta Rovira, con sus dificultades para expresarse y lo ingenuo de su saludo desde la tribuna a los líderes políticos era el antecedente perfecto al esperado “no” que podría ser vendido una vez más como la intransigencia y barbarie españolas confrontadas al pactismo catalán; pactismo que, sin embargo y tal como había sucedido en 1774 con Benjamin Franklin, podía tornarse en fiera determinación una vez constatada la imposibilidad de llegar a un acuerdo. No creo, por tanto, que fuera casual que la Sra. Rovira citara desde la tribuna del Congreso de los Diputados a Thomas Paine, autor americano de la época de la Guerra de la Independencia Americana. El paralelismo sutil entre Cataluña y Estados Unidos, España y Gran Bretaña se convierte en explícito con la referencia a este libro. Al igual que los Estados Unidos entonces, Cataluña habría llegado al momento en el que el pacto no era posible no por culpa de la “colonia”, sino de la “metrópoli”.



El agravio une mucho, y si se consigue que cada catalán sienta como propio el imaginado desprecio sufrido por sus representantes (Artur Mas en 2012 o los diputados del Parlamento que intervinieron el día 8 de abril en el Congreso) se habrá avanzado en la cohesión de ese pueblo catalán identificado con el independentismo y enfrentado “a los españoles”. El victimismo crea independentistas y, por tanto, en el plan secesionista sería preciso profundizar en las afrentas que sufren los representantes del pueblo de Cataluña.
Precisamente por esto es también imprescindible recordar que los ciudadanos de Cataluña, a diferencia de lo que sucedía con los habitantes de las Trece Colonias Americanas, sí que tienen representación en el Parlamento de la “metrópoli”, esto es, en el Parlamento español. En este Parlamento se sientan los representantes de los catalanes junto con los del resto de los españoles y es, por tanto, falaz intentar presentar las decisiones del mencionado Parlamento como ajenas a Cataluña. El Parlamento británico carecía de representantes de las Colonias y esa ausencia de representación fue una de las causas del descontento que acabó en la Guerra de la Independencia. Cataluña, en cambio, es un territorio cuyos habitantes participan plenamente en los órganos constitucionales españoles, tal y como muestra la influencia que han tenido y tienen los diputados elegidos en Cataluña para la configuración de las mayorías parlamentarias en España, y que va más allá de los apoyos que CiU ha ido dando a PSOE y PP, sino que incluye también los decisivos diputados obtenidos por el PP y el PSC en Cataluña, imprescindibles en ocasiones para que socialistas o populares pudieran formar gobierno. Ahora, unos días después de la votación del día 8 de abril, es bueno recordarlo e insistir, además, en que esos diputados en el Congreso también nos representan y que, tal como se mostró el martes, se muestran contrarios a las demandas de los independentistas que ni mucho menos pueden hablar en nombre de todos los catalanes.
Digamos ya con claridad que hay muchos catalanes que no son independentistas, y que esta afirmación no se basa en encuestas o intuiciones, sino en el resultado de las votaciones en los órganos que nos representan: el Parlamento de Cataluña y, también, el Congreso de los Diputados. Es una realidad molesta para quienes quieren presentar una Cataluña monolíticamente independentista sometida a una España cerril; pero qué le vamos a hacer. Los hechos son los que son, no los que pretende la propaganda.