Como cada primavera, cargaron el coche de cosas útiles e inútiles y se prepararon para viajar al sur. Ropa, de vestir y de cama, cremas y potingues, algo de comer –como si allí no hubiera, por Dios-, los libros que estaban leyendo; el costurero y la bomba de la bicicleta, algunos regalos y el dvd de la boda del pequeño. Las cargaron con la misma ilusión de siempre. Volvían a las calles de su infancia y de su adolescencia, al pueblo de sus amigos de entonces, de algunos de los de ahora y unos pocos de los de siempre. Volvían a su otra casa, la que añoraban cuando estaban aquí y a la que querían volver, aunque ya sabían que nada más llegar allí comenzarían a echar de menos las cosas que dejaban a este lado. Volvían para regresar porque la vida los había hecho dobles, divididos, y sólo se sentían completos si eran, a la vez, del Norte y del Sur, emigrantes e inmigrados, Volvían sabiendo que ya no eran del todo de allí, a pesar de lo que dijeran y una leve desilusión les teñía el alma cuando habían de reconocer que sus hijos y nietos lo serían aún menos que ellos.
Volvían y la carretera se extendía, larga y tentadora; con el sol aún por su izquierda, sabían que habría de dar una vuelta casi completa antes de concluir su viaje; pero no tenían prisa. Ya no les aguardaba ningún trabajo, ningún horario que cumplir. Sus hijos ya habían asumido que aquellos meses eran sólo suyos y no se preocuparían de recoger nietos ni de tapar agujeros en las casas ajenas de los suyos. El coche era cómodo, casi nuevo aún, amplio y silencioso. La música estaba preparada, la parada para la comida decidida. Ya sólo quedaba recorrer los kilómetros, dejarse llevar por aquella mañana fresca, pero plena de sol, por aquella circulación tranquila –habían elegido bien el día de la partida- por aquel paisaje familiar y sugerente; dejarse arrastrar por las muchas conversaciones que nacerían y morirían durante el viaje, por el suave discurrir de la vida en aquel día, común e irrepetible.
Viajaban y apenas había coches en la carretera. De vez en cuando uno más veloz que ellos les adelantaba morosamente. En ocasiones, eran ellos los que rebasaban algún camión, furgoneta o coche más lento. Todo fluía sin sobresaltos hasta que la caravana apareció de pronto ante ellos. Casi un muro, apenas anunciada por los intermitentes de los últimos coches de la fila. Una rápida comprobación de la hora y de los kilómetros para confirmar que era lo que estaba previsto. El peaje ante ellos. El peaje y ahora algo más.
No tuvieron que estar mucho rato en la fila –ya hemos dicho que habían elegido bien el día del viaje. Unos pocos minutos de primera, punto puerto, primera –el siguiente coche con cambio automático- y estaban junto a la cabina. Allí estaba el policía, joven, sonriente. Abre la ventanilla y espera a que acabe de bajar la del coche: “Papeles, por favor”. Sabe que lo saben y la frase parece colgada para rellenar el momento, aún no la ha concluido y ya el brazo se ha extendido con los carnets, superando el hueco frío entre el interior del coche y la cabina del agente. Un vistazo rápido, protocolario y se los retorna. Los documentos recorren el camino de vuelta sobre el asfalto del control. La mano derecha a la gorra, el saludo, la sonrisa, la bandera en la manga. Todo esto ven mientras se cierra la ventanilla. “No los guardes”; por decir algo. De nuevo primera, segunda, unos metros y la otra cabina. Otro policía sonriente, una chica joven –ya todos les parecían jóvenes-, con cola de caballo. De nuevo una ventanilla que se abre, los documentos que pasan del coche a la cabina, de la cabina al coche. “Pueden seguir, bienvenidos”. La mano a la gorra, el saludo, la sonrisa, una bandera diferente en la manga. De nuevo primera, segunda; y ahora tercera, cuarta, quinta, sexta…durante unos minutos la mirada se concentró en el sur, en el horizonte azul de la autopista, queriendo disimular así la humedad de los ojos, las lágrimas, silenciosas, en las mejillas.