¿Por qué nos tratan tan mal los políticos?
Desde hace cinco años estamos machacados por una crisis de complejo diagnóstico y difícil resolución. Todavía no he visto ninguna construcción que explique de una forma suficientemente convincente la crisis del sistema financiero, la contracción de la actividad industrial y la crisis de deuda en determinados países. Seguramente la falta de esta explicación incide en lo errático de las políticas orientadas (en teoría) a salir de la crisis. El bochorno de que el FMI haya reconocido que se equivocaron en un 300% en el cálculo de la incidencia de los recortes de gasto público griego en el crecimiento del PIB (calcularon que cada euro de recorte implicaría una disminución de 0,5 euros en el PIB cuando la realidad es que por cada euro de recorte el PIB disminuyó en 1,5 euros) no es más que la guinda de toda una serie de políticas económicas que se han mostrado desacertadas, al menos si entendemos como política económica acertada aquella que consigue que la mayoría de los ciudadanos tengan una mejor calidad de vida.
Se trata, además, de una crisis en la que la cooperación entre Estados se ha visto sustituida por una feroz competencia. El concepto de guerra económica es, seguramente, muy apropiado para la época en la que vivimos, en la que los Estados se disputan despiadadamente los fondos existente en el mercado para financiar su deuda, en la que unos y otros maniobran para que las instituciones económicas supranacionales (Eurogrupo, BCE, FMI) adopten las decisiones que más convienen a sus particulares intereses y que implican, a la vez, perjudicar a los gobiernos o a los ciudadanos de otros países. En estas circunstancias es imprescindible gobernantes capaces, que entiendan lo que está pasando, que sepan adoptar decisiones inteligentes en el momento oportuno y encontrar las complicidades necesarias en las instituciones y la población.
Nos encontramos, finalmente, en una crisis de una profundidad tal que los sacrificios son, seguramente, inevitables y que, por tanto, requiere una cierta comprensión en una ciudadanía que lo está pasando mal, que ha visto reducidas sus expectativas vitales y debe aún resignarse a que no existan aún perspectivas claras de recuperación. En estas circunstancias sería de agradecer que los responsables políticos trataran a los ciudadanos como adultos y fueran capaces de informar qué es lo que está sucediendo y qué medidas se están adoptando. En una situación excepcional como es la que vivimos lo lógico es exigir sacrificios al conjunto de los ciudadanos; pero esa exigencia de sacrificios ha de ser compensada con una profundización en la solidaridad, en el sentido de pertenencia a una comunidad y en la promesa de que al final se conseguirá superar las dificultades.
A nadie se le escapa que lo que estoy pidiendo es un discurso de guerra. El habitual en los casos en los que un país se enfrenta al mayor de los desafíos: el enfrentamiento total con otro Estado. Se trata de situaciones en las que se da justamente lo que acabo de explicar: la exigencia de sacrificios en la población, que ha de soportar los peligros de la lucha o de los ataques además de a las privaciones que resultan de orientar la producción al esfuerzo de guerra; pero, a la vez, esa situación se ve en alguna forma "compensada" por el reforzamiento de las estructuras sociales, el convencimiento de que todos comparten en igual medida los sacrificios y la esperanza de que la victoria traerá el fin de las penurias y un mundo mejor para los que sean capaces de superar los momentos difíciles.
Es evidente que los gobernantes españoles no han optado por esta vía de actuación. En lo que se refiere a la explicación de la crisis ésta se ha limitado hasta ahora a la imbecilidad de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades; lo que en muchos casos individuales es absolutamente falso, pero que ni siquiera es cierto desde una perspectiva general porque como señalaba José Luis Sampedro en una entrevista con Jordi Évole, nadie vive por encima de sus posibilidades, porque si lo hace mediante el recurso al crédito es que tiene la posibilidad de obtener crédito. En el caso español es cierto que las hipotecas y los créditos personales crecieron exponencialmente en los años de bonanza; pero también ha de ser considerado que eso se hizo animado por las propias instituciones financieras y con el consentimiento del gobierno, por lo que la acusación (y se hace en tono acusador) que los ciudadanos hemos despilfarrado, holgazaneado y carecido de previsión no parece tener más fundamento que el culpabilizarnos para que asumamos mejor el "castigo" que se nos impone.
Porque las medidas económicas no son presentadas como mecanismos para salir de la crisis, sino como penas a los culpables de la misma. Recuerdo ahora la diatriba del Secretario de Estado de Administraciones Públicas contra los funcionarios diciendo que debían (debíamos) ser conscientes de que se había acabado "lo del cafetito". Las medidas adoptadas en relación al no pago de los días de baja o la facilidad en el despido parecen también (o así han sido presentadas) medidas contra los "abusos". La permanente acusación a la ciudadanía parece ser el mecanismo escogido para apoyar las medidas económicas, obviando la posibilidad de presentarlas como un sacrificio inevitable y momentáneo que traerá como resultado en un tiempo un mundo mejor para todos.
Esa opción de los gobernantes es más apropiada para dirigirse a siervos que a ciudadanos responsables. Es lógico que no estemos en absoluto satisfechos con una situación en la que se nos culpabiliza de una crisis de la que, en realidad, no somos en absoluto responsables y en la que, por si fuera poco, se nos imponen medidas "sancionatorias" que son presentadas como castigo por unos pecados que no hemos cometido. Finalmente, la dureza con la que es tratado el ciudadano contrasta con el nulo interés en perseguir fraudes como el de las preferentes o la corrupción generalizada en los partidos políticos. La consecuencia de todo ello es una pérdida de confianza en las instituciones públicas que llega a afectar a la sensación de pertenencia a una comunidad.
Esto último creo que no ha sido suficientemente señalado. Todos necesitamos sentir que pertenecemos a una determinada comunidad; y especialmente en momentos difíciles la tentación de integrarse en una "masa" puede llegar a ser poderosa (ahí está la aportación sugerente desde su acientificidad de Elias Canetti). Necesitamos del otro y de ese conjunto que transmite seguridad y esperanza en el futuro. El grupo en el que naturalmente nos integramos es nuestra comunidad política; pero si quienes la dirigen culpabilizan, insultan (ahí está el desafortunadísimo "¡que se jodan!" de una diputada del PP) y no ofrecen ni diagnóstico del presente ni esperanza en el futuro ¿qué nos queda?
Creo que el 15M tuvo el éxito que tuvo en parte por este componente "comunitarizador". La solidaridad y apoyo que se encuentra a faltar en las instituciones públicas era sustituido por el que se encontraba en las asambleas o en las manifestaciones (auténticas catársis en cualquier circunstancia, y aquí vuelvo a recomendar la lectura de "Masa y Poder" de Elias Canetti). Esa tranquilidad grupal que no se consigue a través del Estado, en el que solo hallamos reproches y castigos, falta de análisis, negras perspectivas y palabras vacías; es oportunidad abierta para mecanismos alternativos de vinculación. No es extraño, por ello, que las instituciones y los poderes fácticos hicieran todo lo posible para desarticular el movimiento 15M minimizando sus éxitos de convocatoria, intentando confundirlo con movimientos violentos y reprimiéndolo en algunas ocasiones con una violencia desproporcionada que ha llegado a la mutilación de ciudadanos que participaban en las concentraciones (como fue el caso de Esther Quintana en Barcelona).
Y esta misma debilitación de los vínculos emocionales que justifican la pertenencia a una comunidad política me parece que explican en parte el éxito del independentismo en Catalunya. Hablando el otro día con un "nuevo independentista" me di cuenta de que en su actual adscripción secesionista encontraba todos los elementos argumentales y emocionales que se precisan en épocas de crisis. Desde el independentismo el diagnóstico de los problemas es claro: todos los males derivan de la integración de Catalunya en España. A partir de aquí la solución también es clara: la separación de España traerá prosperidad y desarrollo económico, la recuperación de las expectativas personales rotas por la crisis y un futuro que nos colocará a la par que Dinamarca y Suiza. De lo anterior se deriva la pertenencia a un grupo con el que es fácil establecer esos lazos de solidaridad y calidez humana que pueden hacer más soportables los sacrificios (y en este sentido la Vía Catalana hacia la independencia del pasado 11 de septiembre ha sido un gran acierto, porque incide precisamente en esa idea de pertenencia y en la integración en un grupo humano articulado). A partir de aquí es posible llegar a asumir cosas tales como la exclusión de la UE o de una transitoria crisis económica que resulte de la independencia y que pronto se verá remontada por el espíritu trabajador y emprendedor de los catalanes (eran palabras del nuevo independentista con el que hablaba el otro día).
Con razón se dice que los momentos de crisis son propicios para los vendedores de humo. Ahora bien, no hay que olvidar que esto es en parte posible porque los responsables públicos fallan en una tarea imprescindible de diagnóstico, información, planificación y transmisión de esperanza. Cuando, como sucede en el caso de España se va justamente a lo contrario: culpabilizar, castigar y amenazar es más fácil la desafección generalizada y que cualquiera que ofrezca esa esperanza consiga sumar adeptos.
¡Qué fácil es que las personas creamos aquello que queremos creer!
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