Estos días he vuelto a dos entradas escritas hace más de siete años [Sobre los acuerdos y los consensos (I) y Sobre los acuerdos y los consensos (II)]. Las recupero aquí juntas porque ahora se vuelve a hablar de estos temas: consensos, acuerdos, necesidad de negociar, de hacer política, etc. Mi planteamiento, ya lo adelanto, es que deben diferenciarse los acuerdos de los consensos. Los segundos solamente se consiguen cuando las partes encuentran aquello en que realmente coinciden. No implican un toma y daca, sino el hallazgo de una perspectiva compartida. Los consensos no sustituyen a los acuerdos, sino que son la base sobre la que se asientan estos.
Acordar se puede acordar con cualquiera, los consensos, en cambio, solamente son posibles a partir de ciertas coincidencias. Por eso -y no quiero ser piedra de escándalo por esto- pienso que hay temas que no pueden negociarse, simplemente porque es imposible encontrar esa perspectiva común en la que las diferentes partes puedan coincidir. Por poner un ejemplo en el ámbito familiar: si un miembro de la pareja quiere hijos y el otro no ¿qué negociación cabe sobre esto? Tan solo es posible que uno consiga convencer al otro, pero no podrá haber acuerdo alguno más allá de tal convencimiento.
Es por esto que me parece que en relación al independentismo en Cataluña debemos asumir que ningún acuerdo es posible. Los independentistas no estarán conformes más que con la independencia y quienes están contra ella no la admitirán. Es posible que unos convenzan a los otros, pero no existe punto intermedio entre ambas posturas.
En fin, sin más preámbulos paso a lo que escribí hace siete años.
Uno de los fenómenos que me entretienen
de vez en cuando es la observación de la forma en que ciertas palabras o
expresiones son asumidas por todos nosotros en muy poco tiempo. No me refiero a
la aparición de palabras nuevas, normalmente procedentes del inglés y asociadas
con frecuencia a los cambios tecnológicos; sino a cómo términos de uso
restringido -aunque, a veces, entendidos por todos- comienzan a ser utilizados
por los medios de comunicación, los políticos y, finalmente, por todos
nosotros. Con frecuencia, una vez que se produce esta generalización nos da la
impresión de que siempre han estado ahí, que siempre han sido utilizados con la
asiduidad y el sentido que nosotros le damos; y nos cuesta asumir que hubo un
tiempo en la palabra "solidaridad" no se usaba con más frecuencia que
términos como "farfullar" o "soliloquio"; en que habíamos
de recurrir al diccionario para conocer el significado exacto de
"consenso"; o (y esto es más reciente), en que los empates eran simplemente
empates y no "empates técnicos", como se dice ahora.
Pongo ejemplos que tienen significado
para mí. Cada cual, seguramente, tendrá los suyos. En lo que se refiere a
"solidaridad", fue la aparición del sindicato en Polonia a principios
de los años 80 del siglo XX lo que popularizó la palabra, que era evidentemente,
conocida, pero poco pronunciada. Yo todavía recuerdo cómo nos trabábamos al
decirla. Una vez adquirida soltura, sin embargo, debimos pensar que un esfuerzo
como aquél debía de ser aprovechado, y la palabra prosperó, hasta el punto de
que hoy en día cuesta encontrar un sólo párrafo que pretenda despertar los
buenos sentimientos que no la utilice varias veces. Los empates técnicos
proceden, si no me equivoco, de las elecciones generales de 1993. La igualdad
en los sondeos entre el PSOE y el PP hizo que fuera frecuente la aparición en
los medios de los responsables de las encuestas, quienes, con frecuencia, se
referían a la situación como "un empate técnico", queriendo
significar algo así como que el margen de error que tiene cada sondeo era mayor
que la diferencia en la intención de voto entre ambos partidos, lo que impedía
determinar quién sería el ganador de las elecciones. La expresión gustó, y
desde entonces hemos sufridos empates técnicos insospechados (cuando un partido
de fútbol acaba con el resultado de 2-2 ¿nos encontramos ante un empate técnico
o se trata de un simple empate, mondo y lirondo?).
Dejo para el final el consenso, que es el
término el que hoy me quiero detener. En mi memoria la proliferación del
término se remonta a la transición. En aquella época se empleó con frecuencia,
asociándose a las complejas negociaciones entre las distintas fuerzas políticas
que tuvieron como resultado la democracia en la que hoy vivimos. Pese a que el
diccionario no diferencia en exceso entre acuerdo y consenso, los que, aún como
niños, fuimos testigos de aquellos años podemos percibir una diferencia entre
ambos términos. Cuando se hablaba de consensos y no de acuerdos se transmitía
la impresión de una complicidad entre las partes que puede no darse en el acuerdo.
El acuerdo supone una regulación que conviene, en un momento y circunstancias
dadas, a quienes llegan a él. En los años 70 del siglo XX percibíamos el
consenso como algo más profundo. El encuentro de aquellos puntos en los que el
parecer y el sentimiento coincidían. En un acuerdo no es preciso que sus
autores piensen que lo acordado es correcto. Tras concluirlo ambos pueden
pensar de forma diametralmente opuesta habiéndose conseguido tan solo un
instrumento útil para fines que interesan a ambos. Cuando hablamos de un
consenso debemos ir más allá. No se trata de determinar hasta dónde puedo
llegar en la negociación para conseguir el máximo provecho para mis intereses,
sino encontrar aquellos puntos o planteamientos en los que existe una
coincidencia. El consenso permite, por tanto, identificar lo que de común hay
entre quienes sostienes opiniones divergentes. Este punto común ya no precisa
ser acordado, porque es el mismo para todos.
Durante la transición, los ciudadanos de
a pie creímos percibir que los políticos habían identificado efectivamente
estos puntos de consenso que nos permitirían avanzar como país. Ese terreno más
allá de los acuerdos o disputas que nos otorgaba una cierta seguridad. La
confianza de que había ciertos referentes que no cambiarían. Esta sensación de
seguridad, fruto, precisamente del consenso, que no del acuerdo, fue, creo, uno
de los grandes logros de la transición.
Ahora, treinta años después he de
confesar que echo de menos ese consenso. En estos treinta años el mundo ha cambiado
y el país ha cambiado. Quizás sea esta la causa de que ciertos elementos de
aquél consenso de la transición estén sometidos a escrutinio. La forma del
Estado (la monarquía parlamentaria) y la estructura de éste (el estado
autonómico) están siendo cuestionados en los últimos años. No es que haya una
propuesta formal para cambiar la forma o la estructura del Estado, o al menos
las formulaciones explícitas y expresas de esta pretensión no han traspasado
más que la epidermis de la sociedad y la política española; pero sí se percibe
la duda sobre ambos extremos, duda que es visible tanto en el discurso político
como en los medios de comunicación o en las conversaciones ante el café del
ciudadano común. Es una percepción subjetiva, pero que no creo que se aleje
excesivamente de la realidad. Además, cuando estamos hablando de consensos casi
tan importante como el contenido del acuerdo es la percepción del mismo. Cuando
se aprecia que existen dudas en el discurso público sobre el mismo gran parte
del efecto de estabilidad que se le presumen se volatiliza.
Ciertamente, este debilitamiento del
consenso, que a mi personalmente me preocupa y disgusta, puede ser positivo. El
cambio a una situación diferente a la actual precisa la ruptura del consenso, y
para quien esté interesado en llegar a ese escenario este cuestionamiento será
percibido como positivo. No discuto que esta percepción sea tan valiosa, al
menos, como la mía, y no pretendo que haya elementos objetivos que nos permitan
averiguar cuál es mejor; aquí me limito a ponerlo de relieve para, a
continuación, y en otra entrada, reflexionar mínimamente sobre algunas de las
consecuencias de esta situación.
De acuerdo con mi percepción, por tanto,
el consenso es la base sobre la que se pueden construir acuerdos. Los
consensos, por tanto, desempeñan un papel fundamental en cualquier sociedad. En
la nuestra, y en las circunstancias actuales, creo que son especialmente
necesarios. Ello es debido a que en los primeros años del siglo XXI todo el
mundo, y también nosotros, los españoles, debemos ajustar nuestras estructuras
sociales y políticas a un fenómeno de transcendencia multisecular como es la
globalización. Una de las muchas consecuencias de el proceso de integración
mundial es la necesidad de repensar la forma en que se organizan políticamente
las sociedades, pues el Estado, monopolizador del poder público en los últimos
siglos, ve su posición cuestionada.
Hace unos años tenía la percepción de que
España se enfrentaba a este fenómeno en mejores condiciones que otros países,
precisamente por la existencia de un modelo de Estado descentralizado y
flexible. El Estado autonómico permite diferentes diseños y pruebas que podrían
facilitar la adaptación a las exigencias de la globalización. Me imaginaba un
escenario en el que sería posible discutir abiertamente sobre el papel del
Estado, las Comunidades Autónomas y las corporaciones locales con el objeto de
conseguir un sistema que permitiera satisfacer las necesidades de los
ciudadanos (infraestructuras, seguridad, sanidad, educación...) en un entorno
cada vez más influido por el exterior como es el que nos toca vivir en la era
de la globalización.
En este sentido, una reforma del Estado
autonómico, pensando qué competencias debería asumir el Estado central, cuáles
las Comunidades Autónomas y la forma en que el Estado debía ejercer una
necesaria función de coordinación, me parecía ineludible para actualizar el
modelo que había surgido en los años 70. Los puntos que deberían abordarse en
ese debate son muchos, evidentemente, pero aquí destacaré solamente dos, que me
parecen cruciales: la competencia impositiva y la política exterior. En lo que
se refiere al primero mi reflexión es la de que resulta poco coherente que
cuando son las Comunidades Autónomas las que asumen la mayoría del gasto
público (competencias en materia de educación, sanidad, parte de las
infraestructuras, etc.), sea el Estado central el que mantenga un casi
monopolio en materia de ingresos, esto es, impuestos. Una mayor responsabilidad
de las Comunidades Autónomas en materia impositiva me parece ineludible. En el
segundo de los ámbitos, sin embargo, creo que resultaría conveniente fortalecer
la posición del Estado central. La política exterior actual sigue siendo un
coto casi cerrado a los Estados, y, desde mi desconocimiento, tengo la
impresión de que flaco favor se hace a nuestros intereses debilitando la
posición exterior de la diplomacia española. Ahora bien, esto no quita para que
esta misma diplomacia y, en general, la acción exterior del Estado, haya de ser
extraordinariamente cuidadosa con los intereses de todas las Comunidades
Autónomas, debiendo establecerse cauces eficaces para que nuestra política
exterior sea leal a todos los españoles.
El proceso de reforma de los Estatutos de
Autonomía que estamos experimentando desde hace unos años debería ser el lugar
idóneo para que se produjera esta actualización de la estructura del Estado. Mi
impresión, sin embargo, es la de que este proceso no va por estos derroteros.
Más bien se ha asemejado a un regateo competencial con un déficit claro de
reflexión. Las causas de este fracaso (fracaso para mí, evidentemente, son
muchos los que se muestran satisfechos con lo conseguido) son varias; pero una
de ellas creo que es precisamente la ruptura del consenso a la que me he estado
refiriendo. Me explico: si existiera un auténtico consenso sobre la estructura
del Estado, esto es, si no se discutiera la unidad de España, se podría
reformular el sistema competencial sobre bases objetivas, determinando lo que
debe ser estatal o autonómico únicamente sobra la base de criterios de
eficiciencia y racionalidad. De existir ese consenso tanto el Estado como las
Comunidades Autónomas partirían de la misma base para, sobre ella construir el
acuerdo. Sucede, sin embargo, que para ciertas fuerzas políticas el proceso de
reforma estatutaria es entendido como una fase más en la consecución del
objetivo final que es la independencia de la Comunidad Autónoma (País Vasco,
Cataluña, Galicia). Desde esta planteamiento cuantas más competencias se
asuman, mejor, siempre mejor, y si esa asunción plantea problemas de eficacia o
no existen recursos para poder ejecutar las acciones que implica la competencia
o, simplemente, se trata de competencias que objetivamente es mejor no tener
(léase, competencia penitenciaria), da igual. Todos estos problemas son
considerados como menores en tanto en cuanto el objetivo principal es la
reivindicación de cuantos ámbitos de poder se pueda.
Desde la perspectiva del Estado central,
en cambio, una vez que se pone de manifiesto que el objetivo final puede ser la
independencia, el proceso de atribución competencial se examina de una forma
cuidadosa. Ahora el objetivo pasa a ser ceder cuantas menos competencias mejor
y, desde luego, retener aquéllas que resulten más signficativas. Cualquier
cesión en materia impositiva será extraordinariamente difícil de conseguir, por
ejemplo. El resultado es que la final el reparto es más fruto del mercadeo que
de la reflexión sin que se lleguen a afrontar los auténticos problemas que
afectan a la organización de los poderes públicos en el mundo complejo en el
que nos toca vivir.
Se trata, para mí, de un resultado
descorazonador, no tanto porque tema que se pueda llegar finalmente a la
pérdida de la unidad del Estado (lo que desde mi perspectiva tampoco sería una
buena noticia), como porque conduce a un discurso y una reflexión incoherentes.
Al perder las bases del razonamiento, de nuevo el consenso que tanto echo de
menos, se produce un debate deslabazado, lleno de vaguedades y confusiones.
Pondré un ejemplo: la tan traída y llevada incoherencia del Partido Popular al
impugnar ante el Tribunal Constitucional determinados preceptos del Estatuto de
Cataluña que son idénticos a ciertos preceptos del Estatuto de Andalucía que
fue aprobado con los votos del PP. Aparentemente se trata de una incoherencia
que, además, arrastra otras consigo; pero solamente es tal si nos quedamos en
el discurso más formal. Si se analiza el proceso en la clave que aquí defiendo
la actitud del PP es coherente. En Andalucía ninguna fuerza política
significativa reclama la independencia de la Comunidad, por lo que no existe
problema en que se trasladen ciertas competencias del Estado a la Comunidad y
que se adopte un determinado lenguaje (la famosa nacionalidad histórica). En
Cataluña, en cambio, la situación es diferente; resulta, por tanto, necesario
limitar la ampliación de competencias de una Comunidad Autónoma en la que
muchos desean dar un nuevo paso hacia la independencia lo más pronto que
resulte posible.
En definitiva, nos encontramos en un
cruce de caminos. Yo no digo para donde debamos tirar, pero no podemos
quedarnos indefinidamente aquí, o de nuevo seremos atropellados por quienes
circulan más rápidos y seguros que nosotros.