El rey no ha superado ninguna oposición para acceder a su cargo, tampoco ha tenido que competir políticamente o ganar unas elecciones. El puesto que ocupa le viene dado por ser el único hijo varón del anterior monarca. Ser miembro de una familia determinada y nacer en cierta posición dentro de esa familia son los únicos requisitos que vinculan a la persona con la más alta institución del Estado. Desde luego, no es racional. Se trata del residuo más relevante que en nuestra sociedad actual se mantiene de la época feudal, aquella en la que las personas se encontraban rígidamente encasilladas en las clases sociales en función de su nacimiento.
¿Implica lo anterior que la monarquía carece de sentido? No lo creo. Incluso en un estado moderno la figura del rey puede tener significado y utilidad; pero para ello debemos tener presente lo que es y lo que no es, lo que es exigible a la figura del soberano y lo que no.
En primer lugar, debemos ser conscientes de que el rey no tiene por qué ser ni más inteligente ni más capaz que cualquier otro ciudadano. Como hemos visto, para acceder a su cargo no se le exigen pruebas de conocimientos o habilidades ni ha de competir con nadie por el puesto. El rey puede ser un sabio o una persona corriente, un intelectual o un individuo de cultura media; cualquiera de estas opciones ha de ser compatible con el desarrollo de sus funciones, puesto que ninguna de ellas es requisito necesario para acceder a su responsabilidad.
Lo único que en buena lógica se le ha de exigir al rey es que ejerza bien la función simbólica que tiene atribuida constitucionalmente y para la que se viene preparando desde que es un niño. Esta función simbólica es la esencia misma de la realeza en los sistemas parlamentarios modernos, el rey encarna eso tan abstracto que es el Estado y le dota de corporeidad. Cuando se dice, por ejemplo, que la justicia se administra en nombre del rey evidentemente no se quiere decir que la persona del rey sea la titular del poder judicial, sino, precisamente, que es el rey el que simboliza esa soberanía nacional de la que dependen todos los poderes del Estado, incluido el judicial.
En nuestra Constitución también se atribuye al rey una relevante función constitucional: la de proponer el nombre del candidato a la presidencia del gobierno; además de arbitrar y moderar el funcionamiento de las instituciones; pero estas funciones han de interpretarse siempre de la manera más formal posible, ya que una participación activa del monarca en la vida política no responde al papel que ha de tener un rey en una democracia avanzada en pleno siglo XXI. El rey ya no es aquella persona que en los cantos de gesta medievales encarnaba la sabiduría divina y que tenía un poder que en cierta forma se conectaba con el de los magos antiguos. Tal como hemos visto, no se le ha de presumir una mayor habilidad, capacidad o inteligencia que a cualquiera de sus súbditos, y eso no es óbice para que pueda desempeñar de manera plena sus funciones. Es más, en el caso de que el rey tenga efectivamente una mayor sagacidad o inteligencia de las que son normales, no sería bueno que hiciera especial gala de ellas, pues, como se ha reiterado, no se espera de él que resuelva los problemas del país, sino que lo simbolice y represente con dignidad y elegancia.
Algunos todavía se resisten a admitir esta función del rey y reclaman su presencia activa cuando algún problema o crisis grave nos afecta. Quienes así actúan no se dan cuenta -desde mi punto de vista- que la época de los reyes medievales ya ha pasado y que, como digo, el rey no lo es por los méritos que pueda tener para resolver los problemas de los españoles, lo que le hace carecer de legitimidad para interferir en la vida política, limitando o condicionando a quien ha recibido el apoyo popular en el marco de unas elecciones. Este rey taumaturgo o salvador in extremis de la patria podría ser tranquilizador para algunos, que quizás se resisten a admitir que somos el conjunto de los ciudadanos quienes debemos resolver los problemas a los que nos enfrentamos; pero, como digo, ese rey activo no es nuestro modelo, radicalmente democrático y, por tanto, la función del monarca ha de concretarse en lo simbólico y formal y precisamente su mérito está en la forma en que interprete este papel que tiene asignado desde la cuna.
Es por esto que me ha satisfecho tanto el discurso real de ayer, día de Nochebuena. Algunos parece que le pedían más al monarca; así, por ejemplo, en el editorial de "El País", donde se señala correctamente que el rey había optado por ser prudente en vez de "dar un paso al frente para poner en valor su papel constitucional como árbitro y moderador"; pero con un deje de decepción; cuando, como he señalado, en la actualidad no es dable exigir al rey ese papel activo en la política que pondría de manifiesto la incoherencia de la magistratura con la forma en que es ocupada. Para mí, precisamente el acierto del rey es el de haber sabido presentar aquellos puntos de encuentro tan amplios que permiten conectar con una gran parte de la sociedad; puntos de encuentro que, además, son reflejo de lo que formalmente somos; es decir, que responden a la idea de España que se desprende de nuestra Constitución.
No es fácil identificar consensos y presentarlos en forma ordenada. Cuando se consigue, además, la impresión que puede transmitirse es la de que se trata de una mera reiteración de tópicos, y en los países que no tienen especiales problemas podría ser que esto fuera así realmente. En aquellos en los que, por el contrario, nos encontramos con tensiones de calado tales tópicos solamente se lo parecerán a quienes no reparen en los problemas a los que nos enfrentamos.
El recordatorio de la importancia de la Historia como instrumento para entender el presente y la identidad del país no es baladí cuando se pretende tergiversar la Historia y cuando se utiliza como ariete contra los adversarios políticos actuales, por eso que resulte tan oportuno combinar esta mención de la Historia con la afirmación de que se debe mirar hacia adelante porque nadie espera a quien "solo" mira hacia atrás. Quien quiera ver en esta afirmación un tópico es que se ha perdido gran parte de los debates políticos que cruzan España de norte a sur, con la insistente redacción de listas de históricos agravios y el afán desmedido por reescribir callejeros.
De igual forma tampoco es tópica actualmente la llamada al respeto a la ley y la afirmación serena de que la Constitución no será quebrada. Es obvio que en estos momentos estas reglas tan básicas son amenazadas de forma grave y explícita y, por tanto, parece conveniente recordar también de forma expresa cuáles son las bases de nuestra convivencia.
Es también significativa la referencia al papel que juega el castellano como lengua común de todos los españoles y la importancia del resto de lenguas españolas que, como indica el rey "también explican nuestra identidad"; esto es, la identidad de todos los españoles, no solamente la de quienes las hablan. De nuevo es una afirmación que responde a nuestros consensos básicos de la época de la Transición, pero que no es actualmente una aserción libre de debates. La referencia a las regiones y nacionalidades y a las diferentes formas de sentirse español forma parte también de un discurso que es claro en el monarca -ya desde su proclamación como rey- y que, a mi juicio, debería asumirse con más radicalidad de lo que hemos hecho hasta ahora. Ni que decir tiene que las referencias al diálogo, la concertación y el compromiso no son tampoco mera retórica tras el 20 de diciembre, así como la inmediata relación entre esta llamada al diálogo y el recordatorio de que el objeto de la política es la resolución de los problemas de los ciudadanos.
Finalmente, si se piensa que es otro tópico el recordatorio de que el empleo que se ha de crear ha de ser empleo digno, es que no se han seguido muchas de las declaraciones que en el último año se han hecho por parte de personas relevantes en el ámbito económico. Ni siquiera la mención a los refugiados y a los inmigrantes es retórica en un momento en el que se habla con tanta claridad de la conveniencia de cerrar fronteras.
En definitiva, que el discurso acierta con lo que a muchos nos preocupa y lo formula de tal manera que conecta estas preocupaciones con aquellos consensos que han construido la España democrática de la que disfrutamos desde hace casi cuarenta años. No es fácil y hay que felicitar al rey su acierto y agradecerle la forma en que cumple con el papel tan especial que le toca desempeñar. Un papel que es más modesto de lo que podría parecer si nos fijamos en palacios, tronos y oropeles, pero que resulta esencial para nuestro sistema democrático.
Como he intentado mostrar, el rey desempeña una función simbólica y en esa clave han de entenderse sus gestos y palabras. De igual manera ha de entenderse que un "¡Viva el Rey!" con el que bien podría acabar esta entrada es, ante todo, un reconocimiento a esa comunidad en la que todos participamos y a ese proyecto que compartimos con nuestros antepasados y que queremos transmitir a nuestros hijos, en el que colaboramos personas de aquí y de allí y que tiene por objeto que todos vivamos mejor, de una manera más justa, más rica y, en definitiva más feliz.
Así pues, ¡viva el Rey!
Una gran entrada que comparto plenamente en todos sus planteamientos. Imposible decirlo mejor de como usted lo ha expuesto. Un saludo afectuoso desde las islas Canarias.
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