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martes, 31 de enero de 2023

Lenguas docentes en las universidades catalanas



Creo que hay cierta confusión en relación a este tema, así que vamos a intentar aclararlo.


El punto de partida son unos datos, aportados por la propia Generalitat hace tiempo, y que cuantifican cuántas clases se imparten en cada una de las lenguas habituales en las universidades de Cataluña: catalán, castellano e inglés. Hago la aclaración de que en las cifras que ofreceré a continuación no se menciona de manera expresa y específica el inglés, sino que se habla de "otras lenguas", diferentes del catalán y del castellano; pero es obvio que la mayoría de las clases que se imparten en una lengua diferente de las oficiales es en inglés; siendo, probablemente, testimoniales, las materias en las que la lengua docente es una diferente del castellano, catalán e inglés; y, probablemente, limitadas al estudio, precisamente, de las lenguas extranjeras.




Los datos que aportaba la Generalitat (y que no son difíciles de localizar, porque las universidades, normalmente, publicitan la lengua en la que se imparte cada materia) indican que el caso de las universidades presenciales públicas, las asignaturas en catalán son el 73,9%; en castellano, el 23,1% y en otra lengua (fundamentalmente, inglés), un 21,2%. Este sería el gráfico


El lector atento se habrá dado cuenta de que, a pesar de que estamos hablando de porcentajes, la suma de los anteriores supera el 100%. En concreto, llega al 118,2%. La explicación es sencilla, como hay materias con varios grupos, es posible que en la misma materia se ofrezca un grupo en un idioma y otro en otro idioma. De hecho, yo mismo, en mi universidad (la UAB) imparto una materia (Derecho internacional privado) en la que hay grupos en catalán (tres) grupo en castellano y también grupo en inglés.
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Lo anterior hace que podamos fijarnos en cuántas materias no pueden ser cursadas en el idioma que consideremos. De acuerdo con los datos anteriores, un 26,1% de las materias no pueden ser cursadas en catalán, un 76,9% de las materias no pueden ser cursadas en castellano y un 78,8% de las materias no pueden ser cursadas en inglés. Los gráficos resultantes serían estos:


Es evidente que en estos gráficos hay una desproporción muy grande entre las posibilidades de cursar una asignatura en catalán y en la otra lengua oficial en Cataluña, el español; y también respecto a la lengua habitual de trabajo en las universidades a nivel internacional, el inglés. Se trata de una desproporción que, como veremos, resulta injustificada; pero ahora no me quiero detener en ello porque, precisamente, la noticia es que la Generalitat lo que pretende es que aumente el número de asignaturas que se impartan en catalán para llegar al 80%, tal como adelantaba; lo que, inevitablemente, tendrá como consecuencia un aumento también de las materias que no podrán ser estudiadas en castellano o en inglés.
Lo anterior no tendría que suceder si, simplemente, se añadieran recursos para duplicar grupos que ahora se están dando en castellano o en inglés y no se imparten en catalán; pero seguramente esta opción será minoritaria por dos razones. En primer lugar, porque supondría un aumento de gasto, ya que habría que contar con más profesorado (más grupos, con igual número de alumnos, supone más carga docente y, por tanto, la necesidad de ampliar la plantilla; además de tener que contar con suficientes espacios para los desdoblamientos, lo que en ocasiones no es un problema menor). En segundo término, porque habrá asignaturas que, por el reducido número de alumnos, conviertan en inviable un aumento de grupos. Hay que tener en cuenta que no pocas de las materias que se ofrecen en las universidades tienen unas pocas docenas de alumnos matriculados (así pasa con frecuencia en las materias optativas), por lo que hacer grupos más pequeños que los existentes carecería de sentido.

Así pues, de acuerdo con lo anterior, resultará que si se quiere que el número de materias que se impartan en catalán llegue al 80% forzosamente tendrá que disminuir el número de materias que se ofrecen en castellano y en inglés. Si se opta por mantener el número de materias que se ofrecen en inglés (y no parece muy sensato disminuir este número en un momento en el que la internacionalización es clave en la enseñanza superior y se valora muy positivamente en los rankings internacionales), resultaría que el número de materias que se podrían ofertar en español en el conjunto de las universidades públicas catalanas no llegaría al 20%; esto es, más del 80% de las materias no podrían ser cursadas en castellano, lengua oficial en Cataluña y materna de más de la mitad de la población.

A mí ya me parece un escándalo la situación actual, pues la minoración del castellano en una comunidad en la que más del 50% de la población lo tiene como lengua materna carece de cualquier justificación al margen de la obsesión nacionalista por reducir la presencia pública de la lengua común a todos los españoles; pero si a esto le sumamos que se pretende profundizar en dicha exclusión a través del compromiso de que un 80% de las materias se impartan en catalán, el resultado es ya no escandaloso, sino aberrante.
Habrá que ver, además, qué tensiones no genera dentro de la comunidad universitaria, puesto que, de acuerdo con lo establecido el Estatuto de Autonomía de Cataluña cada miembro de esta comunidad puede utilizar la lengua oficial que prefiera (art. 22 de la Ley; en el mismo sentido, el art. 22 de la Ley de Política Lingüística).




De acuerdo con este sistema, cada profesor elige la lengua en la que da la clase; pero los alumnos pueden intervenir en ella o contestar los exámenes en la lengua de su elección, coincida o no con la del profesor. Esto, sin embargo, tienen que articularse con la necesidad de publicar la lengua de docencia de las asignaturas. Además, puede establecerse que determinadas materias se impartan en una cierta lengua. Pensemos, por ejemplo, en una asignatura que trate sobre el lenguaje jurídico en catalán (o en castellano o en inglés) o, como sucede en mi Facultad, que nos encontremos con una línea de optativas que, a fin de favorecer la llegada de alumnos extranjeros, se imparten en inglés. Ahora ya existen indicaciones en la programación de ciertas materias en el sentido de que han de ser impartidas en una determinada lengua y en las guías docentes se especifica la lengua de impartición. Si la exigencia de llegar al 80% de la docencia en catalán se extiende podría colisionar con el derecho del docente a elegir la lengua de impartición de la docencia. Hasta ahora los conflictos que se han producido por esta razón no son, a mi conocimiento, excesivamente numerosos; pero no descartemos que se incrementen en los próximos años. Si un profesor opta por dar su docencia en castellano podría encontrarse sin docencia que impartir. Cabría entonces preguntarse si podrían obligarle a impartir docencia en catalán. A mi juicio, esta obligación sería incompatible con la previsión del art. 35 del Estatuto de Autonomía; pero si el caso llega a los tribunales, veremos cómo resuelven.
Además, siempre se puede modificar la Ley de Política Lingüística... hasta por Decreto Ley (en realidad, no debería poder hacerse esa modificación por Decreto Ley, pero viendo lo que se hizo en mayo de 2022 ya me creo cualquier cosa). De cualquier forma, aún quedaría la norma estatutaria.

Así pues, la pretensión de la Generalitat de aumentar el número de materias que se imparten en catalán no solamente es injustificada, dado que el catalán casi triplica en oferta a la que hay en la otra lengua oficial de Cataluña; sino que, además, podría acabar limitando la libertad de elección de lengua docente que recoge la Ley de Política Lingüística.
Es más, los datos aportados por la Generalitat constatan que nos encontramos ante una situación, como adelantaba, carente de justificación y que debería ser revertida. En estos momentos, lo que ha de examinarse es de qué forma puede aumentarse la oferta de materias en castellano, puesto que el desequilibrio actual no se corresponde con la presencia en la sociedad de las dos lenguas plenamente oficiales en toda Cataluña. Vamos a verlo a continuación.

Según los datos del IDESCAT, la lengua materna de un 31,5% de los catalanes es el catalán; mientras que el castellano lo es del 52,7% y ambas lo son de un 2,8% de la población. Un 13% tendrían otras lenguas maternas.


Si de aquí pasamos a la lengua habitual, nos encontraremos con que 36,1% de los catalanes tienen el catalán como lengua habitual; el 48,6% tienen el español, un 7,4% ambas y un 7,9% otras.


Finalmente, si consideramos la lengua de identificación, resulta que un 36,3% de los catalanes tiene el catalán, un 46,6% el castellano, un 6,9% ambas y un 10,2%, otras.


Vemos, por tanto, que en todos los indicadores, el castellano tiene una presencia mayor que el catalán tanto como lengua materna (inicial en la terminología del IDESCAT), lengua habitual y lengua de identificación. En todos ellos, el castellano tiene una presencia que excede a la del catalán de manera significativa, tal como puede apreciarse en los gráficos que he compartido más arriba.
Sin embargo, cuando pasamos a las materias que se imparten en cada lengua en la universidad, nos encontramos con que es abrumadoramente mayor el número de materias en las que el castellano está excluido que el de aquellas en las que está excluido el catalán. Así, si consideramos la relación entre las distintas materias que son impartidas en cada idioma, el resultado sería como sigue:


O, si se quiere ver desde la posición de las materias que NO pueden ser cursadas en un determinado idioma y la relación con las que sí pueden ser cursadas en los otros idiomas de trabajo de las universidades catalanas, el gráfico sería este:


Que a la vista de los datos anteriores, lo que se pretenda no sea ver en qué forma puede ampliarse la docencia en castellano e inglés, sino cómo puede reducirse aún más es -creo que puede emplearse ese término- enfermizo.
Advierto ya que cualquier argumento que pudiera basarse en la necesidad de asegurar el conocimiento del idioma está fuera de lugar. El pleno dominio de las dos lenguas oficiales tiene que asegurarse en la enseñanza obligatoria, no en la universidad. Aquellos que han estudiado en Cataluña, cuando llegan a la universidad se presume que conocen suficientemente tanto el catalán como el castellano y no existen razones para que la presencia en la educación superior del catalán sea superior a la que tiene como lengua materna, lengua habitual o lengua de identificación; y, como vemos, la realidad actual es que supera muy ampliamente esos porcentajes.

Creo que es momento de decir ¡basta! a un planteamiento nacionalista que no se contenta siquiera con la hegemonía del catalán en la educación superior, sino que, como vemos, lo que pretende es reducir aún más la presencia del castellano y sin tampoco preocuparse excesivamente por lo que sería otro objetivo legítimo de la política universitaria: el incremento de la docencia en inglés.
No espero nada de los rectores, incapaces de plantarse ante una propuesta que no solamente es injusta, sino también absurda.


No espero nada de los políticos universitarios; pero sí de los compañeros profesores y de los estudiantes. Confío en que sean capaces de decir con claridad que el emperador está desnudo y denunciar este (nuevo) intento de arrinconar a la lengua materna de la mayoría de los catalanes; una lengua que nos une y que constituye una riqueza a la que no podemos renunciar. Un intento de minoración que, además, vulnera también los derechos lingüísticos de aquellos catalanes que confían en poder utilizar con normalidad, también en la universidad, el español, lengua oficial en toda España, Cataluña incluida.

martes, 3 de enero de 2023

Contra la instrumentalización y politización de los claustros universitarios

Cataluña es desde hace lustros, uno de los campos de batalla más significativos en la lucha entre la democracia liberal, la que se practica en Europa Occidental desde el final de la Segunda Guerra Mundial y la que se concreta en los valores estructurales del Consejo de Europa y de la Unión Europea; y las alternativas a dicho sistema político, con frecuencia calificados como "populismos", aunque, obviamente, el término es poco preciso, implica aunar fenómenos de naturaleza muy diferente y puede conducir con frecuencia a confusión.

En el caso de Cataluña, la crisis de la democracia liberal se concreta en el rechazo de los poderes públicos a actuar de acuerdo con límites legales, el cuestionamiento de la legitimidad de los tribunales y la sumisión de los derechos individuales a lo que se identifica como voluntad de la mayoría y que se concreta en las posiciones políticas de los partidos que gobiernan en la Comunidad Autónoma y en las distintas administraciones locales. Como corolario de lo anterior, se tolera o favorece que los poderes públicos adopten posiciones partidistas, convirtiendo un planteamiento ideológico, el nacionalismo en ideología oficial; entendiendo por ideología oficial aquella que es explícitamente apoyada por esos poderes públicos. A esto se une el intento de controlar el entramado de asociacionismo civil, forzando que éste también tome partido. En el caso de Cataluña es claro que tanto muchos de los sindicatos como las asociaciones de madres y padres de alumnos y otros grupos (culturales, religiosos, lúdicos) tienen una penetración mayor o menor del nacionalismo.

Por supuesto, es legítimo que quienes no ejercen poder público se posicionen como estimen más conveniente; pero no lo es que el poder público utilice los mecanismos de los que dispone para favorecer ese alineamiento de la sociedad civil con posiciones partidistas. Se trata de conseguir que todos acaben comulgando con un determinado planteamiento político que, como se avanzaba, tiene reconocimiento oficial y pretende pasar por hegemónico en la sociedad.


Si me permitís la licencia, este intento de que tanto los poderes públicos como el cuerpo social abracen como propia una determinada concepción política algo recuerda los planteamientos de la democracia orgánica, con su partido oficial y el control de los cuerpos intermedios (familias, sindicatos, escuelas, ayuntamientos, etc.).

La universidad pública no es ajena a esta injerencia política. Los ejemplos de utilización partidista de la universidad pública son abundantes y conocidos. Una imagen lo expresa bien: la de los rectores de las universidades públicas portando carteles pidiendo la amnistía de los condenados por haber intentado derogar la Constitución en Cataluña en el año 2017.


La instrumentalización partidista de la universidad pública también se intenta con frecuencia a través de la difusión de tomas de posición partidista de órganos de gobierno de la institución. Así, por ejemplo, cuando se aprobó en las diversas universidades públicas catalanes un manifiesto de apoyo a los condenados en 2019 por los hechos de 2017.


En algunas de esas universidades, profesores y alumnos llevaron a los tribunales estos manifiestos alegando que estas tomas de postura partidista por la administración suponían una limitación de la libertad ideológica de los miembros de la comunidad universitaria. Los tribunales aceptaron la queja y el Tribunal Supremo confirmó que los órganos de gobierno de las universidades públicas (entre los que se incluye el claustro) no pueden adoptar posición en temas que dividen a la sociedad.





La decisión es coherente con principios básicos de la democracia liberal. En primer lugar, no pueden ampararse declaraciones de los órganos de la universidad como este manifiesto conjunto en la libertad de expresión, puesto que los derechos fundamentales tienen como finalidad, precisamente, defender al ciudadano frente a las injerencias del poder público. Que el poder público pretenda utilizar para sí un derecho fundamental como la libertad de expresión es la negación misma del sentido y finalidad de ese derecho fundamental.

En segundo término. Las tomas de posición partidistas del poder público suponen una limitación de la libertad ideológica de quienes están sometidos a ese poder público. La existencia de una ideología oficial, aquella que es amparada y defendida por la administración en cuanto a tal, supone dejar en peor posición a otras ideologías y planteamientos y a quienes los defienden. Por eso es tan importante esa obligación de neutralidad de las administraciones públicas respecto a las cuestiones que son objeto de debate social.
Ciertamente, lo anterior no quiere decir que las administraciones públicas no puedan (y deban) defender ciertos principios y valores; pero será precisamente aquellos que vienen recogidos en la Constitución como estructurales de nuestro ordenamiento jurídico. Así, el respeto a los derechos fundamentales, la separación de poderes o el principio democrático. Defender otros principios, sin embargo, supondría que la administración entra en un debate partidista, máxime cuando los valores que se defienden son contrarios a los constitucionales.

Esto último exige que nos detengamos un momento. España no es una democracia militante, por lo que es posible que existan partidos políticos que se opongan a la Constitución y el discurso público contrario a los valores que recoge la Carta Magna está permitido (afortunadamente). Ahora bien, lo que pueden hacer los particulares no se extiende a las administraciones públicas. Estas están obligadas a ajustar estrictamente su comportamiento a las exigencias constitucionales y no pueden ser utilizadas para limitar la eficacia de ésta o atacarla.

Aparte de lo anterior: es cierto que cuando un partido político llega al gobierno del país, de la Comunidad Autónoma o de un ayuntamiento ha de desarrollar su programa político, ahora bien, tendrá que hacerlo siempre dentro de la ley y no estará legitimado para utilizar la administración pública para "oficializar" sus planteamientos. Si se quiere resumir en una imagen, no es ni legal ni legítimo que el partido que gane las elecciones sustituya en los edificios públicos la bandera nacional por la del partido ganador. Este es un límite que no podrá nunca alcanzarse aunque, como es lógico, las políticas que desarrolle quien gobierne se ajusten a los planteamientos defendidos en las elecciones. Espero que se entienda la diferencia entre bajar o subir impuestos, según se haya planteado durante la campaña electoral y obligar a que en las escuelas se instaure como obligatoria la enseñanza del ideario del partido que ha ganado las elecciones.

De todas formas, y como se acaba de indicar, cuando estamos hablando de administraciones gobernadas por quien ha ganado unas elecciones abiertas a todos los ciudadanos (del país, de la Comunidad Autónoma o del municipio), es lógico que aquellos elementos que han sido objeto de debate electoral tengan traducción en el funcionamiento de la administración, aún con los límites que han sido apuntados. Ahora bien, en el caso de las universidades públicas esas tomas de partido no se derivan de ningún debate previo ni responden a un principio democrático, tal como veremos inmediatamente.

En la actualidad los claustros universitarios están integrados por estudiantes, profesores y personal de administración y servicios elegidos a través de un sistema que podríamos denominar "estamental". Los profesores permanentes tienen reservado un 50% de los puestos del claustro, los estudiantes un 30%, el personal de administración y servicios un 10% y los profesores no permanentes el restante 10% (más o menos, estoy escribiendo de memoria). Aparte de esto, hay miembros natos del claustro (miembros del equipo de gobierno de la universidad, decanos de las facultades o directores de las escuelas universitarias, directores de departamento...). Es decir, los miembros del claustro no están designados a partir de un criterio de representación democrática, sino académica. Quienes están allí no están como ciudadanos, sino como profesores, estudiantes o personal al servicio de la universidad. La distinción es importante.

Este funcionamiento del claustro (que podríamos hacer extensivo a otros órganos de gobierno de la universidad: consejo de gobierno, consejos de departamento, juntas de facultad, etc.) se justifica porque ha de desarrollar una función específica vinculada a la tarea que la universidad tiene encomendada: enseñar, investigar y transferir conocimiento a la sociedad. Es para servir a esta función para lo que se configuran los distintos órganos y quienes participan en ellos lo hacen en el marco de este papel de la universidad. A ello responde también el proceso de selección, en el que lo esperable es que los candidatos hagan propuestas en relación a la enseñanza, la investigación y la organización de la universidad. De esta forma, si quienes luego están en el claustro se pronuncian sobre cuestiones que no han estado vinculadas a su proceso de designación ¿qué legitimidad tendrán para pronunciarse sobre ellas? Estarían aprovechando una situación generada por razones académicas para realizar pronunciamientos políticos. Como hemos visto, es lo que pasa habitualmente en Cataluña, pero hemos de verlo como una patología, tal como han declarado los tribunales.

Pues bien, los nacionalistas y sus compañeros de viaje (socialistas y el entorno de Unidas Podemos) ha decidido que lo conveniente es profundizar en esa politización de la universidad, puesto que, tras la sentencia del Tribunal Supremo que se ha compartido un poco más arriba, han aprovechado la tramitación de la Ley Orgánica del Sistema Universitario para introducir, vía enmienda, una nueva función de los claustros universitarios: "analizar y debatir otros temas de especial transcendencia". El texto original que se proponía indicaba que los claustros tendría competencia para "debatir temas de transcendencia social"; pero el sentido de la enmienda es claro, pues se indicó expresamente que se trataba de dejar sin efecto la Sentencia del Tribunal Supremo que había considerado contrarios a los derechos de los miembros de la comunidad universitaria los pronunciamientos políticos de los claustros.


De esta forma, el legislador habilitará a los claustros universitarios a pronunciarse políticamente; pese a que, como habíamos visto, este tipo de pronunciamientos suponen una limitación de la libertad ideológica. Ahora bien, como ahora existirá una habilitación legal para ello, los tribunales ordinarios, si han de pronunciarse sobre la validez de este tipo de declaraciones, deberían plantear una cuestión de inconstitucionalidad en relación a este punto de la LO del Sistema Universitario. Es decir, la misma táctica que el gobierno de la Generalitat puso en práctica para esquivar la sentencia del 25% de castellano en las escuelas: saco una norma que priva de derechos constitucionales, pero sabiendo que al ser de rango legal los tribunales ordinarios no podrán dejar de aplicarla y cuando llegue al Tribunal Constitucional ¿quién sabe lo que pasará?

Me parece muy grave.

Si ahora los claustros podrán pronunciarse políticamente ¿qué impedirá que lo hagan a favor de la independencia de Cataluña en algunos casos? Pero, abierta la veda ¿por qué en alguna universidad no podrá haber declaraciones de apoyo a éste o aquél partido político, en favor de subidas o bajadas de impuestos, sobre la tipificación de cualquier delito o para criticar al gobierno central o autonómico? Una vez iniciado este camino ¿qué impedirá que los claustros sean sucedáneos de parlamentos pese a su configuración estamental y su nula legitimidad democrática?

Creo que debemos oponernos a una modificación de las competencias de los claustros que los convertirían en campo de batalla partidista alejándolos de su función académica. Esta última, la académica es lo suficientemente importante como para no permitir que se embrolle en una lucha de partidos que haría perder a la universidad su sentido y función.
La universidad ha de ser terreno privilegiado para la libertad de expresión y el debate; pero precisamente por eso sus órganos de gobierno (claustro incluido) han de mantenerse al margen para fijar un campo de juego basado en el rigor y la igualdad de todos. De otra forma los centros universitarios dejarán de ser los laboratorios de pensamiento privilegiados que precisa toda sociedad.

Es claro que esta instrumentalización de los claustros tiene su origen en el intento totalitario de control de la sociedad que practican los nacionalistas catalanes. Desde 2018 asistimos con preocupación -al menos en mi caso- a la extensión al conjunto de España de esas prácticas totalitarias y liberticidas. Pongámosles fin antes de que sea tarde.