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sábado, 3 de mayo de 2008

El 2 de mayo

Uno de los tópicos que más me repatean es el de "la tenebrosa Edad Media". Es difícil encontrar a alguien que no vea cualquiera de los siglos que hemos dado en catalogar con ese curioso nombre como una época de barbarie, oscura, cruel y salvaje. Una noche oscura antes del amanecer que supuso el Renacimiento. Resulta curiosa esa visión de un tiempo en el que se desarrollaron las ciudades, se inventaron las gafas y el molino de agua, se crearon las Universidades y se escribieron obras tan luminosas como la Divina Comedia. Pero no es este el punto en el que me quería detener hoy, sino en el presunto "salvajismo" de aquellos años, de aquella época cruel frente a la que se yergue nuestra civilizada modernidad.
No sé yo si esa visión simplista responde a la realidad, o al menos a toda la realidad. Hay un elemento, al menos, que nos puede hacer dudar sobre la verdad del tópico, y es el de la forma en que se desarrollaba la guerra entonces y la evolución que ha seguido desde aquella época hasta nuestros días. En la Edad Media la guerra estaba, generalmente, reservada a grupos pequeños, especializados en el arte de matar que se enfrentaban entre sí. Es cierto que cuando alguno de estos grupos se desmandaba la indefensa población del campo o de las ciudades podía ser objeto de sus iras o abusos; pero tales sucesos no dejaban de ser una "patología del sistema", que se basaba en la idea de que las disputas entre territorios y naciones (permítaseme el anacronismo del término) se ventilaban mediante el enfrentamiento de un grupo reducido de caballeros y soldados. Hasta tal punto estaba este planteamiento desarrollado, que en algún caso, preparados ya dos ejércitos en el campo de batalla, se decidía que la contienda se resolviera mediante enfrentamiento singular entre un caballero escogido de cada uno de los ejércitos. ¡Qué magnífico ejemplo de ahorro de vidas y esfuerzos! El vencedor era dueño del campo y el ejército del derrotado se retiraba como si realmente le hubiesen vencido.
Cuando llega la Edad Moderna la cosa cambia un poco. En esa época cada país elegía unos representantes, unos cuantos miles, a los que disfrazaba de forma graciosa y enviaba al campo de batalla. Allí esos representantes de la nación se enfrentaban a los representantes, también ridículamente vestidos, de la nación enemiga y en el curso de una batalla -que normalmente no duraba más de un día- se decidía quien ganaba la guerra. El país de los soldados que habían sido derrotados se sometía al que había vencido y las cosas seguían más o menos igual en uno y otro.
Así estaban las cosas cuando a principios del siglo XIX algo cambió. Primero en España y luego en Rusia la gente normal y corriente -no los representantes disfrazados del pueblo- decidieron rebelarse contra la costumbre que establecía que el vencedor de la batalla era el dueño del país. Tolstoi, en Guerra y Paz desarrolla este argumento mucho mejor que lo estoy haciendo yo y allí remito a quien esté interesado en el tema. Surgía así la guerra total, en la que cualquiera puede ser un soldado (ahí está Agustina de Aragón) o sufrir los desastres de la guerra en su propia casa (véanse los horrorosos bombardeos de Londres primero y de las ciudades alemanas después durante la Segunda Gurra Mundial).
Así pues, el avance en la civilización ha supuesto que lo que era un asunto de una minoría, la guerra, sea cuestión que afecte directamente a toda la población. ¿Era realmente la Edad Media más salvaje que nuestra época actual?
¡Ah! y ya se me olvidaba. El título de este post es el 2 de mayo, porque, de acuerdo con lo que acabo de explicar, mi duda es la de si el 2 de mayo es una fecha que debemos recordar con orgullo o, por el contrario, lamentarnos de que por no sé que orgullo, furia o desatino, decidiéramos en aquel momento destrozar nuestro país en una guerra de seis años que podríamos habernos ahorrado de la misma forma que lo hicieron Holanda, los diferentes Estados de Alemania o de Italia o Polonia, países que, en aquel momento, prefirieron acogerse a la vieja regla de acuerdo con la cual una vez que se había perdido la batalla campesinos, comerciantes e industriales podían seguir con su vida de siempre, aunque fuera bajo otra bandera.



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