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domingo, 22 de marzo de 2015

Traducir "El Quijote"

Hace poco leía que Andrés Trapiello publicará una versión de "El Quijote" adaptada al lenguaje moderno. Un comentario de Manuel Arenas en Facebook al hilo de la noticia me hizo recordar un cuento de Borges, "Pierre Menard, autor del Quijote". Y éste me llevó a la pequeña historia, escrita de corrido, que comparto a continuación:



"En el siglo XXI a un escritor -démosle provisionalmente este título- se le ocurre que reescribir “El Quijote” en términos familiares para el lector actual sería una buena idea para acercar la obra de Cervantes a quienes la rechazan por las dificultades de comprensión que resultan de las muchas palabras y expresiones en desuso que utiliza la novela.
Decidido a emprender la difícil tarea, lee y relee “El Quijote” hasta asumirlo como propio. Durante meses vuelve al texto cervantino y se familiariza no solo con la trama y personajes, sino con cada frase, cada palabra, cada giro. Lectura tras lectura siente cercanas a sí las peripecias de Don Quijote y Sancho, sus aventuras y emociones. Así hasta que se cree preparado para la empresa. En la mañana de un día de primavera enciende el ordenador y con un ejemplar del Quijote cerca comienza a escribir. Va cambiando aquí y allí una y otra palabra y avanza sin grandes dificultades. A la noche, cansado, decide tomarse una copa después de la cena y recrear la satisfacción por el trabajo que ha hecho.
Con un whisky en la mano piensa en “El Quijote” y en su personal propósito de conseguirle nuevos lectores. Imagina cómo sería Alonso Quijano si hubiera nacido en el siglo XX y sus aventuras se desarrollaran en el XXI. La idea surge como un relámpago y vuelve al ordenador. Lo enciende y comienza a escribir. Una mujer que anda por los sesenta años, recién jubilada, entusiasta y generosa, decide convertirse en cooperante en una ONG que ayude a los refugiados en África. Se prepara para su aventura y decide marchar a un país pobre y desconocido, tan solo acompañada por su amiga de cartas de los jueves, una mujer práctica que acepta la disparatada propuesta de la protagonista.
Escribe página y páginas hasta caer dormido. Guarda su trabajo y se va a la cama. Al día siguiente continúa con la reescritura del Quijote, pero al llegar la noche retoma la novela de las dos mujeres que desean ser cooperantes.
Pasan los meses y ambas tareas van avanzando. El Quijote adaptado ya está casi completado y debe volver a él. Relee y va cambiando una palabra aquí y otra allí. Es un buen trabajo, pero en ocasiones le falta naturalidad o no tiene la suficiente capacidad de sugerencia. La labor de revisión se alarga y le va cansando. Tachaduras, enmiendas, vueltas atrás. Por fortuna, la noche le da la alegría de continuar la historia de las dos sesentonas que cada vez tiene más vida. Los personajes crecen, las situaciones se enredan, el estilo se aclara, el ingenio brota...

Vive dos vidas, la de creación a la noche y la de recreación a la mañana. El sufrimiento de la tarea tediosa durante el día se va, sin embargo, atemperando cuando cree finalmente haber encontrado el estilo adecuado. Las palabras surgen con naturalidad y las frases se cierran sin aspereza. Siente cómo el trabajo avanza a la vez que la novela de la noche va llegando a su final.
Finalmente, un día da por concluida la labor de recreación del Quijote: el libro está perfecto, acabado, natural. Abre de nuevo, por primera vez en muchos meses, el texto de Cervantes para compararlo con el suyo. Sigue uno y otro con un ligero estremecimiento. Continúa leyendo hasta que pasa la hora de comer y la de cenar, prosigue su lectura como hipnotizado durante días. A medida que lee su cabello se va volviendo blanco.
Ha llegado al final. Ni una sola palabra diferencia el texto original del que él ha escrito. Bueno, una sí. El "Vale" con el que concluye el texto ha sido sustituido por la palabra "Fin". Es el único cambio en toda la obra. Después de meses de trabajo ha conseguido reescribir El Quijote. Pareciera una broma sobrenatural.
Desesperado busca el otro documento, el de la novela que ha ido escribiendo por las noches, el fruto verdadero de su esfuerzo. Imposible dar con él. Repasa una por una todas las carpetas del disco duro. En ninguna de ellas está la historia de las dos sesentonas.
¿Será que el documento solamente aparece por la noche, cuando fue escrito? Espera irracional a que caiga la noche, se sirve un whisky, aguarda.
Se queda frente al ordenador esperando la materialización del documento, mirando la pantalla, ocupada en su totalidad por el color blanco de un documento nuevo de word.
Nada sucede. Se queda dormido y sueña, sueña que escribe una novela sobre dos sesentonas que recrean todo lo que es y ha sido, donde se ven reflejadas todas las personas y donde todos encontrarán motivos para reír, llorar, reflexionar. Sueña que escribe la novela de su vida, de la vida de muchas personas. Sueña hasta despertar y darse cuenta que ha volcado el whisky, que la pantalla blanca continúa impertérrita y que no existe ninguna gran novela sobre sesentonas. Ante sí, tan solo El Quijote laboriosamente recreado palabra por palabra, frase por frase.
No le tiembla el pulso cuando da la orden de borrar el documento y, a continuación, vaciar la papelera.
Con cierta autosatisfacción piensa que no se requeriría más valor para pegarse un tiro."



martes, 10 de marzo de 2015

Canto de ira y fuego

Cada año, cuando se acerca el 11 de marzo, retomo esta publicación que pretende ser un homenaje a las víctimas, a todas las víctimas.

(Foto: Manu Arenas)


Una mano pequeña
te agarra como ancla;
es tan sólo un recuerdo
en la fría mañana.
Otros recuerdos vienen,
son los que te acompañan
desde aquel otro día,
gris memoria lejana.
Otra mano a lo lejos
que por ti se agitaba;
El asesino azul
tranquilo te aguardaba.
Pero antes las piedras
con sangre han sido untadas.
Él quedó en el camino
y en tu alma su mirada.
Ahora la estás viendo,
aquí, en esta mañana,
definitiva, ardiente,
caótica y extraña.

La sal seca la boca,
la ropa está mojada,
horizonte lejano,
miedo al crujir las tablas.

Regresabas del campo
cuando viste las llamas
cuando oíste los gritos,
tu nombre pronunciaban;
un silbido en el aire
te trajo la desgracia.
Aceptas el periódico
que en el metro regalan
te aprietas contra tantos
que el mismo aire exhalan.
¿Acaso hay diferencias
entre los que para vivir trabajan?

Una mano en el culo,
tragas saliva, pasas.
Los ojos distraídos
se fijan en su cara.
Guapa, morena, pálida.
Le clava la mirada,
ella también le mira,
parece contrariada.
Quiero olvidar su gesto
cuando el café tomaba,
y el sabor de su piel
cuando con él follaba.
Hoy acabo el informe
y hago ya la llamada.
Si estamos a primeros,
otro mes sin la paga,
cogeré los ahorros
para el envío a casa.
Es guapo el tío negro,
lástima que no vaya
al bar en el que entro;
que baje en mi parada,
le sigo, me lo cruzo,
caída de pestañas.
¿Y el móvil, dónde está?

Como cada mañana
entra en la habitación,
igual que la dejara
el día de desgracia;
bueno, hecha la cama.
La arregló el mismo día
al regresar a casa.
Vio en la mesita el móvil
que entonces olvidara
encendido y abierto;
y que ahora muerto también estaba.

En el Cielo tus hijos
están, a ti te aguardan.
Grita y golpea airado
ante las cajas blancas,
blancas como el metal
del cajón en que viaja.
De pie echa la cuenta
de lo que aún le falta
para acabar el pago
de la pierna moderna
que a su hija regala.
Sabe que allá muy lejos
ella por ella aguarda.
Ahora busca sombra
donde antes jugaba
¿Cuánto dinero cuestan
de un pájaro las alas?
Las manos en los guantes,
todo fluye y encaja,
incluso el traqueteo
con su mente acompasa.
Tranquilo en su palacio
goza de la mañana.
De nuevo han fracasado
los que la paz pactaban.
Superficial artículo,
por algo lo regalan,
luego lo mirará
en...
...y todo estalla.

Sí que es malo el café
del bar de la parada;
pero ella que no tiene
se siente como en casa
entre ruido de trenes
y churros en la barra.
De repente el estruendo
y el mundo que se acaba.
No te puedes mover,
estás petrificada.
El bar es un dibujo
de gente estupefacta.
Tiras del compañero,
hacia el andén avanzas.
Del túnel salir ves
el primer cadáver de la mañana.
Rojo, azul, alarido;
del infierno la entrada.
Tienes que ir, ahí.

Oscuro alrededor,
agua y sangre en la espalda.
Echa en falta su guante,
la mano que guardaba
y el brazo que movía
el mundo en que gozaba.
Fulgores de linternas,
una voz que le llama.
Vio el fuego, oyó la bomba;
la chica se quemaba,
su rostro se fundió;
el fuego rojo avanza
hacia él, indefenso,
la llama ya le mata.
En las piernas temblor,
los hierros ella salta,
la sigues, entras, rezas.

El silencio, el dolor;
muerte bajo la carpa.
Lloran y se estremecen
los que en ella trabajan
cuando en un móvil vivo
se oye la llamada
por la que amante, amigo,
padre, madre o hermana
palabras de un cadáver
con angustia reclaman.
Ve la sábana blanca,
encima la tarjeta,
alguien ya la levanta.
Pues sí, ha sucedido
un mundo así se acaba.
Unos ojos cerrados,
sangre seca en la cara,
no más mañanas juntos
perreando en la cama.
Muchos años después
aún recuerda aquella blanca mortaja,
de la que es una copia
la que la luz le tapa.

Llevas en ti la muerte
y un recuerdo en el alma.
El dolor es más fuerte,
sientes como te abraza,
casi te reconforta
en esta hora amarga.
Si tus hijos vivieran...
los sientes a tu espalda,
pronto serán reales;
muerte en vida tornada.
Hoy tiemblan los maestros
que a las cinco aguardan
a los que recogen
esta preciosa carga.
¿Alguno no vendrá?
No aguantan las miradas
que los chavales serios
asustados les lanzan.

La estación está cerca,
los pasos no engañan.
Primaveral calor
de la luz en la cara;
fúnebre negra máscara.
Color de la mañana,
que tras ella se oculta,
ven a mi y me regalas
tan solo dos minutos
para ver la muchacha,
perfume penetrante,
que tan suave me habla.

¡Oh, tristes odios imperecederos!



miércoles, 4 de marzo de 2015

Los sueños de cuando éramos niños

Cuando éramos niños, en los años 70 del siglo XX, pensábamos que en el siglo XXI habría bases en la Luna, que viajaríamos a estaciones espaciales con la naturalidad con la que visitamos un país vecino. Viviríamos en ciudades limpias con muchas zonas verdes y llenas de casas amplias y salubres. Trabajaríamos tan solo unas horas a la semana y muchas enfermedades habrían sido vencidas definitivamente.
Han pasado cuarenta años y muchas de las cosas que habíamos imaginado no se han cumplido. Ahora no sería posible siquiera repetir el éxito de las misiones Apolo que nos permitieron visitar la Luna entre el año 1969 y 1972 y la única estación espacial permanente que tenemos está habitada por unos pocos astronautas que dan vueltas y vueltas a la Tierra, separados de la superficie de nuestro planeta por la distancia que hay entre Madrid y Sevilla.




Lo más doloroso, sin embargo, no ha sido que no tengamos bases en la Luna o que no vayamos vestidos con trajes ajustados, como se veía en algunas imágenes futuristas de aquellos años, sino que la sociedad en la que vivimos no es la sociedad rica, justa y feliz que imaginábamos en el tercer cuarto del siglo XX. No trabajamos menos horas que en 1975, sino probablemente más y los ingresos que recibimos por nuestro trabajo son proporcionalmente menores que los que se obtenían entonces. Si caemos enfermos no tenemos la seguridad de acceder a los mejores tratamientos y medicamentos y tampoco podemos confiar en que cuando por la edad ya no podamos trabajar tengamos recursos suficientes como para no caer en la indigencia. En nuestras ciudades hay barrios limpios y de calles amplias; pero también abundan las zonas deprimidas, las personas que carecen de techo y no hemos conseguido eliminar la contaminación, sin que tengamos claro tampoco que junto a los humos y los productos tóxicos más o menos conocidos no tengamos que contar también con nuevas amenazas para la salud en forma de productos transgénicos y aditivos de dudosa procedencia.
Lo más preocupante, sin embargo, es que frente al optimismo de los años 60, en la actualidad cada vez son más quienes asumen que inevitablemente las cosas irán a peor, que tendremos que acostumbrarnos a que nuestros hijos vivan peor que hemos vivido nosotros. Una inexorable fatalidad parece haberse instalado entre nosotros y comienza a borrar la esperanza.
¿Qué es lo que ha pasado? ¿Qué ha fallado para que el progreso experimentado en los años 60 y 70 se haya detenido de esta forma? ¿Dónde está la equivocación o equivocaciones que nos han conducido hasta la situación actual? ¿Es irreversible una decadencia más o menos pronunciada en las próximas décadas?

Hay que empezar diciendo que no podemos culpar a los científicos o ingenieros de la situación actual. La ciencia y la técnica se han desarrollado más o menos según lo previsto hace cuarenta años, incluso por encima de lo esperado en algunos ámbitos, especialmente en lo que se refiere a las comunicaciones, donde Internet ha supuesto una revolución inconmensurable. No tenemos todavía robots que puedan confundirse con humanos, tal como se planteaba hace unas décadas y no podemos duplicar un cerebro humano; pero en otros muchos ámbitos el desarrollo ha sido espectacular; así, por ejemplo, en la biomedicina. Todavía dependemos del petróleo, pero existen las técnicas que nos permitirían ponernos en manos de las energías alternativas, y si no lo hacemos así es únicamente por razones económicas.

No son, por tanto, los científicos los responsables de que entrado ya el siglo XXI no seamos tan felices como imaginábamos hace cuarenta años que seríamos. El problema se halla, a mi juicio, en el mismo ámbito que explica que sigamos utilizando energías "sucias" en vez de otras que cuiden el medio ambiente. La culpa está en las denominadas ciencias sociales y, particularmente, en la economía.
El problema al que nos enfrentamos no es de falta de recursos, pues es claro que hay suficientes para que la imagen ideal que teníamos en los años 70 de la sociedad futura se convirtiera en realidad; sino que no acertamos a tomar las decisiones adecuadas para organizar la sociedad de tal forma que la riqueza que debemos al enorme progreso de los últimos siglos se convierta en calidad de vida para todas las personas. Los últimos años, los de la tremenda crisis económica que nos asola desde 2008 son significativos a este respecto: Europa, una de las regiones más ricas del Mundo, con recursos más que suficientes para toda su población ve como millones de sus ciudadanos se enfrentan a la pobreza, la frustración de sus aspiraciones vitales y a la pérdida generalizada de calidad de vida ¿cómo puede pasar esto?

Mi intuición es que no es casual la coincidencia entre este retroceso en la calidad de vida y la progresiva disminución del papel de los poderes públicos en la organización de la sociedad. Desde hace al menos veinte años, sino más, viene calando la idea de que el Estado es malo y que la sociedad funciona mejor si se puede organizar por sí misma (sin caer en la cuenta, por cierto, de que el Estado también es una forma de organización social). Los resultados están a la vista: sin el papel regulador del Estado y del conjunto de las administraciones públicas la marcha general de la sociedad viene marcada por las maniobras de los poderosos, la incapacidad de la mayoría para coordinarse y el azar que nos conduce de uno a otro desastre. El conjunto de los seres humanos es un grupo demasiado grande como para que sea posible que mediante acuerdos particulares y el ejercicio de la autonomía de la voluntad se adopten las decisiones necesarias para que el conjunto de los seres humanos podamos prosperar como comunidad.
Sorprende que se plantee siquiera que sea posible mediante la autorregulación conseguir una sociedad mejor ¿cómo iba a ser factible tal cosa? ¿cómo podemos pensar que la actuación inicialmente egoísta de millones de individuos puede conducir a algo más que el conflicto, la depredación y, finalmente, la destrucción misma de la comunidad humana?
Ciertamente no faltarán quienes sostengan que la sociedad debe garantizar a los individuos su libertad y a partir de ahí dejar que sean las personas quienes con la libertad que se les otorga configuren sus relaciones. Para estos cualquier regulación será, en principio, una restricción a esa libertad que se convierte en valor supremo de todo ideal político.
Confieso que no me cuento entre quienes se adscriben a este planteamiento. Una sociedad basada en la libertad (formal) absoluta de los individuos que conduzca a un mundo donde reine la pobreza, la injusticia y donde se acabe la cultura y la ciencia no me parecen deseables. No digo que una sociedad basada únicamente en la libertad individual conduzca necesariamente a un mundo como el descrito (aunque me parece que es altamente probable), sino que ese mundo sin justicia ni cultura es perfectamente compatible con mantener la libertad formal como principio cardinal de organización social por lo que no creo que tal principio deba ser asumido, al menos no sin introducir algunos matices.


La humanidad se enfrenta a desafíos que exigen para su resolución conocimiento, racionalidad y decisión. No se trata solamente de alcanzar un reparto justo de las riquezas que son producidas por todos nosotros, sino también de conseguir que el único planeta que estamos en condiciones de habitar no se convierta en un lugar hostil a la vida como consecuencia de nuestra manipulación del clima y que seamos capaces de de enfrentar los peligros que nos amenazan desde el exterior. ¿Alguien cree que mediante el ejercicio de la libertad individual seríamos capaces de desviar un meteorito kilométrico que se dirigiera contra la Tierra, algo que más tarde o más temprano volverá a suceder como ya ha pasado 40 o 50 veces en la historia de nuestro mundo?
Para tomar las mejores decisiones como sociedad necesitamos no solamente el conocimiento que nos aportan los científicos, sino también mecanismos transparentes de toma de decisiones que permitan considerar todos los puntos de vista relevantes y su discusión a partir de criterios rigurosos; finalmente, nada de esto sirve si las acciones que decidamos no pueden ser llevadas a cabo. Si se llega a la conclusión, por ejemplo, de que es preciso construir un sistema de cohetes que puedan desviar a un meteorito que amenace el planeta se han de disponer de los medios suficientes para poder convertirlo en realidad. Los Estados creados en Europa en los siglos XVIII y XIX eran instrumentos que permitían concentrar los recursos de la sociedad en los objetivos que en cada momento se consideraran prioritarios. La existencia del Estado es el presupuesto para que las decisiones sobre la organización social se adopten mediante mecanismos que garanticen la prevalencia de la racionalidad y el conocimiento. Ciertamente, es posible que el Estado que se convierta solamente en un instrumento de opresión en manos de unos pocos; pero sin la existencia de un poder público suficiente simplemente no existe mecanismo algunos que permita que nuestro destino colectivo se guíe por la racionalidad; será solamente el azar el que nos conducirá al infierno o al paraíso. Debemos trabajar porque el poder público esté al servicio del bien común, pero sería una mala idea pensar que porque el Estado puede convertirse en un instrumento de opresión hemos de renunciar a él. La posibilidad de organización colectiva sobre la base del conocimiento y la racionalidad que ofrece el poder público no puede ser sustituido por la mera interacción entre individuos formalmente libres, porque esto solamente conduciría -probablemente- al dominio de unos sobre otros y a la explotación de los débiles. Pensar otra cosa es pura ilusión.
En la actualidad, sin embargo, los Estados han perdido gran parte de su poder y no han sido sustituidos por nada que los reemplace. El resultado es que como comunidad carecemos de elementos que permitan una vida colectiva más allá del azar que resulta de la conjunción de millones de decisiones individuales; y como consecuencia vemos que somos incapaces de resolver de manera satisfactoria incluso problemas relativamente sencillos.

La diferencia entre lo que sería posible, el mundo soñado hace cuarenta años en el que todos dispondríamos de una buena calidad de vida, seguridad y un entorno saludable; y la realidad, un planeta amenazado por el cambio climático, la violencia y la crisis económica, una crisis que lo es tan solo de distribución de la riqueza, no de creación de la misma; creo que justifican una profunda reflexión sobre las bases de nuestra sociedad. ¿Seguiremos creyendo en que bastará que se permita a todos los individuos la búsqueda personal de la felicidad para alcanzar la sociedad perfecta? ¿Seguiremos manteniendo que el mercado por si mismo consigue una distribución eficaz de los recursos?
Yo, desde luego, no lo hago. La búsqueda individual de la felicidad no es más que un mito desde el momento en el que todos y cada uno de nosotros dependemos de otros para la satisfacción de nuestras necesidades. La más básica de todas, el alimento, no puede ser cubierta de forma individualizada por cada persona, pues ni siquiera el reducido porcentaje de la población que se dedica a la agricultura lo hace de forma diversificada, sino concentrada en unos pocos productos, de tal manera que los propios agricultores han de obtener de otros muchos (o todos) los alimentos que consumen. A partir de ahí esa pretendida búsqueda individual de la felicidad se convierte en el intento constante de obtener ventajas en las múltiples relaciones que unos individuos establecen con otros; un juego en el que inevitablemente en la mayoría de los casos lo que unos consigan será a costa de lo que otros pierdan.



Y desde una perspectiva económica, el mercado, como ente capaz de conseguir una adecuada distribución de la riqueza a partir de la interacción de individuos que persiguen únicamente la satisfacción egoísta de sus propias necesidades no me merece más crédito que el motor inmóvil de Aristóteles. Creo que hay ejemplos de cómo el mercado puede conducir no precisamente a la distribución óptima de los recursos, sino a la destrucción del sistema. De hecho, la perspectiva que dan las décadas nos permite apreciar con cierta nitidez que la prosperidad y relativa igualdad de los años 60 y 70 era en buena medida consecuencia de la regulación de la actividad económica y de un intenso compromiso público con servicios como la educación y la sanidad. La debilitación de esa regulación y de ese compromiso es evidente que no han conducido al mundo soñado entonces, sino a otro mucho más oscuro.
Creo que es aquí, en la organización de la sociedad, donde se encuentra el obstáculo para el mundo feliz que soñábamos de niños. Por eso adelantaba que somos quienes nos dedicamos a las ciencias sociales los que tenemos una responsabilidad mayor en la no consecución de lo que parecía que estaba al alcance de nuestras manos. En las última décadas hemos asumido en general de forma bastante acrítica una serie de tópicos económicos y sociales que la realidad está mostrando como perjudiciales. Es nuestra tarea analizar con rigor y sin prejuicios nuestra sociedad y hacer propuestas orientadas a la consecución de un mundo más rico, más justo y, en definitiva, más feliz.

martes, 3 de marzo de 2015

David Fernández, inmigrante

David Fernández (Barcelona, 1974) se considera un inmigrante en Cataluña. Parece ser que el Sr. Fernández entiende que se puede ser inmigrante por nacimiento, tal como apuntaba en facebook Juan Antonio Cordero Fuertes. Es claro, sin embargo, que estrictamente nadie puede ser inmigrante en el territorio en el que ha nacido y vivido desde su infancia. La migración se produce cuando alguien se traslada desde su país o región de origen a otro u otra, y en el caso de David Fernández parece ser que toda su vida se ha desarrollado en el área de Barcelona. No tiene, por tanto, la experiencia de desplazarse a un territorio diferente del suyo, ni siquiera dentro de su propio país (migraciones internas) por lo que no resulta, creo, apropiado que se atribuya una condición que le es ajena.
Porque quizás no se da cuenta el Sr. Fernández que el inmigrante es también necesariamente emigrante; esto es, una persona con el valor y capacidad suficientes como para salir de su entorno y establecerse en un lugar que inicialmente le es ajeno. No todo el mundo vale para la emigración y, por tanto, el título de inmigrante ha de llevarse con orgullo rechazando que sea apropiado por aquellos a quienes no les corresponde. Tengo un enorme respeto por los emigrantes que en circunstancias difíciles han sabido buscar nuevas perspectivas vitales lejos de su hogar. Por desgracia, ahora estamos conociendo muchos ejemplos de amigos y compañeros que han emprendido el siempre difícil camino de la emigración por necesidades económicas. Todo mi respeto para ellos, para los auténticos emigrantes; no, desde luego, para el Sr. Fernández.



Quizás -tan solo quizás- David Fernández no comparte este acercamiento a la migración que pone el acento en la aptitud y capacidad del emigrante, sino que, por el contrario, permanece anclado en la estrechez de miras de algunos -tan solo algunos- de los nativos (aquellos que nunca se han desplazado del territorio en el que han nacido, justamente lo que le sucede al Sr. Fernández). Es un tópico considerar al que ha venido de afuera como inferior al carecer de los elementos identificativos de la población indígena (el término indígena tiene para algunos una connotación exótica; pero se aplica a todas las poblaciones originarias de un territorio, tanto en África o América como en Europa). Quizás -repito, tan solo quizás- por eso el Sr. Fernández se atreve a apropiarse de un título que no le corresponde; no porque piense que le ennoblece, sino porque entiende que el considerarse inmigrante es un desdoro y, por tanto, una muestra de humildad atribuirse esa condición.
Si este fuera el caso la apreciación de David Fernández sería motivo de preocupación. No por lo que se refiere a su persona, sino porque presumiblemente no limitaría su consideración de inmigrante a él mismo, sino a todos aquellos que se encuentran en su situación, personas que han nacido en Cataluña pero que para él serían "inmigrantes", con lo que eso implica desde la perspectiva de algunos de los que se consideran en exclusiva nativos.

Y llegados aquí ya no puede retrasarse más la explicitación de las causas que conducen a David Fernández a considerarse inmigrante pese a que, como hemos visto, ha nacido y vivido siempre en el territorio en el que se encuentra.
Creo que no es aventurado mantener que el Sr. Fernández se considera inmigrante porque sus padres fueron inmigrantes, venidos, según indica la wikipedia, de Zamora. Sería correcto, por tanto, que David Fernández se refiriese a sí mismo como "hijo de inmigrantes", y que, además por las razones que he expuesto anteriormente, lo hiciera con orgullo; pero ¿por qué él mismo se considera inmigrante sin serlo? Deberíamos reflexionar sobre ello, y así a voz de pronto se me ocurre que esta atribución injustificada de la condición de inmigrantes a los hijos de los inmigrantes podría servirnos para valorar algunas limitaciones de nuestra sociedad y más específicamente de nuestro sistema educativo.
En primer lugar, es claro que hemos de reforzar lo que ahora se conoce como "conocimiento del medio", la materia en la que se integran lo que antes eran ciencias naturales y sociales. Los conceptos de migración, inmigración y emigración ahí deben explicarse, no sé si en primaria o en la ESO; pero en cualquier caso ha de insistirse en una clarificación de su sentido y contendio a fin de que personas formadas, como presumimos que es el diputado Fernández, no caigan en un error que debería suponer el suspenso en un examen infantil.
En segundo lugar, hemos de reflexionar cómo es que una persona que ha nacido, crecido y sido educada en Cataluña puede considerarse inmigrante como consecuencia de que sus padres se hayan desplazado desde otra parte de España. Esta calificación parece indicar un déficit de identificación con la cultura y la sociedad del territorio en el que se vive que dice poco de la capacidad de acogida de nuestra sociedad y, especialemente, de la punta de lanza en la configuración de la identidad colectiva: la escuela.
Seguramente no es ajena a esta falta de identificación la presentación que en la escuela se hace de una Cataluña, que no es la real, en la que gran parte de los elementos que configuran la sociedad catalana son explicados como ajenos, en la que se presentan de una forma crítica las migraciones interiores de la segunda mitad del siglo XX que enriquecieron a Cataluña y se insiste en que la lengua materna de más de la mitad de los catalanes es una imposición extraña que debe ser reducida a un papel testimonial en la Cataluña de cartón piedra que el nacionalismo quiere recrear.



Si alguna prueba necesitáramos de que el sistema educativo catalán produce monstruos el Sr. David Fernández nos ha despejado las dudas. Una sociedad que hace pensar a personas nacidas y criadas en ella que son inmigrantes tiene un problema, y no pequeño.