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viernes, 3 de septiembre de 2021

Convicción democrática frente al nacionalismo

Entre ayer y hoy he leído dos artículos que, me parece, en el fondo tratan desde dos perspectivas diferentes el mismo problema.
Ambos se encuentran en "El Mundo". Uno es de Juan Claudio de Ramón, publicado el 2 de septiembre y se ocupa de los homenajes a los etarras que salen de prisión.


El segundo es de Félix Ovejero y se ha publicado hoy y trata de la espinosa cuestión de si los constitucionalistas han ganado o han perdido en Cataluña.


Coinciden en algo a lo que vengo dado vueltas desde hace un tiempo: el hecho de que el País Vasco y Cataluña sigan siendo parte de España y no hayan logrado la independencia no supone, en realidad, ni la derrota de ETA ni la del separatismo catalán. La independencia como meta es un capote al que muchos en el conjunto de España han seguido con mansedumbre sin percatarse (o sin querer percatarse) de que el mantenimiento del status quo formal se hacía a costa de que el estado abandonara ambas comunidades autónomas entregándolas de manera casi total a los nacionalistas. De esta manera, el estado aún puede reclamar el título formal de que Cataluña y el País Vasco son parte de España y la secesión ha fracasado; pero el auténtico control del territorio y de la población tanto en una como en otra comunidad autónoma está plenamente en manos nacionalistas.
¿Cómo se ha llegado a esa situación?
Bien, por caminos parcialmente diferentes en uno y otro caso.
En el caso del País Vasco, y ahora que se habla tanto de pasar página y todas esas cosas, quizás fuera bueno recordar que el terrorismo de ETA y todo lo que lo rodeaba no solamente provocó cientos de muertos, sino también miles (quizás decenas o centenares de miles) de desplazamientos hacia otras partes de España. Los que se oponían al nacionalismo eran expulsados, los que se quedaban no osaban discrepar públicamente y de esa forma la sociedad vasca mutaba en una en la que el nacionalismo se convertía en el único planteamiento que podía ser expresado con libertad en el espacio público. Ejemplo claro de lo que digo es el acoso a los constitucionalistas que pretenden hacer oír su voz en Euskadi.


Así pues, tenemos que ahora la sociedad vasca es una sociedad que no puede ser entendida más que si proyectamos sobre ella la sombra de ETA. El vídeo que acabo de compartir habla Maite Pagaza. A su lado podría estar su hermano Joseba; pero, no. ETA lo asesinó en 2003, cuando contaba 45 años de edad. Intenten imaginarse el vídeo anterior como un diálogo entre Joseba y Maite y ahora vuelvan a verlo sintiendo la ausencia de quien debería estar ahí si no hubiera intervenido la mano de ETA.
O fíjense en este otro vídeo, en el que se ve un debate en ETB tras unas elecciones.


Participan Joseba Egibar (PNV), Gregorio Ordóñez (PP) y Fernando Buesa (PSE). Es el año 1994. Unos meses después de este debate era asesinado Gregorio Ordoñez y en el año 2000 lo mismo pasaba con Fernando Buesa. Seis años después de este debate, de los tres contertulios solamente vivía el representante del PNV. Una metáfora de lo que sucedió en el País Vasco y de lo que implicó el terrorismo de ETA para la política en Euskadi. Algo que explicaba bien Monedero en un tweet que debería helarnos la sangre. Un tweet que, por lo que veo, ahí sigue, pese a todo lo que implica.


Efectivamente, algunos hicieron el trabajo y el resultado es que la oposición al nacionalismo en el País Vasco ha desaparecido. ¿Es el País Vasco un país independiente? No, pero los nacionalistas lo controlan sin oposición. A esto yo no lo llamaría ni una derrota de ETA ni una victoria constitucionalista. Los ongi etorri a los etarras nos lo recuerdan, el acoso a quienes se oponen al nacionalismo en el País Vasco es una señal clara de ello y el hecho de que los partidos nacionales españoles hayan asumido la dialéctica nacionalista da, quizás, cuenta de la magnitud de la derrota.


En el caso de Cataluña el camino ha sido diferente. La violencia terrorista ha estado presente; pero en mucha menor medida que en el País Vasco. Esto, sin embargo, no ha impedido que también el desplazamiento de los que discrepan del nacionalismo haya sido relevante. En 1985, miles de maestros fueron expulsados de Cataluña al no haber adquirido competencia suficiente en catalán


Y lo que se ha vivido en los últimos cuarenta años es la progresiva apropiación por parte del nacionalismo de todos los espacios públicos en Cataluña, de tal manera que la oposición al mismo era o deslegitimada o directamente prohibida. La presión del nacionalismo hacia quienes se le oponen adopta muchas formas, sin excluir las violentas; aunque, como decía, el terrorismo tuvo una incidencia en Cataluña mucho menor que en el País Vasco.
Eso no quiere decir que no hubiera hecho acto de presencia. Aquí es significativo uno de los primeros atentados de Terra Lliure, el que tuvo como víctima a Federico Jiménez Losantos, entonces profesor de secundaria en Barcelona. Tras ser una de las caras visibles del denominado "Manifiesto de los 2300", crítico con la política de limitación del uso del castellano que había puesto en marcha la Generalitat, fue secuestrado, atado a un árbol, disparado en una pierna y allí abandonado mientras se desangraba.


El atentado coincidió con una campaña dirigida a defender la política lingüísitica de la Generalitat y que tuvo como acto más significativo, un concierto en el Camp Nou el 24 de junio de 1981. Lo destaco porque es un ejemplo perfecto de cómo se multiplican los efectos de un acto violento. No se trata solamente del atentado, sino del amparo que reciben quienes sostienen las mismas posiciones de los violentos. Obviamente, nadie está obligado a cambiar de opinión porque haya quienes con la violencia defienden lo mismo; pero en este caso existe una especial obligación de no solamente desmarcarse de ella, sino también de apoyar y amparar a quienes la sufren, aunque no se compartan los planteamientos que éstos defienden. La ausencia de ese amparo, condujo a que tras el atentado contra Federico Jiménez Losantos muchos de los principales firmantes del manifiesto abandonaran Cataluña, de lo que se congratulaban los nacionalistas. 


Al final, la expulsión de quienes se oponen al nacionalismo para así dejar campo libre a que éste controle sin trabas la sociedad. En la actualidad este control se manifiesta en una constante vulneración de derechos que carece de respuesta oficial. Las condenas, por ejemplo, a las universidades públicas catalanas por vulnerar los derechos fundamentales de los miembros constitucionalistas de la comunidad universitaria se suceden sin que haya respuesta por parte de los órganos de gobierno de dichas instituciones. De la misma forma, pese a las reiteradas decisiones judiciales que exigen el fin de la inmersión obligatoria en la enseñanza, los poderes públicos mantienen su desafío a los tribunales y, por tanto, la limitación de derechos de los catalanes que no comparten los planteamientos nacionalistas.
Esta hegemonía nacionalista, que es asumida sin titubeos no solamente por las administraciones públicas, sino también por sindicatos, asociaciones y colegios profesionales es la auténtica seña de identidad de Cataluña, y aunque no se haya traducido en la independencia formal de la comunidad autónoma, sí implica que el control sobre el territorio y la población ya no es propiamente del estado, sino de los nacionalistas.
Por supuesto se podrá aducir que si es así es porque ganan las elecciones, y es cierto; pero aquí hay que tener en cuenta dos circunstancias.
En primer lugar, no hemos de olvidar que el triunfo electoral no puede implicar una privación de derechos para los que han perdido esas elecciones. Esto es, el ganador está obligado a ejercer el poder público dentro de los límites legales, pues de sobrepasarlos pierde su legitimidad. Si esa actuación ilegal se mantiene en el tiempo sin que haya reacción a la misma podemos empezar a preguntarnos si realmente estamos ante una democracia. Es en esta actuación ultra vires, que va más allá de lo posible según la constitución y las leyes en las que se advierte la hegemonía nacionalista y, a la vez, la derrota del constitucionalismo; porque perder unas elecciones no es derrota en democracia, lo que es derrota es que quienes las hayan ganado actúen impunemente al margen de la ley.
En segundo lugar, como hemos visto, en el caso de Cataluña, al igual que en el País Vasco, la sociedad ha sido modulada por la utilización de la violencia, actuaciones ilegales y el progresivo silenciamiento de quienes se oponen al nacionalismo. Es una sociedad que ha sido privada de personas que podrían liderar la oposición al nacionalismo, como hemos visto tanto en el caso de Euskadi, no solamente con los asesinados, sino también con los exiliados (quizás aquí sí sea legítimo utilizar este término); y en Cataluña como consecuencia de una serie de políticas que han mezclado hábilmente violencia, silencio y muerte civil de los que discrepan del nacionalismo.
El nacionalismo ha conseguido la situación perfecta: no solamente tiene el poder, sino que, desde él y sin permitir la discrepancia, construye un relato de victimismo que -no nos engañemos- tan solo triunfa porque, precisamente, tiene el poder. La condición de víctima solamente beneficia a quien ha ganado; quien ha perdido no obtendrá ningún rédito por su victimización. Muchas veces oirán justo lo contrario; pero no hagan caso; se lo dice quien tiene experiencia en perder y en ser considerado víctima. Lo dicho, no da ningún rédito.
Lo que se acaba de explicar debería ser asumido por la sociedad española, porque tiene cierta gravedad. Hemos de ser conscientes de que la violencia política en España ha dado sus frutos; y si bien (todavía) no se ha conseguido la independencia de Cataluña o del País Vasco lo que sí se ha logrado es que la oposición al nacionalismo en dichos territorios se encuentre en una situación de extrema debilidad; una debilidad que es consecuencia, al menos en parte, no solamente de la violencia política, sino de actuaciones ilegales y de una estrategia explícita de silenciamiento y acoso a quienes discrepan del nacionalismo.
Si la sociedad española asumiera lo anterior deberíamos estar lejos de "pasar página" y los discursos trifunfalistas sobre el fin de ETA o el fracaso de la intentona de 2017 deberían ser sustituidos por una reflexión serena y rigurosa sobre la ilegitimidad de las políticas que se aprovechan de la violencia o de la privación de derechos, unida a una política activa de reparación a las víctimas del nacionalismo.
Lo anterior no es posible porque los grandes partidos españoles mantienen una alianza explícita con el nacionalismo (PSOE) o temen enfrentarse abiertamente con él en una guerra de relatos que no saben si ganarán (PP).
Necesitamos convicción para llamar a las cosas por su nombre (como hacen Juan Claudio de Ramón y Félix Ovejero, con cuyos artículos comenzaba). De esa convicción surgirá una línea de acción política que deje de tratar de convivir con el nacionalismo violento o que se aprovecha de la violencia, excluyente y supremacista; para combatirlo, primero en el ámbito del relato, los argumentos y las razones; para, de ahí, pasar a una acción política que exigirá necesariamente dejar de blanquear a los que se han convertido en poder gracias al asesinato o el miedo de quienes se les enfrentaban.
Convicción democrática frente al nacionalismo. No hace falta más, no podemos conformarnos con menos.

1 comentario:

  1. Esto debeía ser leido en el discurso inaugural de las instituciones con responsabilidades políticas y universitarias

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