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viernes, 23 de junio de 2023

Sobre la hucha de las pensiones

El presidente del gobierno, señor Pedro Sánchez, nos llama la atención sobre la hucha de las pensiones a través de este tweet:


Es un tweet tramposo, tal y como comentaba ayer. En un primer vistazo, y como consecuencia de la utilización de los colores, parece que el PP se ha dedicado a vaciar esa hucha y el PSOE a llenarla; pero, en realidad, lo que está en azul marca lo que es, la evolución de la hucha desde su creación hasta la actualidad, y la parte en roja son especulaciones sobre lo que podría pasar entre este momento ¡y el año 2043!
Mezclar en la misma imagen la realidad y los sueños es tramposo; pero hacerlo jugando con unos colores que, en política, fácilmente se identifican con los dos principales partidos españoles bordea, por decirlo suavemente, lo que ahora se llama "fake news".

Pero ya que el presidente lo saca, creo que merece la pena echarle un vistazo al tema. Para eso lo primero es aprovechar de la gráfica del presidente lo que es real y separarlo de las ilusiones. Si hacemos eso lo que quedaría es lo que sigue:


Los colores se corresponden al partido de gobierno cada año. En aquellos en los hubo dos gobiernos se ha optado por el color del que más tiempo ejerció el cargo. Así en 2004, 2011 y en 2018 el color es el rojo porque gobernó más tiempo el PSOE que el PP.

Como puede verse, es un gráfico que no le viene excesivamente bien a Sánchez. Su gobierno son las últimas cinco columnitas en rojo, las que suponen la práctica eliminación de la hucha de las pensiones.

Quizás se pueda pensar que más de 2.000 millones de euros, que es lo que ahora hay en la hucha de las pensiones, no es "liquidarla". Dos mil millones de euros es mucho dinero; pero en relación al gasto de pensiones es una cantidad ridícula. Para hacerse una idea, si el 1 de enero tuvieran que empezar a pagarse las pensiones a cargo de la hucha, el día 5 de enero ya se habría agotado. Ese día los pensionistas recibirían unos 100 euros (para las pensiones más modestas) y unos 300 (para las más altas) y con eso se tendrían que arreglar hasta el año siguiente (lo que falta de enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre, noviembre y diciembre, hasta el siguiente uno de enero).
Por poner otra imagen: la relación entre la "hucha" y las pensiones; es la misma que habría entre una familia que gasta 18.000 euros al año (1.500 euros al mes) y tiene ahorrados 23 euros. De esto es de lo que estamos hablando.
No siempre fue así, en los mejores años de la hucha (en torno al año 2010) suponían una parte significativa del gasto en pensiones; pero en la actualidad, como digo, la hucha es ridícula por no decir prácticamente inexistente. En el siguiente gráfico pongo en relación el gasto en pensiones con la hucha de las pensiones.


Así pues, lo de sacar el tema de la hucha de las pensiones por parte del presidente del gobierno no es una idea excesivamente afortunada; pero como no hay nada malo de lo que no se pueda sacar algo bueno, nos permite reflexionar sobre el sentido de la hucha y su verdadero significado que, en la actualidad, como se ve, no excesivamente relevante.
Pero tiene también interés ver de dónde sale la hucha de las pensiones, porque así podremos entender de dónde podría venir ese hipotético crecimiento futuro que augura el señor Sánchez y que, sin embargo, no se desprende ni de sus políticas ni de los datos de los que disponemos. Pero para ello, como se acaba de decir, tenemos que ver de dónde viene el dinero de la hucha.

Lo primero es recordar algo que muchas personas ignoran: las pensiones que se están pagando ahora no vienen del ahorro de los pensionistas pasados. Es decir, las cotizaciones que en su día se hicieron no se fueron a esa "hucha" de las pensiones y de ella se saca lo que cobran los pensionistas cada mes. Lo que han cotizado los pensionistas actuales cuando trabajaban fue a pagar las pensiones de quienes estaban jubilados cuando los mayores actuales estaban empleados. Ese dinero que se cotizó en su momento se gastó, desapareció. Ya no existe.
Los pensionistas actuales cobran de lo que cotizan los trabajadores actuales. Esas aportaciones van dirigidas a pagar a los pensionistas de hoy en día. Lo que a los que trabajan se les descuenta cada mes del sueldo (del orden del 5% aproximadamente), más lo que cotizan los empresarios por este concepto (un 23% del salario de cada trabajador más o menos) es lo que permite que cada mes se paguen las pensiones de nuestros jubilados.
Hace más de 20 años, en una época de bonanza económica, resultó que las cotizaciones de los trabajadores excedían las pensiones que cada año había que pagar y surgió la idea de acumular el excedente con el fin de tener un fondo del que poder sacar en caso de necesidad.
Por supuesto, si el fondo fuera lo bastante grande sería posible que sus intereses pudieran pagar una parte de las pensiones. Es decir, el sistema estaría ayudado en su sostenimiento ya no por lo que se extrajera directamente de la hucha, sino por los intereses generados (esa es la lógica de los fondos soberanos); pero nunca se estuvo siquiera cerca de llegar a ese punto. Por hacerse una idea; para que los intereses del fondo permitieran sufragan un 25% del coste de las pensiones, sería necesario un capital de más de 600.000 millones de euros. Diez veces más de lo que acumuló la hucha en su momento de mayor esplendor.

Pero todo lo anterior son castillos en el aire, la realidad es que ahora mismo la hucha de las pensiones permitiría pagar éstas durante cuatro días, nada más.
Pero el presidente del gobierno nos muestra una gráfica según la cual esa hucha superará los cien mil millones de euros en veinte años.
¿Cómo piensa conseguirlo?
Tal y como explicaba un poco antes, la hucha se nutre con la diferencia entre las cotizaciones a la Seguridad Social de trabajadores y empresas y el coste de las pensiones. De esta forma, para que se produzca un sobrante que pueda ir acumulándose se puede intentar tanto reducir el gasto en pensiones como aumentar las cotizaciones o una combinación de ambas cosas.

En lo que se refiere a lo primero, la reducción del gasto en pensiones, la realidad es que no ha hecho más que aumentar, tal como muestra este gráfico:


Así que la única forma en que aumente la hucha, es que lo que se obtiene por las cotizaciones de los salarios aumente; pero para ello, a su vez, solamente hay dos vías. O aumentan los salarios o aumenta el porcentaje de la cotización. Obviamente, si hubiera más empleados que cobraran más, aún manteniendo el porcentaje actual de las cotizaciones (sobre el 28% del salario más o menos, teniendo en cuenta tanto la aportación directa del trabajador como la que tiene que aportar el empresario -y que, de facto, también recae, aunque sea indirectamente, sobre el trabajador) podría subir la cotización; pero si los salarios no suben no habría más vía para conseguir incrementar la hucha que elevar también los porcentajes de cotización.
Y los salarios no están subiendo. En las siguientes gráficas puede verse la evolución del salario medio nominal y del salario medio descontando inflación. Que los salarios descienden es una evidencia.


Así pues ¿cómo se va a llenar la hucha de las pensiones? El gasto en pensiones no va a disminuir (no parece, al menos) y los salarios no tiene pinta de que vayan a subir. Tan solo nos quedaría el resquicio de apuntar a un aumento de la ocupación. Es decir, si aumenta el número de trabajadores, incluso aunque los salarios se mantengan o disminuyan podrían ir aumentando las cotizaciones a la Seguridad Social; pero si vemos la evolución de horas trabajadas nos daremos cuenta de que éstas no están aumentando.
Me fijo en las horas trabajadas porque en los últimos años han aumentado los trabajos a tiempo parcial, por lo que contar simplemente el número de trabajadores no es suficientemente significativo. Dos trabajadores a tiempo completo cotizarán más que tres a media jornada. Es por eso que las horas trabajadas son un elemento probablemente más relevante que el número de trabajadores. Y ahora mismo esas horas son menos que hace quince años.


El resultado de lo anterior es que las cotizaciones a la Seguridad Social, han subido en los últimos años menos que el gasto en pensiones.



Como puede verse, la línea roja del gasto en pensiones está por encima de la línea azul de los ingresos por cotizaciones de la Seguridad Social, así que no es posible que la hucha de las pensiones se vaya llenando. Para que eso sucediera, la línea roja debería situarse por debajo de la línea azul. Que fue justamente lo que pasó entre los años 2003 y 2009, cuando la hucha de las pensiones fue creciendo.


Esta es la realidad. En la actualidad -y desde hace tiempo- el gasto en pensiones supera los ingresos en cotizaciones. En estas circunstancias no es posible que la hucha de las pensiones aumente. Los últimos años la han vaciado y ahora mismo no tiene ningún significado real.
Como no es previsible que el gasto en pensiones disminuya, y tampoco parece que el salario medio, rompiendo la tendencia de hace lustros, aumente significativamente, tan solo mediante un aumento del empleo que sea real, y no un simple incremento del número de contratos que no se traduce en un aumento del total de horas trabajadas o un incremento porcentual de las cotizaciones que haría que el dinero del que dispondrían los trabajadores actuales fuera todavía inferior al que ahora tienen haría posible aumentar la cuantía de lo que se ha denominado "hucha de las pensiones".
Creo que como país nos merecemos un debate serio y riguroso sobre estos tema, y no tweets como el que nos regalaba el presidente del gobierno hace unos días.

domingo, 18 de junio de 2023

No todos somos nacionalistas

Una de las acusaciones que se me hacen con frecuencia en las redes sociales es la de que hablo de los nacionalistas como si yo no fuera también nacionalista. En las últimas semanas veo en mi muro con frecuencia un comentario de Albert Graells que incide en esta idea.


No es una idea original. Hace más de veinte años que escucho el argumento: todo el mundo es nacionalista. Si no eres nacionalista catalán entonces serás nacionalista español. Es una aproximación muy... nacionalista. Quizás, precisamente, porque ellos no son capaces de ver el mundo de una forma diferente a la suya (la capacidad de empatía que tienen es limitada) y presumen que los demás, aunque digamos otras cosas, en realidad sentimos lo que ellos sienten, aunque no respecto a Cataluña (la idea que ellos tienen de Cataluña) sino en relación a España.
La idea, además, tiene muchas manifestaciones. Así, no hace mucho, alguien me decía -no en mal tono, al contrario- que se cabreaba con quienes decían que yo era facha, a lo que él respondía: "Rafa no es facha, lo que pasa es que es español. No confundáis ser español con ser facha". El comentario pretende ser amable, pero intuyo que lo que hay detrás es la idea de que igual que mi interlocutor sentía un vínculo especial con Cataluña, yo lo tenía con España, de tal manera que entendía que mi posición y la suya no podrían confundirse porque nuestros referentes esenciales en política eran distintos.

No creo que sea así. Y merece la pena dedicar unas líneas a explicarlo.

Comenzaré por lo más sencillo: no todo el mundo es nacionalista; lo que sucede es que tenemos que identificar primero qué es el nacionalismo; un planteamiento político que no está tan extendido como piensan los nacionalistas; sino que, más bien, es un fenómeno bastante limitado, tanto en el tiempo como en el espacio.
Porque una cosa son las naciones y otra el nacionalismo. La nación, entendida como grupo de personas que comparten origen, etnia o lengua se utiliza desde antiguo; pero de ahí no se ha derivado que quienes forman parte de una nación (defínase ésta como se defina) han de tener un espacio político que les incluya a todos y que no sea compartido por quienes son miembros de otra "nación" (luego explicaré el sentido de las cursivas). Es decir, mientras el concepto de nación o la palabra se remontan a la antigüedad, la idea de que a cada nación le corresponde un estado es mucho más moderna. De hecho, apenas tiene 200 años. Antes de ese momento, pensar que las fronteras debían corresponderse con las naciones podía sonar tan raro (o más) que la propuesta de que quienes compartían la misma religión debían tener un estado propio. La mayoría de las formas políticas de gobierno que ha conocido la humanidad se articulaban al margen de las naciones; de tal forma que había estructuras que incluían en su interior muchas "naciones" (desde el Imperio Persa al de Alejandro, el Imperio Romano o el Mogol) y otras que, en cambio, dividían a los que compartían elementos relevantes como la lengua, la religión o formas culturales marcadas (las ciudades estado griegas, separadas y muchas veces en guerra pese a compartir desde los Juegos Olímpicos hasta la poesía de Homero). El nacionalismo defendería que cada nación (o pueblo, si se prefiere) debería tener su propio estado, de tal manera que las comunidades políticas serían homogéneas (una lengua, una nación, un estado).
Volveremos enseguida sobre esta idea; pero quiero detenerme aquí un momento, porque sobre esta base es claro que mis planteamientos en absoluto son nacionalistas. Soy un ferviente partidario de la integración europea, y estaría encantado de que la UE asumiera más competencias. Defiendo que tenga competencias fiscales propias, una política de defensa y exterior autónoma y los medios suficientes para asumir muchas de las funciones que ahora realizan los estados miembros. Pueden consultarse algunos de estos desarrollos aquí 


Difícilmente puede ser nacionalista quien desea que nuestra comunidad política de referencia sea una que no se basa ni en una historia común ni en una lengua ni en un mismo origen; sino que pone por encima de ello la defensa de unos principios comunes en la organización de la sociedad, la garantía de los derechos de los individuos y la cooperación entre todas las personas más allá de religión, raza o procedencia.
Un planteamiento que traslado también a mi pequeña comunidad, aquella con la que me relaciono más intensamente. Estoy muy satisfecho de que mis hijos tengan entre sus amigos cristianos, musulmanes y otros que no practican ningún credo, personas cuyas familias vienen de muchos lugares diferentes y que mezclan en sus conversaciones el español, el catalán, el inglés o el árabe. Ningún esencialismo, ninguna pretendida pureza y asumir con convicción que todos compartimos lo más importante: nuestra condición de seres humanos.
Y no siendo nacionalista, es bastante lógico que me oponga a los nacionalismos que identifico y que, además, gozan en mi entorno de predicamento, poder y prestigio. El combatirlos, obviamente, no me convierte en nacionalista. Ahora bien, habría que explicar también por qué los cuestiono y me opongo a ellos. Y, en concreto, al que más me afecta personalmente, el nacionalismo catalán que controla casi todas las instituciones de mi Comunidad Autónoma y ahora también condiciona al gobierno de España.

Hay una primera razón, y es que el proyecto nacionalista, al hacer más pequeña a la comunidad política, hace que nuestra condición de ciudadanos pierda significado. En el mundo globalizado ni siquiera los estados más grandes tienen capacidad para orientar la economía y, por tanto, el bienestar de sus ciudadanos. Han de limitarse a seguir las corrientes que se forman en un entramado económico que nadie puede controlar de forma aislada. En este contexto, solamente los países más grandes (China, Estados Unidos, quizás la India, y muy poco más) y una organización internacional como es la Unión Europea tienen alguna posibilidad de incidir en la regulación de la globalización. Es por eso que nuestra condición de ciudadanos europeos es uno de los activos políticos más valiosos que cada uno de nosotros tiene. A través de las instituciones europeas podemos influir, aunque sea mínimamente, en esa economía global. Desde un ámbito político mucho más reducido, como sería una Cataluña independiente, esa condición de ciudadanos perdería valor.
Además -y todavía seguimos en la primera razón- el objetivo ha de ser ampliar la comunidad política, no reducirla. Esto lo explica muy bien Félix Ovejero: solamente en el seno de la comunidad política se pueden practicar plenamente valores como la solidaridad y el principio democrático. En las relaciones entre los estados no rige ni uno ni otro principio; sino que se basan en el respeto a la integridad territorial de cada miembro de la comunidad internacional, sin que exista, por tanto, ninguna obligación genérica de socorro o solidaridad. Por supuesto, tampoco es posible, fuera del ámbito de las organizaciones internacionales, adoptar decisiones por mayoría y, por tanto, obligar a los estados que no están de acuerdo en algo a partir del argumento de que la mayoría de los otros estados les exigen un determinado comportamiento. Siendo esto así, todo lo que suponga hacer más pequeña la comunidad política debe mirarse con desconfianza, porque supone excluir a ciudadanos del ámbito común de decisión.


Aparte de lo anterior, existe otra razón por la que me opongo al nacionalismo catalán.
Antes comentaba que el nacionalismo es un fenómeno relativamente reciente, que probablemente tiene su origen en la construcción de comunidades políticas relativamente homogéneas en Europa durante los siglos XVII y XVIII. En ese momento, los monarcas comienzan a tener la capacidad para limitar el poder de los señores feudales y construyen las naciones modernas en torno a la capacidad militar, el control del comercio con los territorios de ultramar, el control de la legislación, especialmente la mercantil y el refuerzo de la fiscalidad. Además, tras la Reforma protestante del siglo XVI, se extiende la limitación de los cultos que no se corresponden con la religión "oficial". En los distintos territorios alemanes, unos son católicos y otros protestantes, trasladándose la población de unos a otros en función de sus creencias. En Francia, las guerras de religión del siglo XVI acabaron una nación básicamente católica; al igual que sucedía en España. Inglaterra, sin embargo, creó su propia iglesia nacional. Finalmente, la lengua acabó siendo otro elemento uniformador. La Revolución Francesa, precisamente en aras de la igualdad de todos, impuso la educación en francés, como lengua que garantizaba esa igualdad (no es baladí recordar, por ejemplo, que la lengua materna de Napoleón no era el francés, sino el corso, un dialecto del italiano). En Italia, el italiano se convirtió también en otro elemento de unificación, como muestra, por ejemplo, ese precioso álbum de la Italia de finales del XIX que es "Corazón", de Edmundo de Amicis.


Así, fueron las organizaciones políticas existentes, sobre todo a partir del siglo XIX, las que defendieron la frase que citaba al comienzo de esta entrada: un pueblo (o nación), un estado, una lengua. La unidad de comunidad política, nación (en el sentido que quiera acogerse, que hay muchos) y lengua parecía algo deseable que debería procurase por medio, básicamente, de la instrucción. Recordemos que en aquella época la educación era una rareza, y la que se daba todavía descansaba en buena medida en el latín, la lengua de cultura; de tal manera que el establecimiento de una escuela en la lengua nacional no suponía desplazar una inexistente educación en otras lenguas, sino optar por alguna de las existentes, precisamente para garantizar la igualdad en una época en la que no había traductores automáticos.
El programa que acabo de describir, con sus aciertos y errores, podía tener sentido en el siglo XVIII o en el XIX; pero este "manual de construir naciones" proyectado sobre el siglo XXI es una aberración. Y, sin embargo, es el que se practica en Cataluña.
A imagen de lo que pretendidamente se hizo en la Europa de la Edad Moderna y tras las revoluciones que pusieron fin al Antiguo Régimen, los nacionalistas catalanes pretenden construir una sociedad en la que la única lengua de referencia sea el catalán. Así, ordenan que sea la única lengua que se considere DE la escuela, las autoridades utilizan casi exclusivamente el catalán y los medios públicos de comunicación no emplean prácticamente otro idioma. En definitiva, se trata de utilizar los mecanismos que las naciones europeas del XIX emplearon para construir una nueva nación en pleno siglo XXI. Y eso sin contar con que en Cataluña, por ejemplo, el plan de sustitución lingüística pasa por encima de una mayoría de la población que tiene como lengua materna no el catalán, sino el español. Una población a la que se priva de su derecho a recibir educación en su lengua materna que es oficial y que ve como las autoridades regionales y locales tratan como idioma de segunda al que les identifica.
No comparto este planteamiento. Y, desde luego, el argumento de que en otros tiempos así se hacía con la lengua castellana no tiene el peso suficiente como para hacerme cambiar de opinión. Si hace 50, 100 o 200 años se hicieron las cosas mal (desde la perspectiva de los valores actuales), eso no da ninguna legitimidad a seguir haciéndolo mal en la actualidad. En definitiva, el plan de construcción de una nación catalana que toma como modelo lo que hicieron los estados europeos hace más de un siglo debe ser rechazado por decencia democrática.


Así pues, no soy nacionalista. Precisamente por no serlo me opongo al nacionalismo catalán, tal y como he explicado, sin necesidad de adscribirme a ningún nacionalismo español. Por otro lado, además, resulta curioso que los nacionalistas catalanes nieguen legitimidad a los nacionalistas españoles. Si los primeros sostienen que la nación que ellos consideran ha de tener un estado ¿por qué otros no pueden sostener una visión diferente y defender que la nación a la que ellos se adscriben, la española, tiene también derecho a mantenerse en su integridad?
A lo anterior los nacionalistas catalanes dirán que son los catalanes quienes han de decidir esto; pero los nacionalistas españoles, a su vez, dirán que es a los españoles a quienes les corresponde decidir si dejan de ser una única nación. Es decir, los nacionalistas catalanes dan por sentado que el conjunto de residentes en Cataluña forma un grupo nacional que ha de poder decidir si se constituye o no en estado; mientras que los nacionalistas españoles podrán sostener que ese grupo nacional no lo forman los residentes en Cataluña, sino el conjunto de los españoles, en el que se integran los catalanes. La definición del grupo que se constituye en nación no se decide votando, sino que es un presupuesto que cada nacionalismo podrá configurar a su gusto y manera, porque no hay un listado de naciones al que uno pueda acogerse para defender que su propuesta es superior a la de los otros.
En cualquier caso, este debate desde la perspectiva nacionalista no es el mío. Para mí no hace falta defender la existencia de una "nación" española para oponerse al nacionalismo catalán. Desde mi perspectiva es más sencillo: la ruptura de la comunidad política que ahora constituimos no está justificada  a partir de planteamientos esencialistas que apelen a naciones preexistentes a la comunidad política que formamos. Sé que en esto los nacionalistas españoles discreparán (Vox, por ejemplo); pero, como digo, es mi planteamiento.



Aun debería realizarse una matización. Acabo de referirme a la idea nacionalista de nación (catalana o española) y en varios puntos he entrecomillado la palabra "nación". Ahora es preciso explicarlo.
Para los nacionalistas a veces es difícil establecer los límites de una nación. Hace un momento, por ejemplo, decía que los nacionalistas catalanes sostenían que el conjunto de los residentes en Cataluña formaban una nación; pero esto es una simplificación. Para muchos nacionalistas yo, por ejemplo, pese a residir en Cataluña desde hace más de veinte años no entraría en la "nación" catalana. Y para algunos, es posible que ni mi mujer ni mis hijos se integren en esa nación, pese a que todos ellos ya nacieron en Cataluña. Algunos definen la nación catalana a partir de la lengua, otros a partir de la voluntad de ser catalán. En definitiva, no es tan sencillo identificar quiénes integran la "nación" catalana desde la perspectiva nacionalista.
Existe, sin embargo, otro sentido de nación. El sentido jurídico, que es el que utiliza, por ejemplo, la Constitución en su art. 2


De acuerdo con este sentido, la nación sería el conjunto de españoles y el territorio limitado por las fronteras del estado. De esta forma, se vincularía de manera indisoluble a la comunidad política que formamos, de tal manera que la nación española lo sería, precisamente, por la existencia de esa comunidad; de tal manera que la nación (o el pueblo) serían sujetos a los que se atribuiría la soberanía, precisamente para negar que cualquier institución o autoridad pudiera considerarse soberana. Es decir, el concepto de nación serviría para anclar la comunidad política, pero sin que sea necesario atribuirle ninguna característica distintiva ni a partir de la raza, la religión la lengua o, incluso, la historia; pues su finalidad se agota en dotar de legitimidad a la comunidad política que configura la Constitución.
En este sentido, apreciado Albert Graells, defiendo la existencia de la nación española. Es una concepto jurídico y, a partir de ahí, fáctico. La nación española existe porque hay un estado que la contiene, una constitución que la articula y unas leyes que la defienden.
El debate no es si existe o no; es una evidencia que existe. El debate es si debe continuar existiendo o, como proponen los nacionalistas, debe desaparecer (pues no otra cosa sería el resultado de la secesión de una parte de su territorio y de su población); y es legítimo que tú defiendas tal desaparición. Al ser una democracia, todos los planteamientos han de poder ser debatidos, siempre dentro del respeto a la ley.
Pero igualmente legítimo es que yo me oponga a ello. Y, como ves, las razones no tienen nada que ver con un pretendido nacionalismo español que ni comparto ni defiendo.

viernes, 9 de junio de 2023

Cómo muere la democracia... en Cataluña

Hace unos años, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt publicaban "Cómo mueren las democracias", un libro que aporta información y análisis sobre la evolución de las democracias en el mundo y en qué forma se pueden ver amenazadas desde adentro. Muchos de los ejemplos son de Estados Unidos, pero también hay bastantes referencias a otros países.


La lección que se extrae del libro es que las democracias precisan del respeto a ciertos consensos, incluso aunque no estén formalizados, para sobrevivir. Una de ellas es la tolerancia hacia el rival político; pero, a la vez, Levitsky y Ziblatt advierten que cuando un político rompe esos consensos en los que se basa la democracia debería advertirse y reaccionarse con convicción. Esto es, no pueden legitimarse las actuaciones contrarias a la democracia.
En concreto, en "Cómo mueren las democracias" se advierte que "Los políticos deberían evitar actos que contribuyan a "normalizar" o confieran respetabilidad pública a figuras autoritarias". Para identificar estas figuras autoritarias hemos de estar atentos a si cumplen alguna de estas condiciones:

- Rechazan, ya sea de palabra o mediante acciones, las reglas democráticas del juego.
- Niegan la legitimidad de sus oponentes.
- Toleran o alientan la violencia o
- Indican su voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación.

Hoy el Parlamento de Cataluña nombrará su presidenta a Anna Erra. Impulso Ciudadano ha dirigido una carta a los grupos parlamentarios advirtiendo de las consecuencias de dicho nombramiento (puede leerse aquí).
La Sra. Erra, alcaldesa de Vic, es ejemplo de cómo se rompen prácticamente todas las reglas que Levitsky y Ziblatt identifican como esenciales para el mantenimiento de la democracia.
Así, la sra. Erra, en tanto en cuanto integrante de una formación política (Junts) que aboga abiertamente por la secesión de Cataluña al margen de las previsiones constitucionales rechaza las reglas democráticas del juego.
Pero es que, además, la Sra. Erra ha denegado reiteradamente, como alcaldesa de Vic, que aquellos que no comparten los planteamientos nacionalistas puedan utilizar las calles de la localidad para expresar sus opiniones. Tanto Cs como el PP y la Plataforma Escuela de Todos han visto como sus peticiones de autorización para carpas informativas eran denegadas con el argumento de que sus planteamientos no se correspondían con los de la mayoría de la población.




Impedir que quienes no comparten tus ideas puedan expresarlas atenta contra el pluralismo político y supone deslegitimar a tus oponentes; pero es que, además, implica una vulneración de sus derechos civiles. Esto es, dos de las actuaciones que en "Cómo mueren las democracias" deberían servirnos de alerta.

Pero es que, además, la señora Erra, como alcaldesa de Vic, ampara no solamente que se utilice el edificio del ayuntamiento para que se exhiba propaganda nacionalista.


Y se llegaba a usar la megafonía del ayuntamiento para lanzar consignas nacionalistas, como en cualquier régimen autoritario que se precie




En definitiva, Anna Erra está en las antípodas de lo que deberían ser prácticas democráticas sanas en una democracia. De acuerdo con las advertencias de Levitsky y Ziblatt debería evitarse la  normalización de actuaciones como las protagonizadas por la Sra. Erra. Y, sin embargo, hoy el Parlamento de Cataluña la convertirá en la segunda autoridad de la Comunidad Autónoma.


No vamos bien. Y no hay excusa. El libro de Levitsky y Ziblatt no es una obra oscura y desconocida, sino que ha sido ampliamente comentada en todo el mundo. Sus advertencias son claras; pero aquí no quieren seguirse.
Y, seamos justos, quienes no quieren seguirlas son los partidos nacionalistas y los partidos de izquierda que no hacen más que blanquear la actuación de los nacionalistas.
Así que cuando con gesto serio les adviertan desde el PSOE acerca de Vox, ríanse un poco. No con la risa despreocupada o cínica del que no se preocupa por lo que lo que pasa en su país, sino con la risa dolorosa de quien bien sabe lo hipócrita que es la izquierda que levanta maniqueos mientras calienta en su seno ya no el huevo de la serpiente, sino la serpiente misma.

jueves, 8 de junio de 2023

Poesía para vencer a la muerte, de Rafael Rodríguez-Ponga

De vez en cuando escribo cosas que imitan a la poesía. Las comparto en un blog que lleva por título "Impresiones Rimadas". Cuando cuelgo alguna entrada en el blog, suelo difundirla también a través de Facebook y Twitter. Al cabo de unas horas o días le pregunto a los más allegados si lo han leído y normalmente lo que recibo es un bufido y algún comentario del tipo "¡Qué deprimente!" "Es para abrirse las venas". "¿Por qué no escribes cosas más alegres?" "¿Qué es lo que te pasa?"


La tercera observación es, quizás, la más significativa. "¿Por qué no escribes cosas más alegres?", ya que uno no elige propiamente lo que escribe. Si acaso, puede tener algo que decir acerca de cómo lo escribe; pero el tema suele venir determinado por la necesidad que uno siente en un momento dado de expresar algo. No elige uno los temas sobre los que escribe, igual que uno no elige los sentimientos que lo embargan (bueno, podría discutirse lo anterior; pero, sin entrar en detalles, creo que estaremos de acuerdo en que preguntar "¿por qué no estás alegre?" cuando estás triste; o, al revés, "¿por qué no estas triste?" cuando estás alegre tiene un sentido limitado). Uno no decide cómo sentirse y, por tanto, tampoco lo que escribe.



Explico lo anterior, porque hace unos días llegó a mis manos el libro de Rafael Rodríguez-Ponga Poesía para vencer a la muerte, en el que realiza un estudio sobre la forma en que la poesía puede ayudar a vencer a la muerte, a sobrellevar el duelo (página 20) e incluye algunos poemas con breves comentarios en relación a este tema: la relación entre la poesía y la muerte (página 15). Cuando vi que en el libro se incluían dos de las entradas que había publicado en "Impresiones Rimadas", pensé que ya no habría escapatoria a ese reproche (quiero entender que cariñoso) con el que los míos saludan casi cada una de las cosas que leen de las que difundo en mi blog. Ya no estábamos ante una apreciación subjetiva de mi mujer o de mi hijo o de mi cuñada; sino que otros veían lo mismo que ellos: el vinculo que había entre lo que escribía y la muerte.
Lo que no saben todavía estos allegados es lo mucho que me identifico con lo que ha escrito Rafael Rodríguez-Ponga. A medida que iba pasando las páginas no podía dejar de repetirme a mí mismo: "¡Esto es!". "Sí, justamente se trata de esto; no otra cosa sucede con la poesía. Al menos, con la poesía como yo la entiendo".
Porque una idea que cruza todo el libro es la de la poesía es una forma de compartir sentimientos. En el caso del autor, el sentimiento de dolor producido por la muerte de su esposa le llevó a encontrar a otros que habían expresado sentimientos de dolor que podían tener alguna relación con el que él sufría en ese momento. "Encontré que mis sentimientos ya habías sido escritos y descritos por los poetas. Con mil matices, detalles, perspectivas y tonalidades. Fascinante" (página 15). De tal manera que lo que uno busca en la poesía es que "le diga algo". Lo explica en la página 32 del libro:

A mi juicio, esto es lo que se produce, o se debe producir, al leer poesía lírica. Los lectores, de pronto, se sienten identificados, en mayor o menor medida, con los poemas, más que con los poetas. De ahí que, al leer algo que nos ha decepcionado, sea frecuente oír el comentario: "no me dice nada". Lo importante es que el lector lea algo que le dice algo.

Este proceso comunicativo al que se refiere Rafael Rodríguez-Ponga es, me parece, la esencia de la poesía. Uno quiere expresar un sentimiento y no encuentra otra manera de hacerlo más que a través de palabras, ritmo, rima o recursos semejantes. Ahí está intentando escribir poesía; pero el fin no es escribir poesía, sino expresar ese sentimiento que le invade.
Ahora bien ¿a quién se dirige el que intenta trasladar ese sentimiento? La respuesta que pudiera parecer evidente es que al lector. Y hacia ahí apunta Rafael Rodríguez-Ponga (página 33):

La comunicación literaria la inicia realmente el lector, idea que confirma el filólogo Miguel Ángel Garrido, gran investigador de teoría literaria. Lo escrito permanece en silencio, no comunica nada en sí mismo, por más que canalice los sentimientos del escritor y libere sus emociones. Lo escrito llega a completarse cuando alguien lo lee.

Cierto; pero, como digo, introduciría un matiz. El autor lo que desea es expresar un sentimiento; pero solamente el hecho de hacerlo ya es liberador. Ese acto de comunicación empieza siendo un acto de comunicación consigo mismo, con el yo actual; pero, sobre todo, con el yo futuro. Me explico. Cuando escribo lo hago con un ánimo parecido al que me empuja a hacer una fotografía o un vídeo familiar. Se trata de conservar el momento; lo que sucede es que cuando se trata de un sentimiento, una fotografía o un vídeo puede ser insuficiente. Es necesario escribir algo que pudiera asemejarse a un poema para encerrar ese sentimiento y poder reproducirlo horas, días o años después. Ese suele ser el inicio. Un sentimiento que te invade y que no quieres que se marche sin dejar huella. Hace años escribí una cosa precisamente para conservar un escalofrío que me sobrevino en una tarde (lo recuerdo perfectamente) y que huía sin que pudiera atraparlo. Este es el resultado. Y aún hoy, cuando lo releo, vuelvo a aquella tarde hace tantos años.

El sentimiento viene en un instante:
fresco olor en la tarde de verano,
luz excelsa de un perfume cercano,
corriente interna, fría y penetrante.
Hondo placer y dolor lacerante.
En el pecho herido hundes la mano,
con rabia buscas anhelado arcano
mientras te apaga la llaga sangrante.
Rozar deseas la fría esmeralda
cuyo brillo sospechas en el centro.
Suave, exangüe, la vida ya se salda;
pero tienes fuerzas y miras dentro,
contemplas de estrellas una guirnalda
mientras viene la muerte para adentro.

La comunicación que quería entablar al escribir esto era con mi yo del futuro; y eso hubiera sido suficiente; aunque, por supuesto, compartir el sentimiento con otro ser humano es mucho más rico, muchísimo más. Explicar algo que es íntimo y encontrar a alguien que metafóricamente apoya su mano en tu hombro y dice "te entiendo" supone, para mí, la culminación de la expresión que empieza con el sentimiento que se quiere atrapar.
Ahora bien, no siempre es así. Tengo escrita una cosa que no he compartido con nadie. Es reflejo de un momento doloroso hace ya años y de vez en cuando vuelvo a ello y recuerdo aquel sufrimiento; pero no ha llegado el momento de trasladarlo a nadie más. No sé cuándo será o si será. Ahí no busco comunicar nada, tan solo expresar algo que siento.
Podría pensarse que es masoquista volver sobre algo que ha sido doloroso; pero encuentro que aquí la expresión purifica y sana. Y de nuevo en esto coincido con lo que plantea el libro de mi tocayo Rafael, que dedica unas páginas a la relación entre lenguaje y salud, donde dice -y acierta- que "dar voz a los sentimientos, en las situaciones más duras de la vida, nos ayuda a recuperar la salud".

De esta manera, lo que uno escribe siempre tiene valor para uno. Es por eso que no acabo de entender la renuncia de tantos a escribir poesía (o algo que se asemeje a la poesía) porque entienden que lo que logran no es suficientemente bueno. La poesía no se escribe para que sea buena; sino para expresar, cada uno con sus palabras, lo que le atenaza, mata, alegra o sorprende (los haikus). Si no tiene valor más que para uno mismo ya es suficiente.
La idea anterior también está en el libro (página 48) donde Rafael recoge la conversación que tuvo con Víctor García de la Concha, en la que le preguntó por qué no escribía poesía, a lo que García de la Concha contestó que tenía tanto respeto por la poesía que no escribía poesía, sino que escribía sobre ella.
Como digo, no comparto esta actitud. La gran poesía y la poesía mediocre comparten lo más importante: expresan sentimientos. La diferencia entre la primera y la segunda es, probablemente, que la gran poesía es capaz de conectar con sentimientos profundos que, de una u otra manera, todos compartimos; mientras que la mediocre apenas servirá para ese proceso de expresión en el que el único receptor es el autor; pero ¿no es eso ya extraordinario?
Así pues, creo que la poesía tiene sentido aunque no se difunda; pero si se opta por hacerlo, por divulgarla, se abre la posibilidad de que lo que uno ha escrito conecte con sentimientos de otros. Y ahí tiene pleno sentido lo que escribe Rafael Rodríguez-Ponga. Una vez iniciado el proceso de comunicación lo que se escribe ya no pertenece al autor, sino al lector, que lo completará con sus propias vivencias. Se aleja del autor para convertirse en una realidad autónoma que, en esta dimensión, solamente servirá si otro ve reflejado en él su propio sentimiento. Lo expresa en la página 32:

Si algún poeta lee estas lineas , ha de saber que, en cierta medida, dejó de controlar el proceso comunicativo.

Lo que Rafael aplica también a su propio libro, que cada lector hará suyo de una manera particular.
Esa capacidad de conectar sentimientos de varias personas es para mí el más alto grado que puede alcanzar la poesía. No calificaría una poesía como buena o mala, sino si, como ya apuntaba antes, me limitaría a valorar si me dice algo o no me lo dice.
Y aquí la subjetividad ya no del autor, sino del lector, es importante. Cosas que no conectarán con una persona sí que lo harán con otra. Tras leer el libro, no me extraña que Rafael haya incluido dos de las cosas que he escrito yo; porque me parece que vemos muchas cosas de forma muy parecida. De igual forma que es fácil que yo conecte con las cosas que escribe, me imagino que también existen posibilidades de que él conecte con algunas de las que yo escribo. Hay un sustrato común en el que podríamos identificar varios elementos relevantes. Entre ellos, y no creo equivocarme, el sentimiento religioso que de una forma u otra está en mucho de lo que escribo.
Y creo que aquí Rafael se ha dejado llevar por ese mismo principio que, me parece, es esencial en la escritura de poesía: dejarse llevar por lo que uno siente y alejarse de criterios académicos, formales o de cualquier otro tipo. Él lo sigue en la selección de autores que incluye. Algunos son clásicos; otros, en cambio, ni siquiera hemos publicado. Espiga lo que a él le ha dicho algo y lo comparte. No puedo imaginar actitud más poética.
No puedo concluir sin constatar que en esos clásicos que incluye casi al final de la obra se encuentre uno que yo, sin dudar, también recogería: La coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique. Desde adolescente me ha fascinado esa poesía a la vez tan sencilla y tan profunda. Tan libre aparentemente de artificio y que se vuelve tan cercana. Desde luego, también me parece un acierto haber incluido poesía religiosa. Los salmos que escuchamos tantas veces desde niños trasladan una belleza esencial, alejada también del oropel, pero que siento auténtica. A estos dos clásicos les acompaña el "Gaudeamus Igitur". Al principio me sorprendió; pero no puedo dejar de simpatizar también con este recuerdo para lo que es una de las partes más importantes de mi vida, una parte que se ha convertido en inescindible de lo que soy.
Muchas gracias a Rafael por este libro, que espero que a muchos les diga muchas cosas.
Y espero que Rafael Laffitte nos regale más endecasílabos sinceros, profundos, auténticos, como el que encabeza el libro.

viernes, 2 de junio de 2023

Táctica y convicción en Feijóo

A estas alturas ya casi nada me sorprende, aunque sigo teniendo la capacidad de decepcionarme.
Ayer sabía de las declaraciones de Feijóo en el Cercle d'Economia de Barcelona. 


Como ya he comentado varias veces, entiendo la política desde los partidos como una empresa orientada a cambiar la sociedad. Así, lo primero es tener un proyecto político; y lo segundo, saber explicarlo para convencer a cuantas más personas mejor. Lo segundo, sin embargo, no puede preceder a lo primero. Es decir, no se trata de intentar decir a la gente lo que quiere oír; sino de trabajar para que las propuestas que uno tiene acaben convenciendo a la mayoría o, al menos, a una minoría significativa.
Existe otra forma de entender la política de partidos. Aquella en que estos son vistos como instrumentos para ganar elecciones y, por tanto, el objetivo prioritario es el triunfo electoral, debiendo supeditarse a este el mensaje que se lanza a la opinión pública.

En esta segunda clave -que podríamos llamar "táctica"- se entienden las declaraciones de Feijóo. De hecho, en su intervención (que puede verse entera aquí), expresó su voluntad, antes que nada, de conseguir que su partido fuera un partido de gobierno en Cataluña, para lo que quería conectar con la mayoría de la población de Cataluña. Más adelante, ya hacia el final del coloquio, vinculó la pérdida de elecciones con la comisión de errores. Esto es, si se pierde una elección es que se ha cometido un error. En definitiva, un tratado de política como arte de ganar elecciones.

Como digo, desde esta perspectiva, se entienden los guiños (o genuflexiones) de Feijóo hacia los nacionalistas catalanes. Los nacionalistas son un grupo lo suficientemente significativo en Cataluña como para que intentar ganárselo sea atractivo. Supongo que las cuentas que hace Feijóo es que los votos que puede ganar ninguneando la vulneración de derechos lingüísticos en Cataluña y alardeando de que mientras ejerció de presidente de la Xunta de Galicia no usaba en público el castellano serán más que los que pierda entre quienes defendemos esos derechos lingüísticos y la necesidad de que se refuercen los elementos que unen el proyecto común español.

Es un cálculo, por supuesto, que desde la perspectiva de la táctica política centrada en ganar elecciones puede tener sentido. Otra cosa es que se convierta o no en realidad (volveremos a eso enseguida); pero antes de entrar en ello habría que ver si, además de lo anterior, existe alguna conexión entre esta táctica y algún tipo de convicción política.
Porque, pese a que un partido se configure básicamente como una herramienta para obtener buenos resultados electorales, su táctica ha de basarse en algo, aunque sea etéreo. Y eso, a veces, es más importante de lo que aparenta. En el caso del PP, es relativamente fácil identificar una corriente subyacente que explica de manera extrañamente coherente sus políticas cuando gobierna y que acaba expulsando a quienes no se pliegan a ellas. Me ocupaba de ello al hilo del cese como portavoz en el Congreso de Cayetana Álvarez de Toledo hace unos años).


Esa línea política pasa por entender que existe una cierta dialéctica entre la España nuclear y las Comunidades Autónomas o, al menos, las Comunidades Autónomas "históricas". En esta dialéctica, los nacionalistas son asumidos como representantes legítimos de esas Comunidades y se ningunea a los ciudadanos de las mismas que discrepan del nacionalismo. De esta forma, la prioridad es llegar a acuerdos con los nacionalistas para el gobierno de España, mientras que se permite que dentro de las Comunidades Autónomas el nacionalismo señoree, aunque sea a costa de los derechos individuales de quienes se le oponen.

Creo que describo con bastante fidelidad lo que ha sido la política del PSOE; pero también en buena medida la del PP; un PP que ha buscado el apoyo del nacionalismo vasco y del catalán "moderado", y que tan solo reaccionó cuando la independencia estaba próxima; permitiendo antes de ese momento todas las actuaciones de los nacionalistas. Por decirlo de una manera más directa: se asume que el nacionalismo tiene parte (o mucha) razón y que, por tanto, se merece concesiones.

No sé si en el PP este planteamiento llegará a formalizarse; pero las tensiones entre esta manera de entender España y la que representa, por ejemplo, la ya mencionada Cayetana Álvarez de Toledo son bastante evidentes. De todas formas, la mayor parte del tiempo el discurso "intelectual" del PP iba más por la línea de la igualdad entre los españoles y era en la práctica política, en el detalle de las concretas decisiones, donde se encontraba esa línea subyacente de complicidad con el nacionalismo disgregador.


Pero ahora está Núñez Feijóo, y las cosas pueden cambiar. Para Núñez Feijóo ese entendimiento con el nacionalismo; aunque sea en sus versiones aparentemente "lights" (catalanismo, galleguismo) no es -o no aparenta ser- una mera argucia electoral; sino que parece estar asentada en una forma de entender España en el que las Comunidades Autónomas están en el centro. No en vano, llega a la política nacional desde la presidencia de una Comunidad Autónoma histórica y, como hemos visto, haciendo gala de que él, como presidente de la Xunta no empleaba en público más que el gallego. Vamos, justo en la línea contraria a la que desde Cataluña reclamamos: la de que deje de considerarse que el español es una lengua impropia en aquellas Comunidades Autónomas que tienen una lengua cooficial.

Y no es solamente el tema de la lengua. En sus intervenciones en el Senado, Feijóo ha reivindicado con mucha contundencia el Estado Autonómico y no le he visto, ni espero verle, ninguna reflexión sobre la forma en que el Estado de las Autonomías puede articularse con una comunidad política de ciudadanos iguales. De alguna forma, para Feijóo parece natural que los ciudadanos se relacionen con el Estado a través de sus Comunidades Autónomas. Justamente lo que defienden los nacionalistas en Cataluña.
De esta manera, nos encontraríamos con que por primera vez el tacticismo electoral se une a la convicción política. Feijóo va dando pasos en ese sentido y podría ser que esto acabara formulándose de manera rotunda. Desde luego, sería de agradecer para tener una idea cabal del proyecto que el PP ofrece al conjunto de los españoles.

Si así fuera, debería agradecerse la claridad. La propuesta de una España confederal es, por supuesto, legítima; y a ella nos va conduciendo la dinámica autonómica; pero, desde luego, no es la mía. Lo más importante, sin embargo, es la limpieza en los planteamientos para facilitar los debates; así que si esta es la propuesta del PP bienvenida sea.

La lástima es que sea una propuesta que no tiene ninguna otra enfrente. La renuncia de Cs a presentarse a las elecciones generales deja solo, de entre los grupos con representación parlamentaria que concurren en toda España, a Vox como alternativa a ese proceso de confederalización. Y Vox es un proyecto político con el que difícilmente coincidiremos muchos que defendemos una comunidad política libre de los privilegios que ansía el nacionalismo periférico, pero también libre de las llamadas a las esencias históricas de la patria, enraizada en la libertad individual y profundamente comprometida con la construcción europea.

La propuesta de Feijóo, por tanto, merecería un respeto si fuera por convicción política; porque -y aquí volvemos al tacticismo- si lo que pretende el presidente del PP es atraer el voto de los nacionalistas o de los catalanistas lo tiene mal. Su actuación en el Círculo de Economía, aunque en éste caso estuviera basada, como digo, en la convicción política, recuerda demasiado otros intentos desde el PP de congraciarse con el nacionalismo, como aquel desafortunado de Casado poco antes de las últimas elecciones catalanas y que tan caro le salió a Alejandro Fernández. ¿Recuerdan? Lo de cuestionar la actuación de la policía el 1-O.


Porque si dejamos el plano de la convicción y entramos en el de la táctica, alguien le tendría que decir a Feijóo que los nacionalistas/catalanistas no van a votar al PP. Esas siglas les repelen como el gas pimienta repele a los agresores y dudo mucho de que eso cambie a medio o, incluso, a largo plazo.
Feijóo quizás lo llegue a entender, porque a él le ocurrió algo parecido en Galicia, donde, en sus campañas, disimuló todo lo que pudo las siglas del PP.

(Cartel diseñado para la prueba de las gafas de cerca con efecto lupa: localice las siglas del PP en el cartel)

Para cosechar votos entre los nacionalistas en Cataluña, Feijóo debería presentarse con otro nombre, buscar una especie de alianza en la que el logo del PP quede disimulado; porque de otra forma tiene poco que hacer. La historia lo demuestra: cuando el PP se acerca al nacionalismo los constitucionalistas se alejan y los catalanistas no se acercan. Lo que pasó en las últimas elecciones autonómicas, en las que Casado destrozó la campaña de Alejandro Fernández dan buena cuenta de ello.

Contaré una anécdota reciente. Pocos días antes de las municipales charlaba con un compañero y me explicaba sus dudas sobre a quién votar. Se mostraba radicalmente contrario a la independencia; pero enseguida vi que propuestas basadas en la reivindicación del proyecto político común español por encima de particularismo no eran lo suyo; así que, honestamente (yo estaba en las listas de Cs para el ayuntamiento de Barcelona) le dije que Cs no era su partido. Él parecía que tendía a Trias; pero le hice notar que Trias, por mucho que lo escondiera era Puigdemont. Le comenté que con lo que me estaba contando, le veía próximo al PP o a Valents (tenía cerca un debate en materia de educación en el que las posiciones de uno y otro eran difícilmente distinguibles). Este compañero me dijo que se pensaría lo de Valents, pero que al PP no lo votaría nunca.
Y es una persona muy razonable que, estoy seguro, comparte buena parte de los planteamientos económicos y sociales del PP; pero que no tomará nunca una papeleta de ese partido porque los nacionalistas han conseguido que en Cataluña sea percibido por muchos como un partido "invotable". Si la convicción política de Feijóo y su España confederal no van vestidas con otras siglas su intento de acercamiento a los nacionalistas no le reportará votos.

Así que por ese lado, debería abandonar toda esperanza -ya ven que ahora estoy en clave tacticista, simplemente echando cuentas de votos que gano por un lado y pierdo por el otro- y fijarse en el rechazo que provoca en tantos catalanes, que podrían ser votantes suyos, esta genuflexión ante el nacionalismo.

Yo no sé si al señor Feijóo le podría servir un discurso que, en tema de lengua, se basará en el respeto a las decisiones de los ciudadanos, los comercios y las empresas sobre qué lengua -oficial o no oficial- desean utilizar; mientras que en lo que se refiere al empleo de los idiomas por el poder público y la escuela mantenga la necesidad de que se utilicen con normalidad todas las lenguas oficiales (algo radicalmente contrario a vanagloriarse de que como presidente de la Xunta solamente utilizara en público el gallego). Además, sería bueno que se comprometiera a garantizar el cumplimiento de la legalidad y de las sentencias judiciales, algo que no puede pasarse por alto en un Estado de Derecho. Finalmente, podría recordar de vez en cuando que los ciudadanos no lo somos solamente de una Comunidad  Autónoma, sino que también somos integrantes de una comunidad política que es España y que no es la suma de las Comunidades Autónomas existentes. Quizás este discurso, pese a ser -me parece- bastante sensato, no gustará a los nacionalistas, pero sin él difícilmente atraerá a quienes no lo somos.
Es verdad que en las próximas elecciones no estará Cs y que ahí hay muchos votantes huérfanos que podríamos votar al PP.

Pero, señor Feijóo, no nos lo ponga tan difícil.