¿Por qué escriben quienes escriben? ¿Qué
les mueve a contar historias, a juntar palabras, a expresar o provocar
emociones? ¿Las razones de cada uno de ellos son particulares, diferentes o, por
el contrario, si miramos lo suficientemente adentro resultará que un único
impulso básico y por tanto primitivo une a todos los que son llamados
“escritores”?
Podría ser que no fuéramos conscientes de ello; pero esta pregunta es, quizás, la que permitiría entender una de las más inexplicables costumbres de nosotros, los lectores; la de comparar a los escritores entre sí. Cada vez es más frecuente que las editoriales y las librerías presenten a un autor en relación a otro. "La Agatha Christie de los países nórdicos", "el Faulkner alemán", "un Oscar Wilde postmoderno" o, como ha sucedido realmente hace unos meses (los anteriores son epítetos inventados), "la Virginia Woolf de la era facebook" o la nueva Virgina Woolf, que es como se calificó a Eugenia Rico en el blog de literatura en español del New York Times.
A mí siempre me han molestado estas relaciones forzadas entre escritores, aunque reconozco que como lector también incurro en esta falta. Últimamente, por ejemplo, no dejo de comparar "Vida y destino" de Vasili Grossman (una de las mejores novelas que he leído) con "Guerra y Paz" de Tolstoi. Aunque racionalmente lo denostemos no podemos evitar caer en este juego de comparaciones e, incluso, de clasificaciones (los diez mejores libros que has leído, el mejor autor del siglo XX, el mejor poeta romántico, etc.). La afición de nuestra especie a coleccionar, que se aprecia de forma prístina en los niños pequeños e, incluso, en nuestros parientes cercanos, los chimpancés y el resto de los grandes simios, conduce a la costumbre de clasificar y jerarquizar. Probablemente está en nuestros genes, qué le vamos a hacer.
En lo que se refiere a la literatura este divertimento es profundamente injusto. Cada autor es único y tiene su propia voz. Pienso que si yo escribiera me molestaría que me comparasen con nadie. Y tanto da que se trate de un autor desconocido como de genios absolutos como Dante, Shakespeare o Cervantes. Cada uno ha de tener su lugar bajo el sol o en el limbo de los condenados. Quizá el lugar de algunos sea más grande que el de otros; pero todos tienen derecho a que el suyo les pertenezca plenamente.
Ahora bien, pese a la injusticia, existen
razones profundas para que seamos tan proclives a este juego de comparaciones,
y es que a través de ellas podemos asomarnos, aunque sea a hurtadillas a uno de
esos grandes misterios de la literatura, las razones para escribir. Cuando
comparamos autores, temas y estilos nos acercamos, muchas veces sin saberlo, a
esa cuestión. Se explica así que con frecuencia se pretendan encontrar las
claves de un autor en su biografía, en sus circunstancias vitales, en los
acontecimientos que vivió. Me parece que últimamente se ha denostado esta forma
de proceder y se pretende hacer crítica literaria desconectada de los avatares
personales de los autores. No sé bien a qué viene este propósito; pero
intuitivamente me parece equivocado. Ciertamente la anécdota por la anécdota es
irrelevante literariamente, pero no así esa anécdota cuando puede conectarse
con lo que ha escrito dicho autor. En este caso la anécdota ya no es tal, sino
una clave que puede resultar valiosa para entender esa cuestión nuclear: ¿por
qué escriben? Entendida así la biografía de un escritor puede tener sentido
comparar unos con otros. De esta forma podemos tentativamente plantear
hipótesis que nos acerquen a la respuesta. Cuando experiencias similares
conducen a obras literarias que de alguna forma pueden ser relacionadas se
sientan las bases para de algún modo poder averiguar por qué escriben los
escritores.
En el caso de Virginia Woolf y Eugenia
Rico hay un elemento en la biografía de ambas que inmediatamente salta a la
vista de cualquiera que inicie este ejercicio. Ambas sufrieron en su
adolescencia la pérdida de algún ser querido. En el caso de Virgina Woolf se
trataba de su madre y de su hermana, fallecidas cuando Virginia tenía trece y
quince años respectivamente; en el de Eugenia la de su hermano, muerto cuando
la escritora tenía dieciséis o diecisiete años. La huella de esa pérdida en la
obra de Rico es explícita en el que para mí es su mejor libro, “La muerte blanca”.
En éste se hace difícil separar lo que es relato fiel de lo que es inventado;
pero en cualquier caso delimitar con precisión entre lo uno y lo otro me parece
secundario porque lo que es claro es que todo (lo histórico y lo inventado) es
profundamente auténtico, real en el sentido literario del término. No hay en el
libro ninguna impostura, ninguna recreación artificial sino, por el contrario,
un discurso que suena a desahogo y que agarra al lector desde la primera página
hasta la última.
En lo que se refiere a Eugenia, por
tanto, la primera –y apresurada- respuesta a la pregunta de por qué escribe
encuentra una fácil constestación tras una rápida consulta a su biografía. La
muerte de su hermano tenía que ser contada, tenía que ser relatado el profundo
cambio que se produce en la persona cuando se sufre una pérdida semejante. Años
seguramente de dolor inexpresable encontraron finalmente su cauce en este
relato. Escribió Eugenia porque quería contar, lo que implica (y sobre eso
volveremos un poco más adelante) que quería que fuera leído, que su dolor fuera
compartido en alguna forma. Nadie escribe para encerrar el folio en un cajón
bajo llave o, mejor aún, para quemar lo que se ha escrito sin dar oportunidad
de que nadie lo conozca. Casos hay de escritores que dieron al fuego parte de
su obra u ordenaron que se diera al fuego esa obra; pero estos son supuestos
especiales que se explican por circunstancias particulares, no pueden ser
tomados como regla porque precisamente la regla es que quien escribe quiere ser
leído, lo que no es más que una manifestación particular del deseo de ser
escuchado; deseo universal que tan bien resumió Virginia Woolf en su Orlando
“Los seres humanos prefieren sufrir la incompresión o el ridículo a guardar
silencio”.
“La muerte blanca” es, por tanto, la
huella más clara de una pérdida temprana en la obra de Eugenia Rico, pero no es
la única, desde luego. Otras son más sutiles; pero, precisamente por esto,
quizás más significativas. La muerte no vale solo por sí misma, sino, sobre todo,
por la forma en que tiñe la vida. No podemos concebir la vida sin la muerte (o
quizás sí, pero eso vendrá más adelante) y esto hace que la muerte y su
experiencia transforme la percepción que se tiene de la vida. Si en “La muerte
blanca” el tratamiento de la muerte es explícito en otras obras de Eugenia
aquélla se deja ver a través de la forma en que transforma la experiencia
vital. Así sucede en “La edad secreta”, donde la referencia en el título es,
precisamente, a los años que quedan por vivir. En todo el relato se aprecia
esta forma especial de percibir la vida que resulta de una experiencia cercana
a la muerte. La forma en que una mujer que está en sus cuarenta años pretende
apurar la vida consciente de que es un bien que se agota, que puede terminar en
cualquier momento, convierte el relato en paradigma de cómo es la muerte la que
transforma la vida en devenir; y esto se me antoja relevante, porque pocas
veces caemos en la cuenta que ese devenir, que ese transcurso del tiempo que
caracteriza toda nuestra experiencia del mundo es fruto, precisamente, del
choque brutal de la vida con la muerte. Sin la muerte el tiempo no existiría
tal como lo conocemos y toda nuestra forma de percibir la vida sería diferente.
Es en la percepción de este devenir donde
se encuentran Virginia Woolf y Eugenia Rico. A mi conocimiento no hay en la
obra de Virginia nada que se asemeje a “La muerte blanca” de Eugenia. Quizás si
Virginia hubiera podido escribir en un momento u otro una obra equivalente no
hubiera sufrido lo que sufrió en vida y no hubiera muerto tan prematuramente
como lo hizo. Quizás; pero lo cierto es que esa obra -que hubiera sido el
equivalente médico a una incisión que permite fluir a la sangre que se ha
acumulado entre los tejidos y huesos tras un fuerte golpe- no existe; aunque sí
disponemos de obras en las que se nos habla del devenir. De hecho el devenir es
una constante en la obra de Virginia Woolf. “Las olas” lo muestra con una
imagen de una tremenda fuerza pese a su carácter tópico. Esas olas que desde el
mar llegan a la playa imperturbables ante los cambios que se producen desde el
amanecer hasta el ocaso quizás sean en ese sentido más importantes incluso que
los extraordinarios soliloquios que componen esta obra maestra. El devenir
también esta presente en otras obras de Virginia Woolf. El interés en que el
relato de un solo día pueda iluminar existencias enteras, que está presente en
“Mrs. Dalloway” y también en “Los años” nos habla también de esa experiencia
particular en relación al tiempo que tan próxima pueden sentir quienes saben
que la eternidad no es un tiempo prolongado sino la ausencia de tiempo.
La excepción a esta forma peculiar de
concebir el tiempo es la que, quizás, sea la obra más bella de Virginia Woolf,
“Orlando”. Aquí la clave de la obra es el transcurso del tiempo, los siglos,
sin que el protagonista envejezca o muera. Es cierto que es afectado por un
cambio no menor, como es el de pasar de ser hombre a ser mujer; pero este
cambio no hace más que incidir en esta experiencia que pretende ser total
respecto al tiempo. Si en otras obras de Virginia Woolf el tiempo es el que
vence aquí es el derrotado; pero este cambio tiene una explicación y es que
“Orlando” es, como se ha dicho alguna vez, la carta de amor más larga escrita
nunca, la forma en que Virginia contó al mundo la experiencia que para ella
supuso su relación con Vita Sackville-West. Y el resultado es extraordinario.
No creo que sea casual que cuando el amor arrebata a la autora (¡y de qué
manera!) se produzca una explosión de belleza como no he visto nunca, tan
solo equiparable a la mucho más fría y racional que es la Comedia de Dante;
pero, claro, el amor de Dante fue construido laboriasamente por él mismo,
mientras que en el caso de Virginia Woolf sí que gozó de la entrega de su
amante, y esa no es una diferencia baladí ni en la vida ni en la literatura.
Virginia Woolf no escribió –ya lo hemos
dicho- un equivalente a “La muerte blanca” y Eugenia Rico no ha escrito un
equivalente e “Orlando”. El libro de Eugenia que más se ocupa del amor es,
precisamente, “La muerte blanca”; pero el amor del que trata es el amor
fraternal, no el amor sexual y apasionado que se encuentra en la fuente del
“Orlando”. Es cierto que tanto en “Los amantes tristes” como en “La edad
secreta” nos encontramos con amantes; pero el amor (o si se me permite la
cursilería, el Amor con mayúscula) no está presente. Eugenia no nos ha
descubierto aún, por tanto, esa fiesta que es el transcurso del tiempo no
limitado por la muerte. En ella, en Eugenia, el devenir se explica a partir de
la disección de experiencias transcendentes que se desarrollan como fogonazos,
como llamas que se encienden y apagan en instantes pero cuyo recuerdo o
explicación puede demorarse cientos de páginas. Así sucede en toda “La edad
secreta” y en muchos momentos de “La muerte blanca” (inolvidable en ésta el
relato del momento en el que se le transmite a la protagonista la noticia de la
muerte de su hermano). En su última novela, “Aunque seamos malditas” la opción
es diferente. Aquí el devenir se representa por medio de dos historias
paralelas separadas por varios siglos y desarrolladas sobre los mismos lugares.
Aquí la historia sirve como metáfora del miedo y, por tanto, odio al que parece
más débil, al diferente que, sin embargo, oculta saberes y capacidades
desconocidas. Una historia universal de la opresión que, por inabarcable en su
relato pormenorizado, parece pretender que el lector la aprehenda a través de
un simple paralelismo (uno, dos, muchos; tal como cuentan los niños pequeños).
Probablemente todo lo anterior no sean
más que especulaciones gratuitas y sin substancia; a mi, sin embargo, me
satisface divagar sobre estos temas. Pretender adivinar que tanto Virginia
Woolf como Eugenia Rico nos hablan del devenir porque son bien conscientes (o
subconscientes) de que la muerte transforma de forma esencial e irremediable la
vida y nuestra concepción del tiempo me produce una íntima satisfacción que se
conecta a la pregunta con la que comenzaba ¿por qué escriben quienes escriben?
Ahora bien, todavía quedaría por saber cuál es la razón por la que esa pregunta
interesa a los lectores. ¿Por qué habríamos de preocuparnos de las razones de
aquellos que escriben? ¿No debería bastarnos con leer lo que nos ofrecen sin
parar en cuáles fueran las razones que les impulsaron a escribirlo? Parece ser
que no, que no nos es suficiente esto y rebuscamos entre los datos para
responder a esta pregunta e, incluso, para llegar a conocer los detalles de la
existencia de aquellos que nos regalan sus páginas. Intentar dar respuesta a
este interrogante (¿por qué nos interesan las razones de quienes escriben?)
puede también resultar interesante ya que nos conecta con una pregunta aún más
profunda: ¿por qué leemos?
La impresión que tengo es la de que la
pregunta sobre las razones de quienes escriben está íntimamente conectada a la
cuestión de las razones de quienes leen. Al fin y al cabo la literatura no es
un ejercicio solitario, sino que precisa la interacción entre autor y lector,
tal como expresó de forma magistral Perec en “La vida, instrucciones de uso”.
Antes ya hemos hecho referencia a la necesidad que, por lo general, tiene el
autor de lectores. El escritor no escribe para sí mismo, sino que lo hace para
comunicarse con otros. Desea trasladar pensamientos, emociones, inquietudes que
han de ser respondidas por el lector. Ahora bien ¿por qué el lector ha de
detenerse en lo que relata el escritor? La respuesta es también intuitivamente
clara: porque cuando el escritor nos habla de sí (desengañémonos, todos los
escritores hablan de sí mismos) está hablando también del lector. Si el lector
no se identifica con lo que se le cuenta abandonará el cuento, el poema o la
novela. Si sigue leyendo es porque consciente o inconscientemente descubre que
ese escritor al que quizás no ha tratado nunca o puede que muerto hace siglos o
incluso absolutamente desconocido está hablando de sí mismo, del lector y de
sus experiencias y sentimientos; con frecuencia de sentimientos o experiencias
de los que ni siquiera era consciente. De hecho cuanto más revelador sea la
obra para el lector más interesante le parecerá; es por eso que la buena
literatura ha de contener siempre la dosis justa de misterio, de dificultad. La
suficiente como para incitar al lector a realizar un ejercicio intelectual que
le hará mirar un poco más allá de lo que es su horizonte habitual; pero no
tanta como para desanimar al lector superado por un galimatías que resulte
absolutamente inextricable. Wallace Stevens expresó bien esta idea cuando decía
que la poesía debía resistir a la inteligencia “casi con éxito”. Cuando el
lector encuentra una obra que le exige ese esfuerzo justo premiado con la
satisfacción de descubrir sentimientos o ánimos que le son propios y que hasta
ese momento no conocía gozará de la literatura, que no es más que una
comunicación íntima entre el autor y el lector que permite que ambos hollen
terrenos que van más allá de la experiencia común y cotidiana, aunque con
frecuencia parten de ésta, de la realidad conocida para llegar a la realidad
desconocida, la más auténtica.
Visto desde esta perspectiva cobran nueva
luz afirmaciones como la de que “nos hallamos ante una obra muy personal”.
Normalmente frases como ésta se refieren al escritor, pero quizás el crítico o
reseñador está haciendo referencia a sí mismo, porque la obra en cuestión ha
conectado con su yo profundo de una forma inesperada y fructífera. Para mí ésta
es la magia de la literatura, la prueba que todos nosotros, individuos de una
especie que se caracteriza por una exagerada capacidad simbólica, estamos
conectados por sentimientos comunes y existen algunas personas, los artistas
que son capaces de ponerlo de relieve. Si analizamos las razones por las que
ellos escriben y nosotros leemos descubriremos que constituimos una fraternidad
más profunda de lo que a veces pensamos. Los grandes temas que aborda la
ciencia, la filosofía, la teología son convertidos en experiencia personal por
los escritores. A mi me satisface pensar en cómo Virginia y Eugenia han sido
capaces de hablarnos de uno de esos grandes temas: la muerte, el devenir, el
amor; de una forma tal que hablando de sí mismas hablaban de todos nosotros.
Interesantisimo y riguroso articulo sobre dos escritoras que admiro
ResponderEliminarEs un post muy interesante, pero se basa en una falsedad. La cita que comparaba a Virginia Woolf con Eugenia Rico resultó ser una invención. Fue seguramente inventada por la propia autora hace unos dos o tres años y difundida por internet, acabando por aclararse algo la verdad con la polémica que hubo con la cita y el artículo inventado hace unos meses: http://es.wikipedia.org/wiki/Eugenia_Rico
ResponderEliminarUn saludo.
Hola Marina, la base del post es una pregunta: ¿por qué escriben los escritores? y las preguntas no son ni falsas ni verdaderas, tan solo oportunas o inoportunas. Por lo demás la obra de los escritores (Virgina Woolf, Eugenia Rico y cualquier otro de los que cito) están ahí para que cualquiera pueda leerlas, comentarlas, disfrutarlas y compartir sus reflexiones sobre ello, que es lo que he intentado hacer (y te agradezco que lo consideres interesante).
ResponderEliminarSobre lo de la comparación entre Virgina Woolf y Eugenia Rico, lo que digo lo entrecomillo y cito la fuente. En cualquier caso ya digo que yo no soy partidario de comparar a los escritores, explico por qué y también aventuro una hipótesis sobre las razones que explican que seamos tan propensos a realizar tales comparaciones. Y esto se enlaza con la pregunta con la que empezaba. En fin, que me importa menos la comparación que indagar sobre dos preguntas que me parecen interesantes: ¿por qué escriben los escritores? y ¿por qué leemos los lectores?). Saludos.
Me parece una golleria este articulo. Comparar a esta escritora con Virginia Woolf, cuando aun hay autores, muchos, a los que también se les podría comparar con Virginia Woolf. http://es.wikipedia.org/wiki/Eugenia_Rico
ResponderEliminarMe parece un artículo oportuno e interesante. Eugenia Rico es una gran escritora y está claro que por intereses oscuros y por su gran talento tiene un "troll" que la persigue en internet, que ha hackeado su wikipedia, inventado falsas acusaciones,
ResponderEliminarEsto siempre les ha sucedido a los grandes. Yo me enamore para siempre de la escritura de Eugenia Rico cuando leí "La muerte blanca" como me enamoré de Virginia Woolf leyendo el "Orlando"
Lo que os recomiendo es que leaís a Eugenia Rico, que leaís a Virginia Woolf y que disfrutéis de su gran cálidad.
Leer es el mejor homenaje.
En cuanto a Rico sus enemigos se moriran pero la belleza de su escritura permanecerá.
Gracias por este hermoso artículo.