Fue tan solo un gol.
Un holandés corre entre dos españoles, un balón le llega, se lanza y lo golpea de cabeza. Dibuja la pelota una parábola que casi no lo es y cruza entre los palos, la red la frena y cae al suelo, gol.
Ahí se acabó España. Un solo gol que mató a la selección como un estilete fino que penetrara en el corazón. Hasta ese momento, durante casi cuarenta y cinco minutos, el equipo español había jugado a lo que sabía. Tocaba el balón, pisaba el campo del contrario, a la portería rival se acercaba poco a poco, como tejiendo una telaraña, y hasta había marcado un gol (de penalti). Todo eso fue antes del gol. El gol acabó con todo aquello. Poco imaginábamos cuando veíamos aquella primera parte que estábamos asistiendo a los últimos minutos de juego de una selección que ahora, ya muerta, se ha convertido en mito.
Todo eso acabó con ese gol. El descanso no sirvió para recuperar lo que se había perdido. Los tendones seccionados se habían enrollado definitivamente, las líneas se separaron, los pases no daban con su destinatario, las ideas desaparecieron, las piernas no corrían, las cabezas no pensaban. Los jugadores dejaron de serlo, los hilos invisibles que conectaban a unos futbolistas con otros desaparecieron. La selección ya no era un equipo, sino grupitos (a veces de dos, a veces de cuatro, con frecuencia de un solo jugador) que por su cuenta se agitaban en éste o aquel punto del campo incapaces de volver a ser lo que ya nunca serán.
Hubo otro partido y se cambiaron algunas cosas, pero -es fácil ahora decirlo, lo reconozco- no se cambió la única pieza que, quizás (repito, quizás) podría haber hecho que el mecanismo volviera a funcionar. Me refiero al Portero, ese jugador que parece que no hace nada cuando se gana y que, sin embargo, se presenta como el culpable de casi todo cuando se pierde. En esta ocasión con más claridad que en ninguna otra se ha visto -y precisamente en la derrota- lo importante que es el portero para la victoria.
Porque España se hundió por su base, se desmoronó por esa punta invertida que es el portero en todo equipo de fútbol. Aquel gol grácil del holandés que pilló a nuestro Portero dos pasos más adelantado de lo que debiera le fulminó. Desde aquel momento el Capitán (que también lo era, y por méritos propios) se quedó abatido, hundido, inseguro, perdido. Como si fuera ajedrez habíamos perdido una pieza; pero la pieza no desapareció del campo; sino que necrosada allí siguió transmitiendo la infección a todas las líneas hasta llegar a la delantera. Fue en la portería donde nació el mal que acabó contaminando a todo el equipo, y fue todo muy rápido, demasiado rápido.
Quizás -solo quizás- aquel gol del holandés volador hizo que toda la hiel que el Capitán había estado bebiendo durante la temporada, todas las inseguridades que había ido metiendo en su coleto, todas las dudas que le habían asaltado en el durísimo pulso que mantuvo durante meses y meses afloraron, se desparramaron y mancharon los campos de Brasil. Quien se acercaba pisaba aquella podredumbre y la confianza desaparecía. El humo negro que salía de la portería entraba en los ojos de todos los futbolistas y el juego se desvanecía.
Fue entonces cuando supimos que también en la victoria ese hombre solitario bajo los palos había sido fundamental, que la extraordinaria confianza de unos jugadores que habían ganado tres grandes torneos en seis años (dos Eurocopas y un Mundial) nacía también de la seguridad que daba quien estaba en la portería. España comenzó a morir en la defensa. Nunca fuimos equipo de marcar muchos goles; pero ¡era tan difícil que nos marcaran! Siete goles en noventa minutos acabaron con un equipo que, pese a todo, será recordado como la mejor selección de nuestra historia.
¡Ay aquel gol de Holanda! Si aquel gol no hubiera sido quizás el resto también hubiera sido diferente, pero fue. Lo más seguro, sin embargo, es que más tarde o más temprano nos hubiéramos encontrado con esa parálisis que destrozó al equipo. El Portero había sido inoculado con un veneno que tan solo esperaba el momento adecuado para salir. Y cuando el virus se activó la gangrena invadió rápidamente el cuerpo del enfermo sin dejar miembro sano.
Quizás alguien sonreía ante algún lejano televisor viendo la culminación de un propósito.
Ahora toca volver a empezar de cero, y yo tengo claro quién debería dirigir esa reconstrucción. Quien tiene el veneno suele tener también el antídoto.
Me ha gustado mucho esta entrada. Esta selección ha sido tantas cosas que, en su hundimiento, está inspirando las mejores crónicas deportivas que he leído nunca. Crónicas llenas de literatura, épica y belleza. Incluso las más críticas desprenden agradecimiento y nostalgia.
ResponderEliminarYo también pensé mientras veía el partido de España en que el culpable original de todo era Mourinho.
Quiién tiene el antídoto?