Tras las imágenes de estos días en Barcelona, quizás algunos tengan la tentación de afirmar que los catalanes se han vuelto violentos; confundiendo así a los grupos que queman, destrozan y golpean con toda la población de la Comunidad Autónoma. Evidentemente esto no es así y conviene dejarlo claro, sobre todo de cara a la opinión pública internacional. Una opinión pública a la que hay que repetirle que Cataluña es una sociedad profundamente dividida en la que menos de la mitad de la población desea la secesión. La otra mitad está sufriendo estos días la violencia entre la indignación y el temor porque las iras de la masa se dirigen de manera directa contra aquellos catalanes que discrepan de los planteamientos nacionalistas. No se trata de que los catalanes se levantan contra España, sino de que los independentistas violentos amenazan a los catalanes que se oponen a la secesión. Esa es la realidad.
Así pues, no podemos identificar violencia con Cataluña; pero tampoco podemos hacer esta identificación con el independentismo. Es decir, igual que es erróneo afirmar que los catalanes son violentos también lo es sostener que los independentistas son violentos. No, la mayoría de los independentistas no actúan de manera violenta, y esto tiene también que quedar claro.
No debería sorprender tampoco la afirmación anterior. En ninguna circunstancia ni país son millones los que recurren a la fuerza para conseguir su propósito. Se trata siempre de una minoría. No tener en cuenta este principio puede llevar a algunos errores de importancia.
Por ejemplo. Con frecuencia, sobre todo en el último año y medio, se ha repetido que las cosas en Cataluña "estaban más calmadas": las instituciones habían renunciado a las formas más extremas de desobediencia, el apoyo a la secesión bajaba y la mayoría de la población daba muestras de fatiga por el largo proceso al que estábamos sometidos. Todo esto es cierto, pero -tal como se ha visto- esto no supone que haya desaparecido el riesgo de violencia. Unas pocas docenas de personas pueden provocar ya altercados; unos centenares son suficientes para crear disturbios de importancia y bastan unos miles para iniciar una revolución. Éstas, las revoluciones, no son obra de millones de personas, sino de unos miles con convicción suficientes si están bien coordinados y dirigidos.
Y en Cataluña hay unos cuántos miles de personas que están dispuestos a utilizar cualquier medio para llegar a la secesión. Lo vimos hace unas semanas, cuando se descubrió una célula que estaba preparando explosivos y lo estamos ratificando esta semana de violencia creciente. Esto había sido desatendido de una manera alarmante por la opinión pública, por los políticos y, lo que es más preocupante, parece ser que por el Gobierno, que no ha conseguido todavía poner fin a unos incidentes gravísimos que, como decía, tienen sumida en la desolación y en la impotencia a una parte muy importante de la población de Cataluña.
Así pues, no son los centenares de miles de personas que en Cataluña desean la secesión los violentos, sino dentro de este grupo un relativamente pequeño porcentaje el que está dispuesto a destruir o, incluso, matar, para llegar a la independencia.
¿Concluye aquí el análisis? No por desgracia.
Como digo, dentro de los independentistas (dentro de los independentistas, lo de los infiltrados no merece la más mínima credibilidad) hay un grupo violento; pero el problema no se limita a la existencia de este grupo.
El problema es la tolerancia hacia la violencia, la idea de que existen formas de violencia que no son tales y la sumisión de las instituciones a los violentos. Iremos uno a uno.
En Cataluña existe tolerancia hacia la violencia cuando se dirige contra constitucionalistas. Lo he explicado muchas veces: los acosos a las carpas de Cs, de SCC o de S'ha Acabat! no han sido considerados como graves por las instituciones o por los políticos. El silencio ha seguido muchas veces a los ataques, cuando no la recriminación contra los atacados, a los que se ha acusado de buscarse problemas. Esta tolerancia hacia la violencia y la recriminación implícita hacia quienes discrepan del nacionalismo por mostrar públicamente sus opiniones es gravísima y la padecemos desde hace décadas, y ahí está el germen de lo que ahora está sucediendo. De insultar se pasa a boicotear, de ahí al lanzamiento de objetos y a los empujones, de esto a los golpes y lo siguiente es lo que nos estamos encontrando ahora: incendios, barricadas, levantamiento de vías, ataques a comercios, lanzamiento de cohetes caseros a helicópteros y lo que vendrá a continuación. No hay solución de continuidad entre unas cosas y otras, es una pendiente en la que cada vez se baja más rápido. Por supuesto, cuando ya no solamente se tolera, sino que se alienta desde las instituciones la violencia, el desastre está garantizado.
Lo segundo es que existen formas de violencia que son tomadas por otra cosa. Quienes el lunes intentaron colapsar el aeropuerto de Barcelona ¿piensan que no son violentos? Lo que en ocasiones se llama "protestas pacíficas" es, en realidad, violencia, porque restringe los derechos de los demás. Esto no está suficientemente asumido por la sociedad, donde muchos piensan que, por ejemplo, es legítimo cortar una carretera. No, no lo es. Todos tenemos derecho a circular si lo queremos, y si alguien se cree con derecho para cortar una carretera, habrá que asumir que quien no esté de acuerdo con el corte pueda hacer lo necesario para levantar las barricadas que se hayan colocado en la vía pública. Todos tienen derecho a protestar, pero no a impedir que los demás ejerzan sus derechos. Se tiene derecho a hacer huelga, pero no a impedir que otros trabajen o acudan a sus centros de estudio. Durante demasiados años, sin embargo, se ha dado por bueno que estas formas de protesta debían ser admitidas, lo que no implica más que asumir que quienes discrepan de quienes protestan han de someterse a su voluntad o a sus caprichos. No es así y cuando los ciudadanos pretenden ejercer sus derechos frente a quienes se lo quieren impedir se crean las condiciones para el conflicto; y no es justo evitar ese conflicto por la vía de exigir que se renuncie a derechos como el de circulación, trabajo o estudio.
Finalmente, es lamentable la sumisión de las instituciones a los violentos. En estos días estudiantes han ocupado rectorados y amenazado a los equipos de gobierno de las Universidades, quienes han acabado cediendo a estos violentos. Ver cómo la fuerza se impone a la dignidad de las instituciones es tremendamente doloroso, una muestra de la degradación de nuestra sociedad.
Así pues, no podemos conformarnos con afirmar que quienes queman y destrozan son unos centenares o unos miles. El respaldo social a la violencia, la admisión como protesta pacífica de actuaciones que en realidad son violentas y el achantamiento hacia los violentos construyen el contexto que permite situaciones tan dramáticas como las que estamos viviendo estos días. Sin una condena clara de la violencia, de todas las formas de violencia vayan dirigidas contra quien vayan dirigidas, tal como pedíamos hace poco con motivo de presentar el primer informe sobre violencia política en Cataluña, no se conseguirá recuperar la convivencia.
Todo el Procés, desde el primer minuto, ha sido una impresionante maniobra de intimidación. Tenía que acabar de esta forma putrefacta, con la manifestación de Paseo de Gracia como telonera de la auténtica, de la de verdad. Todo ello en medio de una pseudohuelga general basada en la pura coacción (cuando se iba el piquete, la gente volvía abrir) .
ResponderEliminarDe todos modos, creo que estás exagerando. Nuestras instituciones responden y, sin ir más lejos, ayer mismo el Síndic de Greuges abría diligencias porque dice que en Vía Layetana vio algún gesto o una tos en la policía que no le gustó.
J.Amenós.
Si que han sido y son totalitarios los independentistas. Nos han quitado los derechos a los demás. Son "pacificos"secuestrando la libertad del resto, discriminandolos y machacandolos socialmente. No nos vengais con rollos ni mentiras. No seais sus complices.
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