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lunes, 12 de octubre de 2009

Ser ministro hoy

Me ha dejado un tanto preocupado la entrevista a Mercedes Cabrera (ex-ministra de Educación) que se publica en La Vanguardia de hoy, 12 de octubre. En dicha entrevista se le pregunta a la Sra. Cabrera si los alumnos son más indisciplinados ahora que hace años, a lo que contesta que de eso se quejan los profesores, pero que éstos deberían hacer un esfuerzo por contactar con unos alumnos que se aburren. Y añade que si un médico del siglo XIX entrara en un hospital del siglo XXI no reconocería nada; pero que si un profesor del mismo siglo entrara hoy en un aula encontraría que es todo igual.
Creo que no se puede decir más con menos palabras. Y el caso es que no puedo estar en más desacuerdo. Es cierto que mi experiencia con la educación es más bien limitada, pues se reduce a mi contacto personal con las aulas; primero en una escuela "unitaria"; esto es, una escuela rural en la que convivíamos en la misma aula niños de entre cuatro y catorce años (1971-1977); luego en un "macrocolegio" de más de mil alumnos (1977-1981); posteriormente en un instituto (1981-1985) y, finalmente, en la masificada Universidad de los años 80 (1985-1990). A ello habría que añadir mi propia experiencia como docente universitario (desde 1990 hasta la actualidad) y el contacto que desde hace unos años vuelvo a tener con la escuela a través de mi hija y de mis sobrinos.
Y a partir de mi experiencia me sorprende la afirmación de la Sra. Cabrera, pues cuando entré hace unos años en la clase de mi hija en P3 me quedé tremendamente sorprendido, precisamente porque era muy diferente de las aulas que yo recordaba de hace treinta y tantos años (no estoy hablando del siglo XIX). Como muestra acompaño unas fotos del colegio de mi hija, no vaya a ser que fuera yo el obnubilado y esté en lo cierto Mercedes Cabrera:


Afirma también en la entrevista que los profesores deberían hacer un esfuerzo para conectar con unos alumnos que se aburren. Bueno, si fuera cierto que se aburren resultaría que sí que encontraríamos un claro punto de acuerdo con la Sra. Cabrera en lo que se refiere a que no ha cambiado nada en el sistema educativo desde hace más de cien años, porque, precisamente, el que los niños se aburran en la escuela es lo normal. El tradicional aburrimiento de las clases es un tópico que podría remontarse a la Grecia clásica e, incluso, antes. La escuela es un lugar donde se supone que se va a aprender, a trabajar, a esforzarse, y muchas de las cosas que se tienen que aprender no muestran su utilidad hasta muchos años después de concluir los estudios, por lo que el aburrimiento es, en cierta forma, consustancial a la enseñanza.
Pero el caso es que aquí tampoco acierta la Sra. Cabrera, porque lo que yo compruebo asombrado un día sí y otro también es ¡que los niños se lo pasan bien en clase! ¡Se divierten! Mi propia hija estaba casi desesperada a finales de agosto, con ganas de que empezara el colegio. Yo entiendo que tanta diversión no es buena, pero, en fin, eso sería tema de otro post, aquí me basta con destacar que no coincido, a partir de mi experiencia, con el análisis que hace la Sra. Cabrera.
Esta falta de adecuación entre lo que yo sé de la escuela y lo que leo en la entrevista es lo que me preocupa, porque, una de dos, o la Sra. Cabrera o yo no tenemos ni idea de cómo son las clases actualmente. Y, claro, teniendo en cuenta que ella fue Ministra del ramo...
Para acabar, me pregunto si son tan diferentes los hospitales del XIX y los actuales. Un quirófano es siempre un quirófano y el bisturí es un bisturí ahora y hace cien años. El material de los puntos de sutura varía, los monitores cambian y las técnicas mejoran; pero si un médico del XIX aterrizara de repente en un quirófano actual donde se está extirpando un apéndice podría, seguramente, concluir la operación si el cirujano que está operando se desmaya por la impresión que le produce la aparición del fantasma de su colega. Si un maestro del XIX cayera en una clase actual ¿podría siquiera hacer callar a los alumnos?

sábado, 3 de octubre de 2009

¿Madrid 2020?

He visto y oído la reflexión del director de ABC sobre el resultado de Copenhague, y me ha preocupado un tanto. Comenzaré por el final, concluye diciendo que él se presentaría en el 2020 y seguiría presentándose hasta que de una "puñetera" vez Alberto de Mónaco y sus amigos concediesen las Olimpiadas a Madrid. Esta apreciación es muestra de un cierto alejamiento de la realidad; parece que Madrid tuviera un derecho adquirido a la organización de los Juegos y que estos nos tendrán que ser "reconocidos" más tarde o más temprano. Desconoce esta interpretación la entidad de las ciudades que compiten por los Juegos y, con frecuencia, pierden. En Copenhague Madrid competía con Chicago, con Tokio y con Río de Janeiro ¡casi nada! ciudades todas ellas de gran peso internacional y relevancia. París fue rival de Barcelona en 1992, y es bueno recordar que París lo ha intentado varias veces y no consigue organizar unos Juegos ¡desde 1924! Con esto quiero decir que la pretensión de que Madrid, inevitablemente, ha de organizar unas Olimpiadas de verano muestra una cierta confusión entre deseo y realidad.
En segundo lugar, me parece desafortunada la referencia a "Alberto de Mónaco y sus amigos". El COI es quien adjudica los Juegos y si se quiere obtener la organización de unos se han de acatar las reglas que ponen estos señores. Nadie te obliga a participar; pero es un poco absurdo pretender jugar a obtener unos Olimpiadas y luego quejarse de cómo se conceden éstas. Podría pensarse que es muestra de una cierta chulería que no creo que nos venga bien.
El director de ABC valora positivamente el papel de la candidatura de Madrid en Copenhague; y esto también es preocupante. Es cierto que Madrid llegó a la final; pero también es cierto que desde la segunda ronda estaba condenada a perder. Madrid ganó en la primera ronda, lo que muestra que se habían trabajado bien las "adhesiones inquebrantables"; pero la elección no se juega a una sola vuela, sino que es una carrera de eliminación, y por tanto las segundas oportunidades, los rebotes ofensivos, si hablamos en términos de baloncesto, son fundamentales; y ahí Madrid ha estado fatal. De los dieciocho votos de Chicago solamente recogió uno en la segunda vuelta, y de los veinte de Tokio solamente supo traer a su bando a tres en la final. Es decir, la candidatura de Madrid se esforzó en encontrar miembros del COI que pensaban que su candidatura era la mejor, pero no se dedico el mismo esfuerzo a localizar a quienes podían pensar que Madrid era la segunda o tercera mejor opción. Quizá no sea casualidad esta estrategia y tenga alguna relación con la sensación de inevitabilidad en la concesión que parece planear sobre algunos.
En cuarto lugar, no estoy seguro de que sea bueno perpetuarse como ciudad candidata a los Juegos. Usualmente las ciudades compiten y si no consiguen la organización se olvidan del tema durante un tiempo. Tener permanente empeñada la ciudad en la candidatura olímpica puede hacer perder otras oportunidades, otras formas de desarrollo. Se ha intentado en dos ocasiones, seguramente esto ha favorecido a Madrid, pues se han construido instalaciones, ha tenido presencia internacional y conseguido contactos en distintos foros. Ahora quizás sería el momento de dirigirse hacia otros objetivos, sin obsesionarse con los Juegos Olímpicos.
A veces da la impresión de que la concesión de los Juegos Olímpicos de 1992 a Barcelona han hecho pensar a algunos que tan sólo es cuestión de tiempo que los Juegos lleguen también a Madrid. Esto, evidentemente, es un error, porque nada tienen que ver las dos candidaturas.
La candidatura de Barcelona se enmarcaba en la celebración de todo un país, la disculpa fue el Quinto Centenario, y por eso tenía que ser, precisamente, en 1992; pero, evidentemente, lo que se celebraba era otra cosa, era la consolidación de la democracia, la modernización de España, la incorporación a la Unión Europea (entonces todavía Comunidad Económica Europea); y ahí los Juegos Olímpicos, junto con la Expo de Sevilla y un sinfín de cosas más era una puesta de largo de toda la sociedad española. Había un proyecto percibido auténticamente como común. En ese sentido los Juegos de Barcelona se emparentan con los de Pekín o, ahora, los de Río: Olimpiadas que quiere organizar un país para mostrar al Mundo que han cambiado y mejorado.
La candidatura de Madrid no tiene nada que ver con esto. No hay nada especial que celebrar y tampoco es un momento propicio para los proyectos e impulsos comunes. España se ha vuelto mucho más local y es difícil encontrar desafíos que impliquen con rotundidad a todo el país. Los Juegos no se enmarcan en una celebración más amplia. ¿Quiere decir esto que son imposibles? Ni mucho menos, de hecho creo que el espíritu olímpico encaja más con aquellos casos en los que una ciudad (los Juegos los organiza una ciudad, no un país) decide solicitarlos simplemente porque le apetece, le agrada la idea de prepararse para la competencia y, en caso de ganar, organizar un acontecimiento como son unos Juegos Olímpicos. Ahí encajan candidaturas como la de Chicago y Juegos como los de Sydney, Atlanta o Montreal. Madrid es una ciudad lo suficientemente importante como para aspirar a la organización de unos Juegos, igual que, probablemente, otras cincuenta o cien ciudades en el Mundo. Si quiere jugar a los Juegos, hágalo; pero siendo consciente de que, por ahora, no se dan las especiales circunstancias que concurrieron en la candidatura de Barcelona.

jueves, 1 de octubre de 2009

Pequeños detalles

Acabo de volver de la reunión de inicio de curso de los padres con las maestras de primero de Educación Infantil. Ha sido una reunión muy provechosa. Me ha servido para contrastar, a través de algunos pequeños detalles algunas de las hipótesis que adelantaba en mi entrada España sí se rompe. Allí planteaba que una clave ineludible para entender no pocos aspectos de la política y de la sociedad en España era la utilización de la intelectualidad y la educación para la construcción o el reforzamiento de identidades nacionales en torno a los aparatos de poder que han surgido como consecuencia de la descentralización que ha supuesto el Estado de las Autonomías. En esta construcción la política lingüística juega un papel esencial. No es algo nuevo, el idioma fue un elemento importante en la construcción de las naciones europeas en los siglos XVIII y XIX y su eficacia como elemento aglutinador no creo que precise ser demostrada. En la actualidad el idioma propio de cada Comunidad Autónoma es un instrumento que contribuye a profundizar en su construcción nacional; y aquí el papel de la escuela es, evidentemente, fundamental. Solamente si tenemos esto en cuenta se explica, por ejemplo, la feroz oposición que suscitó en algunos sectores de la sociedad y la política catalanas el intento de establecer una tercera hora de lengua castellana en las escuelas. En aquel momento un amigo me comentaba, no sin cierta ingenuidad, que no entendía tal oposición cuando era evidente que debería mejorarse el nivel de castellano (y de catalán) de nuestros alumnos. Yo le dije que era claro que en todo este debate la formación de los niños era secundaria, que lo fundamental era el papel de la lengua como elemento de identificación nacional, y que en este plano cada hora de castellano era un problema y que, por tanto, mucho mejor dos horas de castellano a la semana que tres.
Pero me estoy desviando del tema, que no es otro que la visita de esta tarde al aula en la que estudia mi hija. Allí pude ver cómo en las paredes estaban colgados unos carteles con los nombres de los meses. En grande estaba el nombre del mes en catalán y en pequeñito el nombre del mismo mes es castellano. La relación que se establece inmediatamente es la de que hay un idioma más importante que el otro; curiosa forma de fomentar la diglosia. A esto hay que añadir que se nos explicó que en castellano se trabajaría únicamente la oralidad, no la escritura del idioma. Me parece una opción que favorece igualmente la diglosia, pues el catalán se presenta como una lengua no solamente oral, sino también escrita; mientras que el castellano es percibido únicamente como una lengua hablada, lo que no deja de traslucir una menor enjundia y profundidad del idioma. No desconozco que existen métodos de enseñanza de las lenguas que se basan, precisamente, en comenzar el aprendizaje por el lenguaje oral para, posteriormente, pasar al escrito. Ahí tenemos las estupendas páginas que nos dejó Elias Canetti en su autobiografía sobre su iniciación en el alemán. Sucede, sin embargo, que esto no es trasladable al colegio de mi hija, donde no pocos sino la mayoría de los alumnos tienen por lengua materna el castellano. Es decir, ya hablan el castellano (incluso mejor que el catalán en no pocos casos) por lo que este refuerzo de la oralidad más bien parece una limitación al desarrollo de las potencialidades de los alumnos en una lengua que ya conocen bien todos y que para muchos de ellos es, además, su lengua materna.
En definitiva, mi visita de hoy al colegio me ha confirmado que en Cataluña interesa más utilizar la escuela como elemento de construcción nacional a través del idioma que la efectiva formación de los alumnos en las dos lenguas oficiales en el País.