Cuando yo nací, ella tendría 46 años. Sería profesora en algún instituto donde enseñaría Ciencias o Filosofía; las dos materias en las que se habría especializado en la Universidad. Su marido, Fritz, cuatro años mayor que ella, era juez y ambos estarían preocupados por la forma en que sus hijos adolescentes se adentraban en la vida adulta. Su hermano mayor, que ejercería la medicina en otra ciudad, seguía siendo su mejor amigo y con el pasaría horas al teléfono y coincidirían visitando a su padre, ya mayor, y que había sido uno de los pocos cargos públicos que se habían mostrado abiertamente críticos con los nazis incluso después de que estos hubieran llegado al poder.
En mis años universitarios ella se habría jubilado. Con los hijos mayores, ella y su marido podrían dedicarse a leer, pasear o, como muchos de sus amigos, a pasar temporadas en Mallorca. Por esa época habrían acudido al entierro del profesor Huber, al que habían conocido en la Universidad, y con el que habían mantenido la relación tras haber concluido los estudios. Allí tanto ella como su marido y hermanos se encontrarían con sus viejos amigos Alexander, Willi y Christoph; todos ellos médicos, como Hans, y también ya en sus 70 años; veintitantos menos que el profesor Huber, psicólogo y musicólogo; una de esas combinaciones un tanto extrañas que a veces se encuentran en la universidad alemana.
Hoy sería su último día antes de cumplir 100 años; el último día en el que su edad aún tendría dos cifras y podemos aún especular con que siguiera todavía viva. Cierto: hay personas que viven más de 100 años y muchas otras que mueren antes; pero cuando se fantasea sobre cómo pudieron ser la vidas de quienes murieron antes del momento en el que les tocaba, el primer centenario de su nacimiento significa también el fin de la vinculación vital con quienes pudieron ser sus contemporáneos y la entrada definitiva en la categoría de los personajes que tan solo existen en la historia.
Es hoy, por tanto, el último día en el que podemos aún mantener esa ilusión de contemporaneidad con el miembro más joven de la Rosa Blanca, Sophie Scholl; la última de ellos que llega al centenario de su nacimiento; un centenario al que antes alcanzaron el profesor Huber (en 1993), Alexander Schmorell (en 2017), Hans Scholl y Willi Graf (en 2018) y Christoph Probst (en 2019). La última en entrar en ese centenario es la hermana pequeña de Hans, Sophie, quien nació el 9 de mayo de 1921 y que fue ejecutada el 22 de febrero de 1943 cuando tenía 21 años de edad.
No vivió, por tanto, como profesora en un instituto ni se casó con su novio Fritz ni tuvo hijos ni llegó a jubilarse para visitar Mallorca, pasear o entretenerse con sus nietos, como tampoco su hermano Hans y sus amigos Alexander, Christoph y Willi concluyeron sus estudios de medicina, la ejercieron y se reencontraron en el entierro de un profesor Huber que no llegó tampoco a ser un anciano. Todos ellos fueron ejecutados, como Sophie, en 1943, cuando contaban 25 años de edad (Alexander y Willi), 23 (Christoph) y 49 (Kurt Huber).
Eran integrantes del grupo de oposición al nazismo "La Rosa Blanca", quizás el más conocido de los que hubo en Alemania en los años 30 y 40 del siglo XX. Ya me ocupé de ellos
hace unos años, y suelo recordarlos cada año en el aniversario de la ejecución de los tres primeros (los hermanos Scholl y Cristoph Probst).
Hace unos años también traduje el sexto panfleto que produjeron, aquí lo comparto otra vez en su versión original y traducido al español.
Hoy vuelvo a ellos porque, de alguna forma, ahora ya pasan definitivamente a ser parte de la historia; pero una historia que será preciso recordar siempre. Los integrantes de la Rosa Blanca me parecen modélicos porque en un momento difícil tuvieron la inteligencia necesaria para identificar el mal; el coraje de combatirlo, la sabiduría de hacerlo mediante la palabra y la entereza de asumir las consecuencias de sus actos.
A ellos, y a quienes, como ellos han tenido, tienen y tendrán esa inteligancia, coraje, sabiduría y entereza les debemos nuestro reconocimiento
Si la muerte llega ahora,
si libre entregas tu sangre y tu luz,
si dejas que la ola el pecho quiebre,
si te abandonas,
si las palmas de las manos ofreces,
si no temes la soga ni el puñal...
nadie por ti vendrá.
Los ojos vivos, la carne que tiembla
mientras aguarda la sombra que llega
y tu rostro comienza ya a tocar.
Ver más allá del final
la brisa entre las hojas,
las conversaciones plácidas,
jóvenes que caminan descuidados,
piel que brilla en el claro atardecer.
Gozar más allá de la oscuridad
sonrisas y amores, suaves caricias
que ya no sentirás.
Si cambias el temor de este instante
por vidas sin violencia ni injusticia
que otros -desconocidos- tendrán;
si hoy la muerte aceptas
sin reproches ni esperanzas, confiando
sí
que algún día la hierba crecerá,
cubrirá las piedras ensangrentadas,
verdearán las rocas arrojadas
y nadie entonces ya recordará
este dolor fatal.
Confiando, sí
que esta noche a punto de llegar
sueño será, oscuro y frío, mortal;
pero sueño al fin, sueño del que alguien,
-otro- despertará.
Confiando, sí
en la mañana en que el niño o la joven,
la mujer o el anciano,
serenos y tranquilos, aburridos quizás,
ignoren que la libertad que tienen,
la seguridad, la prosperidad
aquí fueron ganadas,
la tarde en que supiste
que esa mañana que no verás
más importa que la vida que pierdes,
que el recuerdo y la memoria
que contigo desaparecerán.
Si estas cosas haces,
un beso -el mío- en la frente, al morir,
recibirás.
Los ideales llenan de alegría nuestros días, aunque el corazón bombee su sangre en carne viva... No sólo de pan vive el hombre.
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