domingo, 26 de julio de 2020

El debate sobre la monarquía es más profundo de lo que a veces parece

¿Monarquía o república? En ocasiones el debate se plantea de una forma excesivamente simplificada y se pierden matices que podrían ser importantes. El otro día publicaba Juan Claudio de Ramón un excelente artículo en "El Mundo" donde profundizaba en el tema y a raíz de ese artículo me atrevo a dar alguna idea al respecto.


Cuando hablamos de monarquía me refiero, claro, a la monarquía parlamentaria que tenemos en España y en otros países de nuestro entorno. Es decir, un sistema político en el que el rey es una figura simbólica -lo que no quiere decir que no sea importante, los símbolos importan, e importan mucho- que carece de poder político efectivo. El rey es una metáfora del conjunto del estado, representa al país en su conjunto y ejerce funciones ceremoniales. A esto se le puede añadir alguna función política del tipo "arbitrar" o "moderar"; pero lo lógico es que este tipo de funciones se ejerzan de una manera excepcional y siempre muy comedidamente. De hecho, en nuestra constitución la única función política real que tiene el monarca es la de proponer el candidato a la presidencia del gobierno. Una función que puede llegar a tener carácter sustancial cuando ningún partido tiene una mayoría suficiente en el congreso; pero que también debe ser ejercida de manera que no se produzca una incidencia efectiva en la vida política del país.
Es decir, en las monarquías parlamentarias el rey es un símbolo; pero un símbolo necesario. ¿Por qué?
Vivimos en organizaciones políticas complejas. España es un país, lo que desde la perspectiva del derecho internacioal implica un territorio (esto es fácil de concretar), una población (tampoco es muy difícil) y una administración. El punto delicado viene aquí. ¿Qué es la administración española? En definitiva ¿qué es el estado español (el Reino de España en su nombre oficial)? Bueno, pues el gobierno, pero también el congreso y el senado, los tribunales y los ayuntamientos, el tribunal constitucional y los gobiernos y parlamentos autonómicos, las diputaciones y el ejército, la sanidad y la educación pública, el sistema público de pensiones y la normativa sobre seguridad alimentaria... y un largo etcétera de instituciones, autoridades, normas y poderes. Reconducir todo esto a la unidad es un ejercicio de profunda abstracción. Y es ahí donde los símbolos aparecen.
Tenemos la bandera y el himno y también el rey. Luego existen otros elementos que ejercen la misma función, como pueden ser las selecciones deportivas o hasta los festivales internacionales de canción. En todos los casos se trata de encontrar elementos visibles que muestren nuestra pertenencia a una misma comunidad política. El rey es uno de ellos. Es jefe del estado y por tanto, lo representa. La justicia se administra en su nombre, el gobierno jura ante él, abre las sesiones de las Cortes y luce el uniforme de capitán general de los tres ejércitos. El estado en toda su complejidad no se ve; pero el rey lo representa.
Hace unos siglos era algo más fácil. El rey no era un símbolo, sino que realmente era el depositario del poder en una nación. Recordemos la frase de Luis XIV: "el estado soy yo".



Y era verdad. Durante un breve lapso (no más de dos o tres siglos) los reyes fueron realmente los poderes supremos de las organizaciones políticas que conocemos como naciones en Europa y, por tanto, su función simbólica se confundía con su función real.
Desde el siglo XIX el poder efectivo del rey se fue erosionando, pero mantuvo su función simbólica. De hecho, al carecer de poder real, su efectividad como símbolo era mayor aún. De alguna forma, a medida que se alejaba del debate político, la capacidad del rey como símbolo se potenciaba. Esa es la situación que tenemos ahora en España y en no pocos países de nuestro entorno. Tan solo en Europa, además de España, el Reino Unido, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Dinamarca, Noruega y Suecia.
¿Y la república?
Bueno, hay que diferenciar (y lo hace con mucho tino Juan Claudio de Ramón en el artículo que cito al comienzo). Por una parte tenemos el caso de Estados Unidos, una república que nace en el siglo XVIII y en el que el papel del presidente se asemeja al que tenían los reyes entonces. El presidente no era más que un rey elegido y, en el caso de Estados Unidos, con un eficaz contrapeso en el Congreso (lo mismo que en otras monarquías del momento se equilibraba el papel del rey con las cámaras legislativas, el Reino Unido, por ejemplo). En el musical Hamilton (del que tanto provecho puede sacarse) es clara esta perspectiva en la tercera de las canciones del rey Jorge.


El modelo estadounidense fue seguido por otros países con más o menos matices; de tal forma que tenemos repúblicas que en el fondo se parecen más a las antiguas monarquías que a las modernas democracias parlamentarias en las que el rey tiene un mero papel simbólico. No debe extrañarnos, por eso, que en los rankings de países democráticos, entre los 20 primeros haya más monarquías que repúblicas y que, en cambio, en los últimos lugares, encontremos más repúblicas que monarquías.
De hecho, los vínculos entre este tipo de repúblicas y las antiguas monarquías son quizás más evidentes de lo que a veces queremos creer. Así, por ejemplo, en la transmisión del poder dentro de la misma familia (Corea del Norte o Siria, por ejemplo), sin que el hecho de que haya formalmente una elección cambie mucho las cosas. Al fin y al cabo también han existido monarquías electivas (la visigoda en España, la asturiana, heredera de la anterior y el Sacro Imperio Romano Germánico, por ejemplo).
Luego tenemos otras repúblicas en las que el papel de presidente está tomado ya no de la posición de los reyes con poderes efectivos del Antiguo Régimen, sino de las monarquías parlamentarias modernas. De esta forma, el presidente de la república asume tan solo un papel simbólico que es copia del que había acabado asumiendo el rey en estas monarquías parlamentarias. Es la situación en Alemania, Austria, Finlandia, Italia, Portugal...).
El presidente de la república es aquí una figura que tiene una función simbólica fundamental o únicamente. De esta forma, carga sobre el presidente la obligación de encarnar al estado. Ahora bien, en esta función simbólica el presidente tiene algunas desventajas sobre el rey.
Para comenzar, el símbolo ha de tener un cierto grado de permanencia para que se fije y permanezca. Tanto a nivel interno como internacional. Todos conocemos quién es Isabel II y es más fácil que recordemos el nombre el emperador de Japón o del rey de Suecia que el del presidente de Alemania o de Finlandia. De alguna forma, la temporalidad del cargo de presidente de la república reduce la eficacia de su función representativa.
Por otra parte, en el caso de la monarquía esa función simbólica se conecta con el pasado de una manera natural y permite la evocación de legitimidades históricas que, si bien pueden carecer de fuerza legal en la actualidad, sí que tienen la capacidad de apelar a la emoción y a los sentimientos. En este sentido, la potencialidad de la monarquía es mayor que la de la presidencia de una república (siempre que se trate de una presidencia que ejerce funciones meramente simbólicas, recordemos).
El resultado de lo anterior es que inevitablemente en una república esa función simbólica de la jefatura del estado tiene menor intensidad que en una monarquía. No lo valoro (aún), simplemente lo constato.
¿Es esto importante? Depende.
Depende fundamentalmente del grado de necesidad del símbolo. En países en los que tanto la existencia del estado como su forma política están plenamente asumidas sin que exista debate significativo sobre estas cuestiones, la jefatura del estado puede ser prácticamente invisible sin que esto suponga grandes inconvenientes. De hecho, en estos países, en los que resultaría indiferente que el jefe del estado fuera un monarca o un presidente de la república, el debate es poco probable que se plantee siquiera por la falta de relevancia práctica del mismo.
Si el debate surge, en cambio, quizás sea un síntoma ya no de que plantea problemas la jefatura del estado, sino el estado mismo. El debate sobre quién asume la posición de cabeza visible del poder público puede esconder un debate sobre ese mismo poder público. Ese es el caso de España en la actualidad. Las grandes líneas de las dudas que se sientan sobre la corona como institución encajan en este planteamiento.
Así, quienes cuestionan con más saña la monarquía son, precisamente, aquellos que cuestionan también el estado en sí mismo; fundamentalmente, los nacionalistas. En esta clave, afirmaciones como "los catalanes no tenemos rey", deben ser leídas como un rechazo a España y no a la corona en sí. En esta misma línea, el cambiar un símbolo "fuerte" del estado, como es la monarquía, por uno más débil como es la presidencia de la república, encaja en el intento generalizado de debilitar al Estado y a los símbolos comunes. Cuanto menos visible sea ese estado (España), mejor para las propuestas secesionistas.
Desde la perspectiva de Podemos y de sus aliados la situación es un poco más compleja. Por una parte tenemos que su alianza estratégica con el nacionalismo es evidente, por lo que pueden compartir sus objetivos de debilitamiento e hipotético fraccionamiento del país; pero por otro lado, no es descartanble que Podemos plantee el debate con el objetivo de conducir el país a una forma de república presidencialista que sería adecuada para sus planteamientos totalitarios. No podemos perder de vista, por una parte, los vínculos de la formación política con países que han adoptado esta forma presidencialista en el marco de sistemas restrictivos de las libertades (Venezuela e Irán) y, por otra parte, que las manifestaciones públicas de Podemos se orientan a significativas restricciones de libertades como la de prensa, opinión y manifestación. Los tics totalitarios de la formación aparecen de manera constante en los últimos meses, fundamentalmente, en declaraciones de su líder y ahora vicepresidente del gobierno. Recordemos, además, que la formación había planteado restricciones a la prensa desde hace años, por lo que las declaraciones, en ocasiones amenazantes, de Pablo Iglesias, se ubican en el contexto programático de la formación.
De esta forma, la única forma en que el debate sobre la jefatura del estado no derive en un debate sobre el estado es que no se abra hasta que el cuestionamiento a la integridad del estado y a su forma política se calmen. En tanto estos últimos cuestionamientos se mantengan la única respuesta posible, desde mi perspectiva, a las críticas a la monarquía es la de que ésta es la mejor forma de la que disponemos actualmente para simbolizar el proyecto común en el que participamos todos los españoles, y que cuestionar en estos momentos la monarquís no esconde más que un intento poco disimulado de debilitar al estado en sí o el propósito de alterar el equilibrio actual de nuestra forma de gobierno en favor de una república presidencialista que podría resultar mucho menos democrática que el sistema que ahora tenemos.
Por supuesto, lo anterior no implica que no pueda -y deba- criticarse la forma en que el rey ejerce su función. Ahora bien, por graves que sean las acusaciones que se viertan sobre quien fue rey (Juan Carlos I), esas críticas no afectan a la institución en sí. El rey ahora no es Juan Carlos I, y en el caso de que Felipe VI dejara de ser rey, su hija Leonor asumiría el trono, con la regencia de su madre mientras fuera menor de edad. Todo se encuentra previsto en la constitución, porque, como digo, la institución no se identifica con quien la ocupa. Debilitar al rey no es debilitar a la monarquía. Ahora bien, debilitar la monarquía, por las razones que antes señalaba, sí es -en el contexto actual- debilitar al estado.

sábado, 25 de julio de 2020

De nuevo sobre las cifras del coronavirus y la situación en la que estamos

Hacia el final del confinamiento renuncié a seguir las cifras del coronavirus. Me parecía un insulto a la inteligancia el baile de criterios, la disminución en el número absoluto de muertos y el rechazo a considerar el exceso de mortalidad como indicativo de las cifras reales de afectación de la pandemia. El burdo intento de retrasar el análisis de las cifras para que el denominado "efecto cosecha" redujera aparentemente el impacto del coronavirus en España fue el último golpe a la credibilidad de unas autoridades que han perpetrado un auténtico atentado al sentido común y a la salud de todos con su desastrosa gestión de lo sucedido y de lo que está sucediendo.
Ahora bien, creo que es necesario volver a estos temas. Con todas las precauciones, cierto, porque la poca credibilidad de las cifras que facilitan unos y otros obliga ser siempre escépticos; pero aún así intentando dilucidar hasta qué punto la situación es ahora tan grave como en ocasiones parece.
Desde hace unos días el número de casos aumenta de una manera significativa. La gráfica de Worldometers es clara al respecto (salvo que diga otra cosa, los datos que utilizaré serán siempre los de Wordometers)

Aparentemente, las cifras son parecidas a las de principios de marzo (el 23 de julio hubo 2615 nuevos casos, mientras que el 18 de marzo hubo 2943 nuevos casos). Ahora bien, hay que tener en cuenta que muy probablemente en marzo el número de casos detectados era una parte pequeña del número total de casos. A mediados de marzo especulaba con que la tasa real de infectados estuviera por el millón de personas, en vez de las menos de 10.000 que daban las cifras oficiales (es decir, las reales serían tan solo un 1% de las oficiales).


De ser así, resultaría que ahora no estaríamos como a principios de marzo, sino que la situación real sería de tan solo un 1% de la que se vivía hace cuatro meses y medio.
Probablemente no es así; pero tampoco podemos quedarnos con que estamos como al comienzo de la pandemia. Las precauciones que tomamos casi todos, las medidas de distanciamiento, la limitación o prohibición de ciertas actividades y un mejor seguimiento por parte de las autoridades sanitarias hacen difícil pensar que la situación esté como hace unos meses. Y los datos de la evolución del número de fallecidos así parecen confirmarlo.
Como he procurado desde siempre, prefiero hacer el seguimiento del número de fallecidos al de casos. La diferencia entre el número de fallecidos oficialmente por coronavirus y el número real es menor que en el número de casos. En España se ha comprobado que esa diferencia es de menos del 100%; que puede parecer mucho, pero que es mucho menos que la diferencia entre casos reales y oficiales; puesto que a partir de los análisis serológicos realizados se deriva que un 5% de la población (seguramente algo más) han pasado la enfermedad; esto es, unos 2,5 millones de personas, que es 7 veces la cifra oficial de personas que han contraído el coronavirus.
Y si vamos a las cifras de fallecidos en el último mes nos encontramos lo siguiente:



No hay crecimiento exponencial, sino el mantenimiento de un número de fallecidos que en todos los días excepto uno, no supera las diez personas.
Si pasamos al número diario de casos nos encontramos con esto:


Aumenta el número de casos, pero no exponencialmente. Ahora bien, hay que hacer algunas matizaciones.
La primera es que llama la atención como en cantidades altas, existen varios días en que se repiten exactamente los mismos números. Mi hipótesis es que esas cifras lo que muestran es el límite de la capacidad de rastreo, no la situación real de casos existentes. No habrá una diferencia como la que nos encontramos en marzo, pero hay una diferencia. El bajo número de rastreadores existentes es un importante inconveniente para el seguimiento de la enfermedad y una consecuencia que ha de extraerse es que no se ha hecho bien estos meses en ese tema, las Comunidades Autónomas (o, al menos, algunas Comunidades Autónomas) no se han preparado de manera adecuada para afronter la lucha contra el virus. Aumentar la capacidad de detección es fundamental para hacer frente al repunte que ahora mismo estamos sufriendo.
Otro apunte: la situación varía mucho en función de las Comunidades Autónomas.

(en este caso los datos están tomados del Ministerio de Sanidad)

La variedad de unas a otras Comunidades Autónomas es enorme. A simple vista se comprueba que Aragón (220,12), Cataluña (103,62) y Navarra (100,58) están en una situación mucho peor que el resto, donde la situación en el País Vasco y en La Rioja tampoco parece buena. El resto de Comunidades Autónomas, sin embargo, tienen unas cifras bastante tranquilizadoras.
En tercer lugar: hay que esperar que el aumento de los casos en los últimos días se traduzca al cabo de unas semanas, en un aumento significativo del número de fallecimientos. Por optimistas que seamos, 2000 casos diarios supondrán inevitablemente del orden de entre 10 y 20 fallecidos diarios al cabo de unos días.
Lo que dicen estos gráficos es que hay que adoptar medidas en Aragón, Cataluña y Navarra (probablemente también en el País Vasco y La Rioja) a fin de parar la extensión del brote a otras Comunidades Autónomas. Creo que impedir los desplazamientos entre estas Comunidades y el resto del país sería una medida muy apropiada. Una medida que tan solo puede aprobar el gobierno de acuerdo con la interpretación que hasta ahora se ha hecho de la confusa normativa en la materia que tenemos.
Ya se está tardando- me parece- en adoptar esta medida.
Por otra parte; en estas comunidades el nivel de casos es tan alto que el rastreo tiene una eficacia limitada. La única forma de parar la expansión es extremar las medidas de protección y de mantenimiento de la distancia física, unido a la prohibición de realizar determinadas actividaes y a la limitación de otras (reducción del aforo en restaurantes, por ejemplo).
No se trata en ningún caso de volver al confinamiento, una medida que la expereiencia comparada ha mostrado como ineficiente y que tendría unos costes económicos inasumibles; una medida que tan solo debe usarse como último recurso en aquellos casos en los que la falta de previsión y de preparación no deja ninguna otra alternativa. No son mis palabras, son las del Informe sobre Desarrollo Sostenible de 2020, que analiza la respuesta global al coronavirus.




Desechado el confinamiento, han de aislarse las zonas en las que la incidencia es mayor y ser exigente en las medidas de higiene, protección y distancia física. Además, han de incrementarse los controles y los rastreos y mejorar la respuesta sanitaria a la crisis. Ahora no debería pasar como hace unos meses, cuando en algunas Comunidades Autónomas las UCIs estaban colapsadas mientras otras presumían de que no habían precisado más que ocupar un 75% de sus camas. Hay que ir estableciendo planes para desplazar medios y personal sanitario de unas Comunidades Autónomas a otras o bien desplazar enfermos (como hizo Francia, por ejemplo).
En definitiva, no estamos en una situación como la de marzo y no debería repetirse lo que entonces se vivió; pero para eso es necesario:
- Mejora en los mecanismos de rastreo, seguimiento y atención.
- Adopción de medidas de aislamiento de las zonas más afectadas lo antes posible (ya estamos tardando).
- Extremar las medidas de higiene y protección.
- Reducir o limitar las actividades que más riesgo suponen para la transmisión de la enfermedad.
- Elaboracion de planes para el caso de que sea necesario desplazar pacientes o material y personal sanitario de unas Comunidades Autónomas a otras.

domingo, 12 de julio de 2020

El discurso del rey el 3 de octubre de 2017



Creo que se ha dedicado menos atención de la que se debiera al discurso político más importante de los realizados en España durante las últimas décadas. Me refiero al discurso del rey el 3 de octubre de 2017.



Las reacciones a este discurso en Cataluña dan perfecta cuenta de la división que existe en nuestra sociedad. Creo que los catalanes podemos clasificarnos en dos grupos diferenciados: aquellos que detesten dicho discurso y quienes estaremos siempre agradecidos al rey por haber dicho entonces lo que dijo. Intentar que unos entiendan las razones de los otros será importante para buscar la reconciliación y recuperar la convivencia en Cataluña; lo que pasa, inevitablemente, porque quienes denostan ese discurso sean capaces de comprender por qué tantos catalanes respiraron aliviados tras concluir aquel mensaje.
Me adscribo sin matices al grupo de quienes agradecen el mensaje que dio entonces el rey, y a continuación intentaré explicar mis razones tanto para el agradecimiento como para la afirmación con la que empezaba: es el discurso político más importante en España en décadas.
Para ello tenemos que considerar el contexto en el que se dio ese discurso.
En el mes de octubre se estaba desarrollando el plan que, de acuerdo con el diseño nacionalista, conduciría a la secesión de Cataluña. El plan se basaba en que la administración autonómica y las administraciones locales catalanas dejaran de actuar como instituciones constitucionales españolas y pasaran a hacerlo como administración de la República Catalana. Una vez conseguido esto se trataba de limitar la acción del Estado en Cataluña, de tal manera que el Reino de España no tuviera más remedio que asumir que no era capaz de controlar la situación en Cataluña. Llegados a este punto una mediación internacional entre España y los nacionalistas (que ya podrían hablar con plena legitimidad en nombre de toda Cataluña) conducirír en un plazo más bien breve a la efectiva independencia de Cataluña.
No, no es un relato de ficción lo que acabo de explicar. Era lo que estaba pasando en Cataluña desde el 6 de septiembre de 2017, cuando el Parlamento catalán hizo oficial su desvinculación del ordenamiento constitucional español. A partir de entonces ya se trataba tan solo de ver en qué forma podían bloquearse los intentos de las instituciones centrales de España de continuar visibilizando que Cataluña seguía siendo una parte integrante de España sobre la que este país ejercía de manera plena sus competencias.
En esta clave hay que entender el referéndum del 1 de octubre de 2017. El hecho de que hubiera sido prohibido por el Tribunal Constitucional implicaba que, de realizarse el referéndum, la imagen que se trasaldaría al mundo era la de que las autoridades españolas eran incapaces de hacer cumplir las decisiones del TC en una parte de su territorio, lo que daría fundamento a la pretensión nacionalista de que el control efectivo sobre el territorio y la población de Cataluña ya no estaba en manos de las instituciones españolas.
Y los nacionalistas consiguieron su propósito el 1 de octubre. Pese a la prohibición del TC hubo colegios electorales en escuelas públicas, urnas y votos. Además, se vieron imágenes de la policía intentando impedir el referéndum de manera infructuosa. La peor combinación posible: hubo referéndum e imágenes de enfrentamientos con la policía.
Sí, ya sé que no había censo, irregularidades y ausencia de control; pero nada de esto era importante. Lo relevante era trasladar la imagen de que Cataluña no era España y que España intentaba, sin éxito, impedir una votación de los catalanes. Y esa imagen fue la que percibió mayoritariamente la opinión pública internacional y otros Estados.
El conflicto catalán había cambiado de escala. El mismo día 1 de octubre hubo declaraciones públicas del primer ministro de Eslovenia, del primer ministro de Bélgica y del presidente de Finlandia. El asunto catalán ya no era percibido como un mero problema interno español. En los días siguientes el caso fue estudiado en el Parlamento Europeo y las consultas de otros países fueron frecuentes (así lo reconoció en público el que entonces era delegado del gobierno en Cataluña, Enric Millo).
Los nacionalistas tenían entonces que gestionar el éxito del 1 de octubre; para lo que necesitaban profundizar en la imagen de que España ya no controlaba de manera efectiva el territorio catalán. El entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, exigió la retirada de los policías españoles desplegados en Cataluña y se convocó para el 3 de octubre una jornada de paro de país que pretendía visibilizar el rechazo de los catalanes a la actuación de la policía. Miles de cartas fueron enviadas por colegios e institutos a las familias condenando la actuación de la policía el 1 de octubre. Todo estaba relacionado; no quizás para los muchos que participaron en estas iniciativas sin ser plenamente conscientes de sus consecuencias, pero sí que lo eran para quienes dirigían el proceso.


El día 3 de octubre de 2017 la secesión de Cataluña era posible. Quizás algunos no acaben de verlo; pero así era. La situación creada implicaba que en cualquier momento podía ofrecerse una mediación internacional (quizá por parte de la UE). Un ofrecimiento de ese tipo obligaría al gobierno español o bien a rechazarlo de plano (lo que aumentaría su imagen negativa en todo el mundo) o a aceptarla. Y aceptar una mediación internacional supondría que cualquier solución superaría el marco constitucional español y, por tanto, supondría que las relaciones entre Cataluña y España serían ya parte del Derecho internacional. El objetivo de los nacionalistas, conseguido; y el inicio de un proceso que no acabaría más que en una independencia formal o de facto.
La situación para muchos catalanes era angustiosa, y no solamente por lo que suponía la secesión; sino porque los nacionalistas ya habían dejado claro que el proceso de secesión suponía la vulneración de los derechos de los ciudadanos. Derechos como la libertad ideológica, la libertad de expresión habían sido vulnerados, tal como declararon los tribunales; y también pudimos ver cómo se utilizaban ilegalmente datos personales de los ciudadanos o se instrumentalizaba la escuela con fines políticos. En las semanas anteriores tuvimos que soportar que se nos dijera que en caso de que fuéramos llamados a las mesas electorales ilegales seríamos sancionados por las autoridades nacionalistas.
Y todo lo anterior con unas instituciones centrales que se negaban a reconocer la gravedad de lo que estaba pasando; ya no solo desde una perspectiva institucional, sino por las constantes vulneraciones de derechos que sufríamos. Nos sentíamos olvidados y desprotegidos.
Ese era el contexto del discurso del rey del 3 de octubre. Al final de un día que fue también muy duro, porque nos encontramos ante una huelga promovida desde el poder público que, veíamos, tenía como fin profundizar en la separación de Cataluña y del resto de España. Todos fuimos compelidos a dar un paso al frente en la defensa de la Constitución. Mi mujer, maestra en una escuela pública, acudió el día 3 de octubre a trabajar, pese a que la Generalitat había dicho que no descontaría ese día de huelga. Una señal muy clara de que tu empleador quería que te quedaras en casa.
Y llegó el discurso de Felipe VI.
Lo primero que hay que decir es que ese discurso iba dirigido, fundamentalmente, a la comunidad internacional. Tal como se acaba de indicar, el resto de Estados y la UE estaban preocupados por la situación en Cataluña y la idea de una mediación internacional flotaba en el ambiente. Cualquier debilidad por parte del gobierno español podría conducir a dicha mediación y, tal como me indicó en su momento una persona que había participado en varias mediaciones de ese tipo, en este tipo de procesos, al final siempre se llega a un punto intermedio. ¿Asumimos lo que sería un punto intermedio entre la descentralización que ahora tiene España y la independencia de Cataluña? Sería, como adelantaba, el inicio de un proceso que casi inevitablemente conduciría a medio plazo a la creación de la República Catalana.
Ante esta situación, el rey, como jefe del estado, dejaba claro que el problema de Cataluña seguía siendo un problema interno español y que la comunidad internacional tan solo tenía un papel: apoyar al estado que ejercía sus competencias en el territorio. Este era un mensaje importante y necesario.
Tenemos que recordar que los estados hablan en la comunidad internacional a través de tres personas: el jefe del estado, el presidente del gobierno y el ministro de asuntos exteriores. Estas son las tres autoridades que, en función de su cargo, vinculan al estado en la esfera internacional. Y ello con independencia de que, como sucede en España, el jefe del estado no tiene competencias ejecutivas. Eso es indiferente para su posición desde la perspectiva internacional. El rey siempre vincula al estado y, por eso, sus mensajes son de una importancia capital.
El mensaje del rey del 3 de octubre tenía como primera misión poner fin a las especulaciones sobre una mediación internacional en Cataluña. Tras un mensaje tan claro y contundente como el del rey ya no tenía sentido y, de hecho, tras el mensaje, el peligro de un ofrecimiento de mediación fue disminuyendo a la vez que los distintos países se alienaban con las posiciones del gobierno español (aunque no sin que no hubiera que ejercer ciertas presiones, tal como reconoció en público el entonces ministro de asuntos exteriores, José Manuel García Margallo).
Este aspecto se comenta poco, y creo que es fundamental para entender la importancia del discurso del rey ese día. Espero que en algún momento se analice desde esa clave y se ponga en valor su importancia.
En segundo lugar, el discurso del rey fue importante para los catalanes que sufríamos el proceso secesionista. Como decía, para nosotros la situación era angustiosa ente la perspectiva de que, como ha sucedido tantas veces, como sigue sucediendo, las instituciones se desentendieran de nuestra situación. El rey aquí fue claro: España no toleraría la actuación desleal de las administraciones controladas por los nacionalistas. Era la primera vez que ese mensaje se lanzaba con esa claridad.
Quiero llamar la atención sobre esto último: hablar con claridad. Siempre comento que un amigo me dijo hace tiempo que en Cataluña nada parece lo que es ni es lo que parece. Y creo que tiene razón. Una de las claves del nacionalismo es jugar con las palabras, negar la evidencia y acusar a sus oponentes de lo que ellos hacen. Para los nacionalistas decir con claridad lo que pasa es una tremenda ofensa. Recuerdo cómo un compañero que simpatiza con la manera nacionalista de presentar las cosas se escandalizaba porque yo dijera que se habían vulnerado los derechos fundamentales de los alumnos constitucionalistas en la UAB... después de que dos sentencias judiciales hubieran declarado exactamente eso: que se habían vulnerado los derechos fundamentales de los alumnos constitucionalistas de la UAB. Tras los acontecimientos de septiembre y octubre de 2017, cuando se derogó la Constitución española en Cataluña (leyes del 6 y 7 de septiembre de 2017) y se declaró la independencia (al menos, dos veces), aún se niega airadamente que estemos ante un golpe de Estado; cuando es evidente que la actuación de la Generalitat supuso rebelarse de manera explícita frente al orden constitucional con el objetivo de foner fin a la vigencia de la Constitución en Cataluña.
Este hablar con claridad que percibimos en el discurso del rey fue un soplo de aire. Creo que muchos respiramos y comentamos ¡al fin! ¡alguien que no acepta el marco mental de los nacionalistas! Porque  disimular las críticas a los nacionalistas es una de las claves de la política española. Quizás la piedra angular de ésta sea este haber asumido de manera generalizada ese marco mental, lo que explica muchas cosas.
El discurso del rey el 3 de octubre no se incardinaba en el paradigma nacionalista. Fue una intervención que partió de la Constitución, de la función que tiene ésta en nuestro ordenamiento y que exigía su respeto y defensa. Si lo miramos con una cierta distancia, nada que objetar. ¿Qué otra función más importante puede tener el rey que defender la Constitución cuando está en peligro? Las críticas al discurso del rey solamente se explican porque la realidad es que ese paradigma constitucional que durante años dimos por descontado se enfrenta ahora de manera clara a un paradigma alternativo, el paradigma nacionalista.
Así pues, el discurso de Felipe VI fue un destello de constitucionalismo sin complejos en un momento en el que todos parecían dudar sobre si convenía defender la Constitución -y los derechos que de ella se derivan- con convicción o, por el contrario, plegarse al paradigma nacionalista. Esto, seguramente, explica por qué tantos en Cataluña muestran su disgusto con la intervención de Felipe VI. Parte de ese disgusto se conecta con el hecho de que el rey hizo patente que la manera de afrontar la política por los nacionalistas es incompatible con el respeto a la Constitución. Y esa batalla por el marco del debate es clave para el tratamiento de los conflictos que resultan del desafío secesionista.
Es por lo que acabo de explicar que creo que el discurso del rey el 3 de octubre de 2017 fue el discurso más importante en la política española en las últimas décadas: paró en seco la proyección internacional del desafío nacionalista y nos dio una muestra de lo que debería ser el discurso constitucionalista en España, un discurso que no ceda ante el marco de pensamiento que pretende imponer el nacionalismo.