lunes, 12 de agosto de 2024
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Venezuela
viernes, 5 de julio de 2024
El Decreto de imposición lingüística, suspendido
"Art. 16El catalán como lengua oficial de la Administración educativa1. El catalán, como lengua propia de Cataluña y lengua propia de la enseñanza, lo es también de la Administración educativa. El aranés disfruta de esta condición en Arán.2. La Administración educativa de Cataluña y los centros deben emplear el catalán tanto en sus relaciones internas como en las que mantengan entre sí, con las administraciones públicas del resto del dominio lingüístico catalán y con sus entes públicos dependientes. El catalán será también la lengua de uso normal para la prestación de servicios contratados por el Departamento" (negritas añadidas)
miércoles, 19 de junio de 2024
Memoria, historia y olvido en las transiciones a la democracia
SUMARIO: I. INTRODUCCIÓN. II. TRANSICIÓN Y CONSTITUCIÓN: 1. Cambio en el soberano y cambio de régimen. 2. Los diferentes tipos de modificación de la organización política de un país. III. DERECHO PENAL Y AMNISTÍA: 1. Aplicación en el tiempo del Derecho en general y del Derecho Penal en particular. 2.Amnistía y leyes de punto final. 2. IV. VÍCTIMAS, HISTORIA Y MEMORIA: 1. Víctimas, Derecho penal y reconocimiento. 2. Reconocimiento, memoria e Historia. V. CONCLUSIÓN. VI. BIBLIOGRAFÍA.
I. INTRODUCCIÓN
Desde hace medio siglo, varios países de todo el mundo han vivido mutaciones constitucionales de gran calado que han significado la instauración de los que podríamos denominar democracias liberales. En Europa Occidental, tanto Portugal y Grecia (1974) como España (1976) dejaron atrás regímenes dictatoriales en los que el ejército tenía un papel central. En Latinoamérica, diversos regímenes militares dieron paso a las democracias desde los años 80 del siglo XX (Argentina, 1983; Brasil, 1985; Uruguay, 1985; Chile, 1990; entre otros). Ya en los años 90 del siglo XX se produce la transición en Europa del Este, dejando paso los regímenes comunistas a democracias liberales. En otros continentes también se vivieron transformaciones profundas de los regímenes políticos, así, por ejemplo, en Sudáfrica, donde la política de apartheid es eliminada a partir de 1992.
Los cambios de régimen en los países no son ninguna novedad y se conocen desde que existen registros históricos. Así, las luchas dinásticas han implicado cambios de poder en las estructuras políticas desde siempre. Ahora bien, quizás sea conveniente distinguir entre este tipo de conflictos (desde la Guerra de las Dos Rosas en Inglaterra hasta los cíclicos cambios de dinastía en China) y aquellos que suponen una modificación del marco político y social que va más allá de las personas que dirigen el ejercicio del poder público. De esta forma, habría que diferenciar entre, por ejemplo, el conflicto dinástico que convulsionó toda Europa a principios del siglo XVIII, cuando dos candidatos distintos (Felipe de Borbón y Carlos de Austria) lucharon por el trono de España en la que se denominó como Guerra de Sucesión (1701-1713); y el cambio que supuso en Francia la Revolución Francesa de 1789, que implicó el fin del denominado Antiguo Régimen y una organización diferente de la sociedad y de la política.
Pese a que ambos tipos de conflicto comparten algunos elementos comunes en lo que a nosotros interesa y tal como vamos a ver; las diferencias entre unos y otros son significativas. Mientras en unos solamente se discute sobre la legitimidad de los aspirantes a gobernar un determinado territorio, en los otros el conflicto es más profundo; pues se extiende a la forma en la que debe estar gobernada una sociedad.
En esta breve contribución me ocuparé de una de las dimensiones de este tipo de conflictos: la de la gestión, tras el cambio de régimen, de las actuaciones que se desarrollaron durante la vigencia del régimen derogado. Sin renunciar a introducir consideraciones o reflexiones sobre otros países, el punto de vista será español; esto es, trasladando algunos de los debates y preocupaciones que se han planteado en este país en relación a este tipo de mutaciones constitucionales. El caso de España es, además, interesante, puesto que en él confluyen dos acercamientos distintos y contradictorios sobre la resolución de este problema, el de la gestión tras el cambio de régimen de las actuaciones desarrolladas antes de dicho cambio. Por un lado, durante décadas, en España el acercamiento a estos problemas se basó en la reconciliación, lo que, de alguna forma, suponía el olvido [Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía, Boletín Oficial del Estado (BOE) de 17-X-1977]; pero desde hace veinte años se plantea el debate sobre la necesidad de juzgar los crímenes cometidos durante la etapa de la dictadura; un juicio que podría realizarse en España o en otro país (Zapico Barbeito: 912); así como en la necesidad de una revisión de la historia orientada a la construcción de una memoria democrática “oficial”. En ese sentido, es significativa la Ley de Memoria Democrática aprobada en el año 2022 (Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática, BOE, 20-X-2022), que ha tenido una fuerte contestación en España; de tal manera que el Partido Popular (PP) principal partido de la oposición en España durante la XIV legislatura (2019-2023) se comprometió formalmente a derogarla tras las elecciones de julio de 2023 (García). De esta forma, nos encontramos ante un conflicto sobre el acercamiento más adecuado al juicio sobre lo acaecido en el pasado que tiene mucho que ver con una “lucha por el relato” entre los diferentes actores políticos actuales, que es ininteligible si no se tienen en cuenta los últimos cien años de la historia de España.
En estos cien años, España pasó de una monarquía parlamentaria no demasiado alejada del modelo de otros países europeos en ese momento (el sistema de la Restauración, que dio comienzo con la Constitución de 1876 y que estableció el sufragio universal masculino en 1890) y que se mantuvo hasta el pronunciamiento militar de Primo de Rivera del año 1923, un pronunciamiento apoyado por el rey Alfonso XIII. Tras la caída de Primo de Rivera (1930), y como consecuencia de las elecciones municipales de abril de 1931, cae la monarquía y se instaura la II República. Durante los cinco años que transcurrieron desde 1931 hasta 1936 en la república se sucedieron gobiernos tanto de izquierdas (1931-1933) como conservadores (1933-1936); manteniéndose una tensión constante entre republicanos de izquierdas, republicanos de derechas y de centro derecha, grupos antirrepublicanos de derechas (la CEDA) y fuerzas políticas que deseaban superar la república para instaurar una revolución socialista.
Fruto de las tensiones anteriores, cuando en 1934 entra en el gobierno de la República la CEDA, desde la izquierda (fundamentalmente, el partido socialista) se organiza un levantamiento que fue especialmente intenso en Asturias y Cataluña, debiendo intervenir el ejército para restaurar la legalidad. En 1936, en las elecciones de febrero, triunfó la coalición del Frente Popular (izquierda). La victoria del Frente Popular fue contestada desde la derecha y desde el ejército y el clima de tensión entre grupos de izquierda y derecha aumentó (González Calleja, Corbo Romero, Martínez Rus, Sánchez Pérez: 1405-1426). En medio de esa tensión, un diputado prominente de la derecha (José Calvo Sotelo), fue asesinado por un grupo de policías y militantes socialistas que se presentaron de noche en su casa, aparentemente para detenerlo. Unos días después tenía lugar un pronunciamiento militar que triunfó en varias provincias españolas, pero fracasó en Madrid, Barcelona y Valencia, entre otras ciudades relevantes. El fracaso del pronunciamiento dio lugar a la guerra civil de 1936 a 1939, que concluyó con la victoria del bando de los militares sublevados. El general Franco asumió así el poder de una manera absoluta, dirigiendo el país durante los siguientes 36 años. Tras su fallecimiento, sin embargo, el acuerdo entre elementos del régimen y la oposición democrática condujo primero a la Ley para la Reforma Política (1977), a las elecciones generales del mismo año, ya con la participación del Partido Comunista de España, a la Constitución de 1978 y a las elecciones de la primera legislatura constitucional de 1979.
Tras la Constitución de 1978, España se convirtió en una democracia liberal equiparable a cualquier otra de la Europa Occidental, consiguiendo acceder a la Unión Europea (entonces Comunidad Económica Europea) en enero de 1986. En estos años (1982) España también se incorporó a la OTAN, ratificando su permanencia por medio de un referéndum en el año 1986. En 1977 ya se había convertido en miembro del Consejo de Europa.
El paso de la dictadura del general Franco a la democracia se conoció en España como Transición, dudándose hasta dónde debía extenderse en el tiempo este período; lo que, como veremos, no es baladí. El punto de inicio podría situarse en la muerte del general Franco (20 de noviembre de 1975) y como puntos finales de esa Transición podríamos fijar la aprobación de la Constitución de 1978, las elecciones generales de 1979 e, incluso, se ha propuesto extender este período hasta las elecciones generales de 1982, en las que el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) obtuvo una amplia victoria (202 diputados sobre 350). De esta forma, se incluiría dentro de la Transición el fallido golpe de Estado militar del 23 de febrero de 1981, que confrontó a la sociedad española con la posibilidad de una vuelta a una dictadura militar.
El debate sobre la extensión de la Transición no tiene una virtualidad solamente académica. Tal y como veremos, afectará a la valoración de la Ley de Amnistía del año 1977 y a las medidas que puedan adoptarse en relación a la reparación de las víctimas. En este sentido es muy significativo que la ya mencionada Ley de Memoria Democrática de 2022 extienda la posibilidad de reconocimiento como víctima en la lucha por la consolidación de la democracia, los derechos fundamentales y los valores democráticos hasta el 31 de diciembre de 1983; esto es, incluso un año después del inicio del gobierno socialista de Felipe González (Disposición Adicional Decimosexta de la Ley).
Tal como intentaré mostrar, la valoración jurídica y política de los cambios de régimen está estrechamente conectada con el relato que se hace de los hechos acaecidos. En esta contribución me ocuparé de estas conexiones, partiendo básicamente, como he dicho, de la experiencia española; pero sin renunciar a mirar también a otros lugares; porque, aunque los problemas sean particulares de cada país, los principios que los explican son, seguramente, universales.
II. TRANSICIÓN Y CONSTITUCIÓN
1. Cambio en el soberano y cambio de régimen
Un Estado es un territorio y una población sobre los que ejerce un control efectivo una organización política (en sentido amplio) soberana. De esta forma, población, territorio y organización política son elementos necesarios para que podamos identificar un Estado, englobados por la esencia imprescindible de la estatalidad: la soberanía (González Campos, Sánchez Rodríguez, Andrés Sáenz de Santa María: 408; Shaw: 181). Estos elementos están consensuados por los Estados, pues no existe ningún texto jurídico internacional universal que defina al “Estado”. Sí existe un instrumento regional americano, que enuncia tales elementos y suele ser citado a título de ejemplo: la Convención panamericana sobre los derechos y deberes de los Estados, en su artículo 1 (Montevideo, 22 de diciembre de 1933). La organización política soberana, esto es, la administración que de manera efectiva ejerce el poder público sobre un territorio y una población (ad intra) y a la vez es independiente de cualquier otro Estado (ad extra), es un elemento esencial en la identificación del Estado. Los cambios a los que nos referimos en este trabajo son mutaciones en esta organización política del Estado; aunque no todos los cambios posibles serán objeto de atención, tal y como veremos inmediatamente.
Los cambios en la organización política de un Estado, como se avanzaba en la introducción, pueden ser de dos tipos: por una parte, puede tratarse de una modificación de las personas que ejercen el poder público en el Estado; por otra parte, puede modificarse la estructura de este poder público. Estos cambios y modificaciones, a su vez, pueden responder a reglas previamente establecidas o, por el contrario, ser el resultado de una quiebra de las normas vigentes en un determinado momento y su sustitución por otras. Esta distinción puede proyectarse tanto sobre los cambios en las personas que ejercen el poder público como sobre la organización de éste.
Así, un cambio en las personas que ejercen el poder público de acuerdo con reglas establecidas se traduce en el cambio en la presidencia de un país tras la celebración de unas elecciones, o en la sustitución del monarca por su heredero tras el fallecimiento de quien había ocupado el trono. En principio, estos cambios en las personas no suponen ningún conflicto ni plantean especiales problemas. Estos, sin embargo, aparecerán cuando se cuestione la legitimidad de las elecciones (hemos visto casos recientes de esto en diversos países) o cuando, en la sucesión al trono, varios aspirantes pretendan que tienen un mejor derecho a la corona que sus rivales (el caso, por ejemplo, de la Guerra de Sucesión en España en el siglo XVIII o la Guerra de las Dos Rosas en Inglaterra en el siglo XV, ambos ya mencionados en la introducción). Aquí surgirá un conflicto en el que, al menos formalmente, cada uno de los contendientes pretenderá que la interpretación correcta de las reglas que rigen el funcionamiento de la organización política le otorga un determinado derecho. Si se renuncia a resolver el conflicto por medio de los mecanismos de que disponga el sistema y se opta por el recurso a la fuerza nos encontraremos en una situación semejante, en algunos aspectos, a la que se vive cuando lo que cambian son las reglas que organizan el funcionamiento del poder público: quien acabe venciendo en el conflicto, impondrá su propia interpretación de las reglas existentes y considerará que su rival las había infringido. De esta forma, el que acabe derrotado podrá ser juzgado y, en su caso, condenado. Recordemos, por ejemplo, en el caso de Inglaterra, cómo la que fue declarada reina tras la muerte de Eduardo VI, en 1553, Jane Grey, al ser derrotada por la prima de su madre, María Tudor, fue juzgada, condenada por alta traición y ejecutada (Ives: 251 y 275-277). El conflicto abierto en Estados Unidos como consecuencia del rechazo de algunos seguidores de Donald Trump a admitir los resultados de las elecciones presidenciales de 2020 ejemplifica también este tipo de situaciones; en las que quienes intentan hacer valer su propia interpretación de las reglas que determinan la designación de quienes ejercen el poder público y no consiguen imponerse se ven enfrentados a las consecuencias penales de sus acciones.
2. Los diferentes tipos de modificación de la organización política en un país
Diferente de los supuestos anteriores son aquellos en los que lo que cambia es la organización política del país. Ya no se trata de una divergencia en la interpretación de las reglas, sino de la vigencia de dichas reglas y su sustitución por otras. Esta sustitución, sin embargo, puede hacerse de maneras diferentes. La historia de España durante el último siglo permite ejemplificar las tres maneras básicas en que dicho cambio puede producirse: o bien de hecho y sin violencia, como consecuencia de la adhesión de altos funcionarios al nuevo régimen; bien mediante el ejercicio de la violencia contra quienes se resisten al cambio; bien mediante la modificación, a través de procedimientos legales, de las normas básicas en la organización política del país.
El paso de la monarquía de la Restauración (1876-1931) a la II República (1931-1939) es una muestra de lo primero. El fin de la República y su sustitución por el régimen del general Franco (Estado español, tal como se define en las leyes fundamentales del régimen) ejemplifica la segunda de las posibilidades: la modificación de las reglas básicas de la organización política mediante el uso de la fuerza. La transformación del régimen franquista en una democracia nos ofrece un modelo de la tercera posibilidad.
En el caso del fin de la monarquía que había surgido de la Restauración, y su sustitución por la II República, nos encontramos ante un cambio político que es resultado de la renuncia de las personas que ejercían el poder público a oponerse a las peticiones de los grupos organizados que deseaban un cambio de régimen, culminando dicha renuncia con el traspaso formal del control del aparato del Estado al margen de las reglas establecidas en la Constitución (sobre cómo se produjo la transformación de España de monarquía en república en el año 1931, vid. González Calleja et al.: 60-63). De esta forma se produce una mutación constitucional sin violencia (aunque, inevitablemente, la posibilidad de que esta apareciera es un elemento que condiciona el comportamiento de los distintos actores) y en la que son quienes detentan el poder público los que, en última instancia, deciden adaptarse a una situación caracterizada por el apoyo generalizado, tanto entre la población en general como entre las élites, a un cambio de régimen.
En el caso del fin de la Segunda República, en cambio, nos encontramos con una actuación explícita y rotundamente violenta. El pronunciamiento militar del 18 de julio de 1936 no consiguió la adhesión generalizada que hubiera supuesto un cambio de régimen rápido y que tendría elementos que lo asemejarían al que se produjo en 1931; pero tampoco fracasó; de tal manera que en el país se crearon dos administraciones, cada una de ellas con capacidad de controlar parte del territorio y de la población; que se enfrentaron durante tres años con el objetivo, cada una de ellas, de obtener el control de todo el país. Al final, la que salió vencedora reclamó para sí legitimidad originaria (lo que emparenta la situación con el cambio de autoridad al que nos referíamos un poco antes), en el sentido de que, mientras desde la perspectiva republicana la única forma de gobierno legítima en España entre 1931 y 1939 fue la República; para el régimen de Franco se da la situación contraria: el único gobierno legítimo de España desde el 18 de julio de 1936 es el Estado español que surge del alzamiento militar. Esta distinción es relevante a los fines que aquí interesan, porque tiene que ver con la valoración de las actuaciones llevadas a cabo en el período anterior al establecimiento definitivo del nuevo régimen. Así, tras el final de la Guerra Civil, se produjo la depuración de quienes habían continuado colaborando con la República después del 18 de julio de 1936 (vid. Álvaro Dueñas). Los militares profesionales que permanecieron en el bando republicano fueron separados del servicio por el bando triunfador con la acusación de rebelión militar; esto es, al no haberse sumado al bando que se consideraba legítimo (y que acabó triunfando) se entendía que su colaboración con la República en ese período (1936-1939) era una insubordinación frente al único poder legítimo (Álvaro Dueñas: 26-27). Esta depuración tuvo lugar también en otros ámbitos de la administración (sobre la depuración en la Universidad, y específicamente entre los especialistas de Derecho procesal, vid. Cachón Cadenas: 195-231 y 350-352).
Finalmente, el paso del régimen de Franco a la democracia liberal que se consagra en la Constitución de 1978 es un ejemplo de la tercera forma en que puede producirse un cambio de régimen. Aquí no hubo utilización de la violencia ni “salto en el vacío” (como sucedió en España el 14 de abril de 1931, cuando se proclamó la Segunda República); sino que, de acuerdo con los procedimientos previstos en el régimen franquista, se promulgó la Ley para la Reforma Política de 1977 (Ley 1/1977, de 4 de enero, para la Reforma Política, BOE, 5-I-1977), donde se fijó el procedimiento para la elaboración de la Constitución de 1978. Tras la aprobación de esta Ley, y sobre la base de la misma, se celebraron elecciones legislativas y las Cámaras elaboraron una Constitución que fue ratificada en referéndum el 6 de diciembre de 1978, entrando en vigor el 29 de diciembre de ese mismo año. En frase de un jurista de aquella época, Torcuato Fernández Miranda, presidente de las Cortes entre 1975 y 1977, se pasó “de la ley a la ley a través de la ley”. El cambio se ajusta a las reglas existentes en el momento en el que se produce; aunque, una vez aprobada la nueva Constitución, la validez de la misma ya no puede depender de leyes anteriores, puesto que, como Constitución, es norma suprema del ordenamiento. De esta forma, la Constitución, aunque haya sido elaborada de acuerdo con los procedimientos previstos en la normativa vigente, supone un nuevo ordenamiento. La valoración jurídica de las actuaciones realizadas con anterioridad a su vigencia debe tener esto en cuenta, tal y como veremos en los siguientes epígrafes.
Lo anterior es relevante, porque la Constitución, desde el momento de su entrada en vigor, deroga toda la normativa anterior que contradiga lo que en ella se establece. Esta derogación podría alcanzar incluso a la Ley de Amnistía del año 1977, que había sido una pieza clave en el acuerdo entre quienes aún ostentaban los resortes de poder en el régimen franquista y la oposición democrática. Este es un debate de consecuencias jurídicas y también políticas en el que también resulta relevante la Ley de Memoria Democrática del año 2022, que indica, de manera significativa (art. 2) que todas las leyes “incluida la Ley 46/1977, de Amnistía” se deberán interpretar y aplicar de conformidad con el Derecho internacional, de acuerdo con el cual, “los crímenes de guerra, de lesa humanidad, genocidio y tortura tienen la consideración de imprescriptibles y no amnistiables”. En la Exposición de Motivos de la Ley ya se indica que la Ley de Amnistía ha de ser compatible con la garantía del derecho a la verdad y a la justicia de las víctimas de graves violaciones de los derechos humanos o del derecho internacional humanitario; y también con las formas de reconocimiento y reparación para tales víctimas. También es significativo que en la Exposición de Motivos de la Ley de Memoria Democrática se destaque que la Ley de Amnistía es posterior a la entrada en vigor en España del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Sin decirlo claramente, se apunta hacia la posible contradicción de dicha Ley ya no solo con la Constitución o normas posteriores, sino con normativa internacional en vigor en España en el momento en el que se promulgó. Tendremos que volver sobre esto enseguida.
De acuerdo con lo que hemos visto hasta ahora, por tanto, en los cambios constitucionales dentro de un Estado debemos distinguir entre cambios en las personas que asumen el poder y cambios en las reglas que organizan la actividad política. Estos últimos, a su vez, pueden realizarse de acuerdo con las normas en vigor en cada momento o, por el contrario, en el marco de un conflicto que, con frecuencia, implicará la utilización de la violencia. El cambio de régimen, incluso aunque se haga de acuerdo con lo establecido en normas jurídicas, supondrá una separación entre la nueva realidad constitucional y la anterior; quedando pendiente, sin embargo, el juicio sobre el régimen que deberá aplicarse a las actuaciones que se desarrollaron antes de que se produjera el cambio de régimen. Nos ocuparemos en el siguiente epígrafe de esta cuestión.
III. DERECHO PENAL Y AMNISTÍA
1. Aplicación en el tiempo del Derecho en general y del Derecho Penal en particular
Como principio general, cada actuación ha de juzgarse de acuerdo con las normas en vigor en el momento en el que se producen. Por supuesto, esta es una regla que puede tener excepciones y que ha de adaptarse a aquellas situaciones que no se agotan en un instante, sino que se prolongan en el tiempo; pero como principio general, parece difícilmente discutible. Por una parte, no es exigible que las personas ajusten su comportamiento a un Derecho que todavía no existe. Por otra parte, una vez que una norma ha sido derogada, tampoco puede exigirse su obediencia. Este principio tiene una traducción muy clara en el Derecho penal, donde se establece como un principio esencial la no retroactividad de las normas que perjudican al reo, a la vez que la retroactividad de aquellas que le sean favorables. La Constitución española recoge estos principios (art. 25) que también son comúnmente seguidos por la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo y por otros tribunales en todo el mundo. En el caso de España, el tema de la irretroactividad de la ley penal se trató por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en su sentencia de 21 de octubre de 2013 (Del Río Prada v. Spain, nº 42750/09; vid. también European Court of Human Rights: 19-22) y no parece existir duda sobre la imposibilidad de sancionar penalmente acciones que no fueran delito o falta en el momento de su comisión.
Obviamente, este principio tiene relevancia para el tema que nos ocupa, porque, precisamente, se trata de valorar desde distintas perspectivas, también jurídicas, actuaciones desarrolladas antes del cambio de régimen. Dado que estamos considerando dos sistemas diferentes de reglas (o dos interpretaciones diferentes de las mismas reglas, recordemos el caso de los conflictos entre distintos aspirantes al mismo trono), se hace necesario saber cuál ha de considerarse vigente en el momento en el que se producen los hechos que han de ser enjuiciados. Se trata de un problema nuclear en todo el Derecho penal internacional, comenzando por el hito que supusieron los juicios de Nuremberg (Palacio Sánchez-Izquierdo: 101-102; Pascual Barbó: 17-30). Con independencia del juicio moral o político que nos pueda merecer una determinada actuación, no podrá ser objeto de persecución penal si no estaba tipificada como delito en el momento en el que se realizó tal conducta. Si bien, la noción de “crímenes contra la humanidad”, originariamente introducida en el Estatuto de Londres de 1945 (que establece el conocido como Tribunal de Nuremberg) vino precisamente a colmar la inexistencia de la tipificación penal de los crímenes de un gobierno contra nacionales de su propio bando (lo propio de los crímenes del nacionalsocialismo alemán). El fundamento de la retroactividad de tal ley internacional penal no escrita hasta entonces, se encontró en la existencia de principios establecidos en la costumbre internacional, a través de “las leyes de la humanidad” y las “exigencias de la conciencia pública”; apelando al texto de la cláusula Martens, de la Segunda Convención de La Haya sobre Leyes y Costumbres de la Guerra Terrestre de 1899 (Ticehurst; Meron:80). Es cierto que en los casos en los que dos legitimidades pugnan por imponerse (en España entre 1936 y 1939, por ejemplo) se podrá dar una divergencia de valoraciones según cuál sea la perspectiva que se adopte; pero se trata de situaciones limitadas en el tiempo. Así, por ejemplo, ni siquiera el régimen franquista pretendió imponerse en relación a actuaciones anteriores al 18 de julio de 1936. La fijación de precisión de estos momentos relevantes en los momentos de transición es esencial. En la introducción ya hicimos mención, por ejemplo, a como la Ley española de Memoria Democrática fija en el 31 de diciembre de 1983 el momento final al que pueden remitirse las víctimas para alegar su condición de tales por haber defendido la instauración de la democracia y la garantía de los derechos fundamentales.
En esta valoración de las actuaciones con transcendencia penal que pudieran haberse cometido durante un régimen que ya no se encuentra vigente ha de tener en cuenta, sin embargo, que existen ciertas normas internacionales que podrían resultar relevantes. Como es sabido, precisamente a partir del Estatuto de Londres que sentó las bases para los juicios de Nuremberg (Palacio Sánchez Izquierdo: 97) se crea un Derecho penal internacional que hoy incluye determinados tipos delictivos, como los crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, el genocidio o la tortura, cuya infracción podría ser castigada incluso aunque no estuvieran regulados en el territorio en el que se produce el delito, pero sí en otro país, a través del principio de justicia universal (Jiménez Cortés: 8-10). Además, y más recientemente, aparecen Tribunales Penales Internacionales que gozan de jurisdicción para la persecución y enjuiciamiento de los delitos previstos en sus estatutos; así, la Corte Penal Internacional (Palacio Sánchez Izquierdo: 103-116) o el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (Resolución 827 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas de 25 de mayo de 1993), entre otros.
La existencia de estas normas internacionales supone un límite a la relatividad que, como veíamos, resultaba inherente a la necesidad de considerar las actuaciones llevadas a cabo durante un período en el que el ordenamiento jurídico vigente no se correspondía con el que lo sustituye, puesto que la regulación internacional se impone, en principio, a los diferentes regímenes en conflicto. Esto implicará que, como veremos en el siguiente epígrafe, también las leyes de amnistía, de punto final o semejantes tengan que adecuarse a las exigencias que resultan de los textos internacionales relevantes.
Finalmente, también es necesario señalar que en ocasiones la valoración penal de actuaciones realizadas durante el régimen derogado no precisa ninguna aplicación retroactiva del Derecho penal, puesto que nos encontramos ante actuaciones que ya eran ilegales en el momento en el que se produjeron que en su momento no fueron perseguidas por contar con el beneplácito de quien ejercía el poder público o bien por responder a instrucciones u órdenes de ese poder público. Existen varios ejemplos de ellos; por caso el juicio a los integrantes de las Juntas Militares argentinas que ejercieron el poder en el país entre 1976 y 1983 (puede consultarse la sentencia dictada en el año 1985 en https://www.cij.gov.ar/nota-5711-El-CIJ-presenta-un-especial-por-los-25-a-os-del-Juicio-a-las-Juntas.html). Sin que podamos extendernos en este punto, es necesario indicar que en ocasiones la injusticia no deriva del contenido de la norma, sino de su inaplicación y, en particular, de la tolerancia de quienes deberían hacerla cumplir frente a quienes la infringen. No puede dejar de señalarse, por ejemplo, que los miles de casos de linchamientos de personas de raza negra en Estados Unidos entre finales del siglo XIX y mediados del siglo XX se realizaron no porque estuviera legalmente permitida este tipo de asesinato; sino porque las autoridades no lo perseguían o si se investigaba no se llegaba a una condena (“Lynching in the United States”). Probablemente, uno de los indicadores más claros de la robustez del Estado de Derecho en un país es la capacidad de juzgar y condenar los hechos ilícitos cometidos desde el poder público o con la autorización de éste. Y la posibilidad de este juicio debería permanecer abierta en tanto en cuanto no se produzca la prescripción de los delitos.
2. Amnistía y leyes de punto final
Los cambios de régimen pueden ir acompañados de algún tipo de previsión sobre la no persecución de las acciones cometidas durante el régimen derogado o en el marco del conflicto entre los defensores de uno y otro régimen. Así, por ejemplo, durante el Consulado en Francia se decretó una amnistía para quienes habían emigrado durante los años de la Revolución (Decreto de 27 de abril de 1802, puede consultarse en esta dirección de Internet: https://www.napoleon-series.org/research/government/diplomatic/c_emigres.html). En España, las guerras carlistas que se vivieron durante el siglo XIX concluyeron con acuerdos en los que se permitía incluso que quienes habían luchado en el bando perdedor se incorporaran al ejército vencedor. La práctica de las amnistías al concluir un conflicto armado está incluso recomendada por el Protocolo adicional Primero a los Convenios de Ginebra de 1949 relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional de 1977 (art. 6.5) (Mangas Martín: 88-89; Andreu-Guzmán: 9); el Derecho consuetudinario establece límites a la amnistía cuando se han cometido crímenes de guerra, según establece el Comité Internacional de la Cruz Roja (Ficha Técnica sobre Amnistías y Derecho Internacional Humanitario de 4 de octubre de 2017, https://www.icrc.org/es/document/amnistias-y-derecho-internacional-humanitario). La concreción de este tipo de medidas depende de las circunstancias específicas del conflicto y de la forma en que concluyó.
Así, la Guerra Civil española de 1936 a 1939 no terminó con ningún acuerdo entre los bandos en conflicto, sino con la derrota militar completa de la República, por lo que tras el fin de la contienda se practicó una política de depuración a la que ya hemos hecho referencia. Al mismo tiempo, durante la dictadura se mantuvo la resistencia al franquismo, con las actuaciones de los maquis durante los años 40 y 50 y posteriormente en otras actividades, incluidas las terroristas de grupos como ETA (Euskadi Ta Askatasuna –“País Vasco y Libertad” en euskera-, el FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota) o el GRAPO (Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre). Las actividades orientadas a derogar el régimen tuvieron contestación por parte de éste en forma de detenciones, torturas, juicios y ejecuciones. Las últimas del régimen se produjeron menos de dos meses antes de la muerte de Francisco Franco, el 27 de septiembre de 1975, siendo fusilados varios miembros de ETA y del FRAP.
La Transición de la dictadura a la democracia tenía que hacer frente al tratamiento de las acciones cometidas durante la vigencia del régimen de Franco y que eran ilegales de acuerdo con el Derecho vigente en su momento; unas acciones que, además, en algunos casos, difícilmente se convertirían en lícitas de acuerdo con un nuevo Derecho penal, puesto que el asesinato, aunque fuera con fines políticos, no quedaría impune. Es cierto que otro tipo de acciones que podían ser delictivas en el momento de su comisión, las relativas, por ejemplo, a la propaganda política contra el régimen, el asociacionismo sindical o la membresía en partidos políticos ilegales, podrían quedar sin sanción mediante una reforma del Derecho penal más la aplicación retroactiva de la ley penal más favorable; pero, como se acaba de indicar, esto no alcanzaba a todas las infracciones de naturaleza política y suponía la necesidad de hacer un tratamiento individualizado de cada uno de los casos. Por otra parte, carecía del valor simbólico que tiene una ley de amnistía.
Este valor simbólico es importante, como se está viendo en la actualidad en España ante la petición de amnistía en relación a los delitos cometidos en el marco del intento de secesión en Cataluña en el año 2017. Los partidos nacionalistas catalanes insisten en esta petición de amnistía que, de alguna forma, dotaría de legitimidad a las actuaciones que en su momento se realizaron. La amnistía implicaría reconocer la existencia de un conflicto que es preciso superar y, por tanto, es inevitable admitir alguna legitimidad a quien delinquió de acuerdo con una norma que podría entenderse injusta. Como veremos enseguida, la amnistía tiene también otra dimensión opuesta o complementaria a esta que se acaba de señalar; pero es necesario reparar en esta dimensión antes de pasar a la siguiente.
De esta forma, la transición a la democracia en España tuvo en la Ley de Amnistía de 1977 uno de sus elementos clave. De acuerdo con lo previsto en su art. 1, por medio de la Ley quedan amnistiados todos los delitos de intencionalidad política realizados con anterioridad al 15 de diciembre de 1976. La fecha elegida es la del referéndum en el que se aprobó la Ley para la reforma política que abrió el proceso hacia la democracia en España y a la que ya nos hemos referido.
Además de esta amnistía general para todos los delitos de intencionalidad política cometidos antes de la fecha que acaba de ser indicada (y que incluía, por ejemplo, el asesinato por coche bomba del presidente del gobierno, Luis Carrero Blanco, llevado a cabo por ETA el 20 de diciembre de 1973), también se amnistían los actos de intencionalidad política que tuvieran como fin el restablecimiento de las libertades públicas o la reivindicación de las autonomías de los pueblos de España cometidos hasta el 15 de junio de 1977. La fecha del 15 de junio de 1977 es la de la celebración de las primeras elecciones libres en España, como consecuencia, precisamente de la Ley para la Reforma Política. Como puede verse, mientras la primera fecha (15 de diciembre de 1976) no diferencia según la orientación política del delito o de la falta; la segunda fecha solamente beneficia a los delitos cometidos por quienes buscaban el restablecimiento de las libertades o la autonomía; lo que incluía las acciones de grupos terroristas como ETA, GRAPO o FRAP; pero no la de grupos que, por aquellas fechas y de forma violenta se oponían a la recuperación de la democracia en España. Como consecuencia de esto, por ejemplo, el atentado contra el bufete de abogados laboralistas de la calle Atocha perpetrado el 24 de enero de 1977 (“Matanza de Atocha de 1977”) no estaba afectado por la amnistía y sus autores fueron detenidos y condenados; pero sí se vio beneficiado por la amnistía el asesinato del empresario Javier de Ybarra y Bergé a manos de ETA el 18 de junio de 1977. Pese a que habían pasado tres días desde el 15 de junio, los tribunales españoles entendieron que a los autores del crimen les era aplicable la amnistía porque el secuestro del empresario (que concluyó con su asesinato) se había producido el 20 de mayo, dentro del plazo fijado por la Ley de Amnistía (Fernández Soldevilla).
Al plazo anterior, aún se añade otro, que se extiende hasta el 6 de octubre de 1977 (el día anterior a la presentación de la iniciativa de la Ley de Amnistía en el Congreso de los Diputados, puede consultarse la tramitación de la Ley en este enlace: https://www.congreso.es/es/busqueda-de-iniciativas?p_p_id=iniciativas&p_p_lifecycle=0&p_p_state=normal&p_p_mode=view&_iniciativas_mode=mostrarDetalle&_iniciativas_legislatura=C&_iniciativas_id=122%2F000014) y que beneficia a los delitos y faltas con intencionalidad política excepto aquellos que hubieran supuesto violencia grave contra la vida o integridad de las personas.
Así pues, la Ley de Amnistía beneficia a quienes hubiesen infringido la ley con el fin de restablecer las libertades o con el propósito de conseguir la autonomía de los pueblos de España; pero también -aunque con un límite temporal menor- para quienes hubiesen cometido delitos con intencionalidad política ya no con el fin de alcanzar la democracia, sino con el de mantener el régimen existente o cualquier otra intencionalidad política, incluyendo aquí los delitos cometidos por funcionarios y agentes del orden (artículo segundo, letra f) de la Ley). Incluso las actuaciones del poder público más allá de la ley vigente en su momento podrían quedar amparadas por la Ley de Amnistía. No se trata solamente de evitar una aplicación retroactiva del Derecho penal que pudiera dictarse en la nueva etapa democrática (que quedaría descartado por el firme principio de la imposibilidad de sancionar por la comisión de delitos que no lo fueran en el momento en el que se produjo la actuación); sino de dejar impunes los delitos que pudieran haberse cometido de acuerdo con la ley en vigor en el momento de la infracción. Cuando se trata de delitos cometidos por el poder público, hemos de tener en cuenta que a la valoración negativa que tiene cualquier privación de derechos se añade la que resulta de que el autor sea, precisamente, quien asume la función y responsabilidad de garantizar los derechos de los ciudadanos. Creo que en la valoración de las leyes de amnistía o de punto final esta es una perspectiva que ha de tenerse presente. Por supuesto, y aunque aquí no podamos detenernos en ello, en la valoración de la conducta de los funcionarios será preciso tener en cuenta su obligación de cumplir las órdenes y el margen del que disponían para desobedecer o denunciar el carácter ilícito de las instrucciones que hubieran recibido. Siempre teniendo presente que uno de los principios del Derecho internacional penal establecidos en Nuremberg y hoy vigentes, es el de la inexcusabilidad de la comisión de determinadas conductas, como los crímenes contra la humanidad, alegando la “obediencia debida”.
Como decía ya en la introducción, el foco de esta contribución está puesto en España, pero no puede dejar de señalarse que lo que en la Ley de Amnistía era solamente una parte, puesto que el núcleo de los beneficiados fueron quienes realizaron actividades delictivas como método de oposición al franquismo, en otros casos se convierte en el objeto principal de la norma, como sucedió, por ejemplo, con la denominada “Ley de Autoamnistía” en Argentina (puede consultarse en el siguiente enlace: http://hrlibrary.umn.edu/research/argentina/ley22-924.html).
Más allá de lo anterior, estas leyes de amnistía o de punto final se enfrentan a otra dificultad: una parte de los delitos cubiertos pueden estar incluidos en categorías que, de acuerdo con el Derecho internacional no pueden ser objeto de amnistía o indulto (Jiménez Cortés: 12-14; Andreu-Guzmán: 5-9). De esta forma, este tipo de normas, al margen incluso de lo que puedan establecer las Constituciones internas u otra normativa doméstica, podrían ver su eficacia limitada como consecuencia de la consideración del Derecho internacional. Ahora bien, ha de tenerse en cuenta, de nuevo, la sucesión temporal de normas, ya que no sería correcto dejar de aplicar una norma penal más favorable para el reo (como puede ser una ley de amnistía) por la entrada en vigor, con posterioridad a dicha Ley, de una norma internacional que la contradijera. De ahí la importancia de la mención que se hace en la Ley española de Memoria Democrática, en orden a que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos había sido ratificado por España con anterioridad a la Ley de Amnistía. Si se acoge la interpretación de acuerdo con la cual dicho Pacto sería incompatible con la amnistía de ciertos delitos (Jiménez Cortés, 12), la vigencia del Pacto en España en el momento en el que es aprobada la Ley de Amnistía podría ser un obstáculo para la eficacia de dicha ley en relación a los delitos que el Derecho internacional considera inamnistiables, imprescriptibles e inindultables. Sí, por el contrario, el Pacto hubiera entrado en vigor en España con posterioridad a la Ley de Amnistía sería más discutible que pudiera realizarse de él una interpretación que perjudicara a quienes ya habían visto su responsabilidad penal extinguida en el momento en el que el Pacto comenzara a aplicarse en España.
Aparte de lo anterior, el problema se cifrará en concretar los límites de tales crímenes, pues dibujar su contorno no será sencillo. Se defiende que las violaciones graves de los derechos humanos, entre las que se incluye la tortura, las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones forzadas, son delitos conforme al Derecho internacional y, por tanto, este exige su sanción (Andreu-Guzmán: 21); aunque no en todas las circunstancias estas vulneraciones graves podrán ser consideradas como crímenes contra la humanidad; pues, por ejemplo, las desapariciones forzadas no podrán ser incluidas entre los delitos de lesa humanidad más que cuando son practicadas de forma masiva o sistemática; eso se desprende del Informe de la Comisión de Derecho Internacional sobre la labor realizada en su 48º período de sesiones, que también ha seguido el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (Andreu-Guzmán: 22). Y queda claramente establecido en la tipificación en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional de 1998, artículo 7, entre otros textos.
De acuerdo con lo que se ha visto, las leyes de amnistía, que no son extravagancias en la conclusión de conflictos armados o en los supuestos de un cambio de régimen, deben ser valoradas teniendo en cuenta, por una parte, que existen crímenes de Derecho internacional que no pueden ser objeto de amnistía, lo que podría limitar la eficacia de estas leyes. Por otra parte, entiendo que debería distinguirse también entre los delitos cometidos por autoridades o funcionarios públicos y los que realizan sujetos que no están investidos del poder. Más allá de que la calificación que se realice de dichos delitos desde el Derecho penal internacional no varíe por la condición de funcionario o autoridad de quien lo comete; en la valoración política de la amnistía debería pesar la especial obligación de ajustar su comportamiento a la ley que asumen las autoridades o funcionarios. Finalmente, y partiendo de lo que establece la Ley de Amnistía española, hemos de tener en cuenta que en este tipo de normas se puede producir un desequilibrio, de tal manera que sus beneficios sean mayores para alguna de las partes en el conflicto. Las razones que explican esta situación serán diversas en cada caso y tampoco disponemos de espacio para analizarlo más en detalle, debiendo conformarnos con dejarlo apuntado.
IV. VÍCTIMAS, HISTORIA Y MEMORIA
1. Víctimas, Derecho penal y reconocimiento
De lo que hemos visto hasta ahora se desprende que en los casos de cambio de régimen no es posible que se valoren a la luz de los principios del nuevo orden constitucional las actuaciones que se realizaron mientras éste no estuvo vigente. Se intentará proyectar hacia el pasado la eficacia de tales principios, pero la imposibilidad de aplicar retroactivamente normas penales desfavorables será un obstáculo relevante para el enjuiciamiento completo de actuaciones pasadas. En este punto, sin embargo, hay que tener en cuenta que el Derecho penal internacional impone unos estándares que se situarán por encima de los problemas de Derecho transitorio del Derecho interno o, al menos, los condicionarán.
Aparte de lo anterior, sin embargo, hemos visto cómo la solución de los conflictos que explican el cambio de régimen imponen a veces ciertos compromisos. En el caso de España, por ejemplo, la Ley de Amnistía no permite ni investigar el asesinato del presidente del Gobierno por ETA en 1973 ni la muerte de policías o empresarios, incluso acaecidas cuando ya se había aprobado la Ley para la Reforma Política o se habían celebrado elecciones libres (1977). De igual forma, actuaciones de grupos violentos que pretendían por la fuerza impedir la transición a la democracia tampoco podían ser investigadas; menos de dos meses separaron el atroz crimen del despacho de abogados de la calle Atocha, que ya ha sido mencionado, de la eficacia de la Ley de Amnistía.
Sin duda, podrá discutirse sobre lo adecuado o conveniente de estas normas que dejan impunes crímenes horrendos (más allá de los límites que establece el Derecho internacional y a los que ya nos hemos referido); pero con independencia del reproche penal, es claro que tales hechos suponen la existencia de unas víctimas que deberían ser consideradas. El reconocimiento a las víctimas, la concesión de compensaciones y evitar la revictimización deberían ser objetivos en los que existiera una clara coincidencia. No siempre es fácil, sin embargo, trazar la frontera entre reconocimiento a las víctimas, reproche penal y (como veremos en el siguiente epígrafe) construcción de relatos que utilizan el pasado para fines presentes. En este tema, de nuevo, creo que la experiencia española puede ser útil.
La Guerra Civil que se desarrolló entre 1936 y 1939 y que supuso el fin de la República tuvo como consecuencia no solamente centenares de miles de muertos, sino que también fueron abundantes las torturas, violaciones, desplazamientos forzosos, humillaciones públicas y otras atrocidades, tanto en el bando republicano como en el denominado nacional (“Víctimas de la Guerra Civil Española”). Concluida la contienda, los vencedores desarrollaron una amplia campaña de reconocimiento a las víctimas propias, con total olvido de las del otro bando, que tenía también una función propagandística (Ledesma y Rodrigo: 236). Las víctimas no solamente tuvieron compensaciones y reconocimiento personal, sino que se constituyeron en núcleo de una memoria que iba acompañada de nombres de calles, lápidas conmemorativas y demás elementos simbólicos (Ledesma y Rodrigo: 239).
La transición a la democracia, a partir de 1975, se hizo de una forma acordada entre los representantes del régimen y la oposición democrática, como hemos visto; y se asentó en un relato de reconciliación, no en que la vuelta a la democracia supusiera la derrota de los que habían sido vencedores en la Guerra Civil. Una de las consecuencias de ello fue la de que no se practicó una política de reconocimiento a las víctimas del bando republicano equivalente a la que durante 40 años se había practicado en relación a las víctimas del bando nacional (Ledesma y Rodrigo: 248).
El que no hubiera un reconocimiento de las víctimas republicanas equivalente al que se vivió en relación a las víctimas adscritas (de una u otra forma, volveremos sobre esto más tarde) al bando nacional; no implica, sin embargo, ausencia total de reconocimiento. Ya en 1976, el Decreto 670/1976, de 5 de marzo (BOE, 7-IV-1976), previó la atribución de pensiones a quienes sufrían incapacidad como consecuencia de las heridas sufridas durante la Guerra Civil (y al que siguió en 1980 la Ley 35/1980, de 26 de junio sobre pensiones a los mutilados excombatientes de la zona republicana, BOE, 10-VII-1980). Unos meses después, se dicta una amnistía (RD-Ley 10/1976, de 30 de julio, BOE, 4-VIII-1976) que incluye delitos de opinión y también de rebelión y sedición que habían llevado a la expulsión del ejército a los militares que habían permanecido fieles a la República durante la Guerra Civil. En el año 1978 se reconocen derechos económicos a los militares que lo eran antes del 18 de julio de 1936 y que fueron separados del servicio como consecuencia de la depuración realizada por el bando vencedor. La ley 5/1979, de 18 de septiembre (BOE, 28-IX-1979), reconocía determinadas prestaciones a las víctimas de la guerra y sus familiares de uno y otro bando. A estas normas siguieron varias que reconocían determinados derechos a las víctimas de la Guerra Civil o a sus familiares (pueden consultarse en la siguiente página web: https://memoriahistorica.org.es/2-2-pensiones-e-indemnizaciones/).
Ahora bien, el reconocimiento más significativo de las víctimas ya no solamente de la guerra civil, sino de la dictadura, se produce con la Ley 52/2007, de 26 de diciembre (BOE, 27-XII-2007); un reconocimiento que incluye a todas las víctimas de persecución por razones políticas, ideológicas o de creencia religiosa desde el inicio de la Guerra Civil y hasta el fin de la Dictadura del general Franco. Además, declara la ilegitimidad de los tribunales y órganos equivalentes que se hubieran constituido para imponer sanciones por motivos políticos, ideológicos o de creencia, y específicamente a los creados durante la Dictadura para proceder a las depuraciones a las que ya nos hemos referido. La ley, además, reconoce el derecho a obtener una declaración de reparación y reconocimiento tanto por parte de víctimas individuales y sus familiares como de instituciones (artículo 4 de la Ley). Tal y como veremos en el siguiente epígrafe, el reconocimiento a las víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura no se detiene aquí y da un paso más en la Ley de Memoria Democrática del año 2022, que reitera y profundiza en algunas de las medidas que ya incluía la Ley 52/2007.
De acuerdo con lo que hemos visto hasta ahora, por tanto, la reparación y reconocimiento a las víctimas de los conflictos políticos vividos en España desde los años 30 del siglo XX ha sido asimétrico. El bando vencedor de la guerra Civil reparó y reconoció a sus propias víctimas durante los años de la Dictadura; mientras que el reconocimiento a las víctimas republicanas, si bien comenzó, como hemos visto, a la vez que el propio proceso de democratización, se desarrolló de forma menos intensa, basándose en el espíritu de reconciliación que caracterizó a la transición y tomando como eje contraprestaciones económicas o reconocimientos simbólicos. Las limitaciones derivadas de la aplicación retroactiva del Derecho penal, así como la Ley de Amnistía dificultaban acciones de carácter penal. Estas dificultades de actuación penal se extendían, como hemos visto, también a las víctimas de los grupos terroristas que se habían opuesto al franquismo; lo que no impidió el reconocimiento a las víctimas de este terrorismo por medio de indemnizaciones y reconocimiento público (vid. la Ley 29/2011, de 22 de septiembre, de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo, BOE, 23-IX-2011, que sustituye a normativa anterior sobre indemnizaciones a víctimas de terrorismo e introduce previsiones sobre reconocimiento institucional de las víctimas).
Así pues, en principio, el hecho de que no sea posible la persecución penal de los autores de hechos reprobables, por las razones apuntadas en epígrafes anteriores, no debería limitar la protección y reconocimiento de las víctimas de tales hechos. Ahora bien, tal y como se ha ido adelantando, el propio reconocimiento a la víctima tiene un valor simbólico que puede acabar provocando un conflicto. Nos ocuparemos de esta dimensión en el siguiente epígrafe.
2. Reconocimiento, memoria e Historia
Hasta ahora hemos visto cómo no siempre es posible una reparación de las víctimas en los casos de conflictos políticos a través del Derecho penal; aunque sí por otras vías. Ahora bien, tal y como se ha apuntado, dado que el reconocimiento de las víctimas tiene también un carácter simbólico, contribuye a reforzar lo que se ha dado en llamar “relato”. Esta es una perspectiva que también ha de ser tenida en cuenta y que influye de manera decisiva en las otras que han sido examinadas hasta ahora.
En el caso de España, ya se ha indicado que el reconocimiento a quienes fueron víctimas a manos de la República constituyó un elemento relevante en la propaganda del régimen franquista (Ledesma y Rodrigo: 239). Como consecuencia, la obligación de retirada de simbología franquista tras la llegada de la democracia (y que se explicita de manera rotunda en el art. 15 de la Ley 52/2007) ha implicado también la de símbolos en recuerdo a víctimas. El mencionado art. 15 de la Ley 52/2007 solamente excluye de la retirada las menciones que “sean de estricto recuerdo privado, sin exaltación de los enfrentados, o cuando concurran razones artísticas, arquitectónicas o artístico-religiosas protegidas por la ley”. Siendo conscientes del efecto que tiene el recuerdo y homenaje a las víctimas para el refuerzo de la causa que defendían y para el cuestionamiento de sus verdugos; se tiene cuidado de que tal homenaje no implique exaltación del franquismo. De esta forma, el rechazo a los homenajes a las víctimas de la República o grupos afines se extiende, por ejemplo, a las canonizaciones de religiosos asesinados durante la Guerra Civil. Así, por ejemplo, en 1999, el gobierno de Asturias -presidido en aquel momento por un socialista- declaró, ante la canonización de religiosos fusilados en aquella región entre los años 1934 (revolución de octubre contra el gobierno conservador de la República) y 1939, que tal canonización no contribuía “a superar el odio de aquella época” (El País, 22 de noviembre de 1999). En la misma línea, puede leerse el editorial de “El País” (un medio tradicionalmente vinculado a posiciones de izquierdas) de 30 de marzo de 1987, donde se critica también la canonización de religiosos asesinados durante la Guerra Civil.
Esta vinculación entre reconocimiento de las víctimas y defensa de un determinado relato histórico opera también en relación a las víctimas republicanas. Esto se aprecia especialmente en la Ley de Memoria Democrática del año 2022. En esta ley se hace explícito que el objetivo es construir una memoria común opuesta a la que se realizó durante el régimen franquista. Es significativo, por ejemplo, este fragmento de su Exposición de Motivos:
“La construcción de una memoria común no es un proyecto nuevo en la sociedad española. El régimen franquista impuso desde sus inicios una poderosa política de memoria que excluía, criminalizaba, estigmatizaba e invisibilizaba radicalmente a las víctimas vencidas tras el triunfo del golpe militar contra la República legalmente constituida. En el marco de este relato totalitario, y al mismo tiempo que continuaba una dura represión sobre las personas que defendían la Segunda República, se establecieron importantes medidas de reconocimiento y reparación moral y económica a las víctimas que habían combatido o se habían posicionado a favor del golpe de Estado”.
Frente a esta construcción totalitaria franquista se pretende otra construcción en la que el reconocimiento a las víctimas se inserta en un determinado relato que hace explícito otro párrafo de la Exposición de Motivos de la Ley de Memoria Democrática:
“Esta ley de Memoria Democrática toma como referencia las luchas individuales y colectivas de los hombres y las mujeres de España por la conquista de los derechos, las libertades y la democracia. España atesora una larga tradición liberal y democrática que surge con las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. A lo largo de todo el siglo XIX y de gran parte del XX, multitud de españoles y españolas lucharon y dieron su vida por la implantación de un sistema democrático en nuestro país, en los mismos términos que se estaban construyendo en el resto de países de nuestro entorno. Constituciones como las de 1812, 1869, 1931 y 1978 han sido hitos de nuestra historia democrática y han abierto momentos esperanzadores para el conjunto de nuestra sociedad”.
De esta forma, de un planteamiento en el que se rechaza el homenaje a las víctimas que lo fueron a manos de la República con el fin de favorecer la convivencia (crítica a las canonizaciones de religiosos asesinados durante la Guerra Civil, por ejemplo), se pasa a otro en el que el reconocimiento a las víctimas que lo fueron por defender la República se convierte en una defensa de ésta. La Ley de Memoria Democrática opta por esta línea, que conecta con una presentación parcial de la historia de España. Así, llama la atención, por ejemplo, que se haga una lectura selectiva de las Constituciones vigentes en España, omitiendo, entre otras, a la de 1876, que fue la que más tiempo estuvo en vigor en España y que permitió (en 1890) el establecimiento del sufragio universal masculino.
Es en el marco de la construcción de este relato en el que se insertan las distintas medidas de reconocimiento de las víctimas que lo fueron a partir del 18 de julio de 1936, la fecha en la que se inicia el golpe de Estado contra el gobierno de la República que acabó conduciendo al régimen franquista, y que incluyen actos conmemorativos y homenajes públicos a las víctimas y el diseño e instalación de lugares de memoria públicos que permitan consolidar la memoria democrática (art. 48 de la Ley de Memoria Democrática). Al mismo tiempo que se ordena el recuerdo y homenaje a las víctimas de la lucha por los derechos y libertades, se prohíbe de manera estricta cualquier homenaje que pueda implicar un cuestionamiento de esta memoria democrática (art. 38 de la Ley). Entre estos actos se encuentran aquellos referidos a personas que hubieran participado en la Guerra Civil en el bando denominado nacional. O, por utilizar los términos de ese art. 38 de la Ley, se prohíben los actos que supongan exaltación personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra o de la Dictadura, de sus dirigentes, participantes en el sistema represivo o de las organizaciones que sustentaron al régimen dictatorial”. La prohibición se vincula con el descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas o de sus familiares y deja abierta cuál será la interpretación que se hará de dicha prohibición.
Se trata de una prohibición que recuerda la que encontramos en el art. 61 de la Ley 29/2011, de 22 de septiembre, de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo, y que prohíbe la exhibición de monumentos, escudos, insignias, placas u otros objetos que impliquen exaltación del terrorismo, los terroristas o las organizaciones terroristas. En este caso también nos encontramos con una prohibición que protege la dignidad de las víctimas y que se conecta con una defensa de los valores democráticos que, en principio, defienden quienes han sido víctimas del terrorismo y que son atacados por los terroristas. En este sentido, es significativo este fragmento de la Exposición de Motivos de esa Ley 29/2011:
“El Estado salvaguarda así el recuerdo de las víctimas del terrorismo con especial atención a su significado político, que se concreta en la defensa de todo aquello que el terrorismo pretende eliminar para imponer su proyecto totalitario y excluyente”.
De lo que hemos visto hasta ahora resulta que no es fácil separar el reconocimiento a las víctimas de la defensa de las ideas que sostenían tales víctimas; de tal forma que cuando nos encontramos ante una situación de conflicto en la que hubo víctimas y actuaciones brutales en los dos bandos, el reconocimiento a una clase de víctimas puede acabar siendo incompatible con el mismo reconocimiento de otras. Durante el franquismo se asistió a la invisibilización de las víctimas republicanas y ahora parece que entramos en una etapa en la que el olvido se proyectará sobre las víctimas del otro bando en la Guerra Civil; alejándonos así de la idea de perdón que ha sido eje en otros procesos de reconciliación en el Mundo.
En este sentido, el caso de Calvo Sotelo es significativo. En la introducción ya avanzábamos de que se trataba de un diputado prominente conservador en 1936. El 13 de julio de ese año fue detenido en su casa por un oficial de la Guardia Civil y un grupo de policías y militantes socialistas para ser asesinado a pocos metros de su vivienda (Payne: capítulo 11). No cabe duda de que se trata de una víctima de la violencia política y que como tal víctima podría ver reconocida su condición de tal. El régimen franquista le dio el nombre de no pocas calles y plazas y creó un título nobiliario para su hijo (el ducado de Calvo Sotelo) que se había mantenido hasta la actualidad. Ese título, sin embargo, es abolido por el artículo 41 de la Ley de Memoria Democrática del año 2022. Obviamente, Calvo Sotelo no podía haber sido dirigente franquista, puesto que murió antes del 18 de julio de 1936; y con independencia de que estuviera próximo a quienes finalmente se sublevaron, eso no cambia su condición de víctima, en este caso de la violencia que precedió al inicio de la Guerra Civil. En la supresión del título nobiliario concedido póstumamente a Calvo Sotelo se aprecia lo difícil que en ocasiones es separar el reconocimiento a las víctimas de la defensa de la causa a la que se adscribían dichas víctimas; y cómo, precisamente por eso, la reivindicación de las víctimas puede ser un instrumento al servicio de una dialéctica política que intenta proyectar hacia el presente debates del pasado.
En el caso de España, la retórica de la reconciliación, que caracterizó el último cuarto del siglo XX, está siendo sustituida por una reivindicación de la Segunda República como valor absoluto que acaba incidiendo en la política de reconocimiento a las víctimas de la violencia que asoló España desde los años 30 del siglo pasado. Es un debate, por otra parte, que también intenta proyectarse sobre la situación política actual. Hace un momento señalaba cómo en los años 80 y 90 del siglo XX, desde posiciones de izquierda se cuestionaba la canonización de religiosos asesinados por grupos de izquierdas en los años 30. En la actualidad, la política de construcción de la memoria democrática es cuestionada desde la derecha y el centro derecha; lo que inevitablemente podría proyectarse sobre el reconocimiento a las víctimas causadas por el régimen franquista. Queda por ver, en qué forma el reconocimiento de las víctimas del terrorismo puede quedar también condicionado por esta política de memoria democrática, toda vez que también se consideran víctimas los integrantes de los grupos de resistencia al franquismo, con el límite temporal del 31 de diciembre de 1983, tal y como habíamos visto. Esto es, tanto los que han sido asesinados por los terroristas como los terroristas que asesinaron y que pasaron por la cárcel o perdieron la vida podrían ser considerados como víctimas; pero será difícil que se asuma institucionalmente como valioso tanto lo que defendían unos como lo que defendían otros.
En definitiva, no es sencillo gestionar las políticas de memoria. La vinculación entre reconocimiento a las víctimas y reivindicación de sus ideas puede llevar a conflictos que perpetúen los que ya deberían haber sido superados.
V. CONCLUSIÓN
Hasta aquí la exposición de muchas más dudas que certezas. El punto de partida es asumir con naturalidad que en toda sociedad pueden producirse conflictos en los que unos y otros consideran actuar de acuerdo a lo que es legal y legítimo. La resolución de estos conflictos puede implicar acuerdos que impidan la persecución de acciones que, desde la perspectiva de algunas de las partes, deberían ser consideradas ilícitas. Esta imposibilidad de persecución puede producir la frustración de las víctimas y una profunda sensación de injusticia.
La creación de un Derecho penal internacional se presenta como un límite a las políticas de amnistía y olvido; pero la aplicación de ese Derecho penal internacional deberá hacerse de manera que sea respetuosa con el principio de irretroactividad del Derecho penal desfavorable para el reo.
En cualquier caso, los actos delictivos cometidos por autoridades o funcionarios públicos que fueran delito de acuerdo con el Derecho vigente en el momento de su comisión deberían estar excluidos de las leyes de amnistía o equivalentes, puesto que en ellos se aprecia siempre la quiebra de la confianza que todos han de tener en que las autoridades públicas adecuen su comportamiento a la ley.
La imposibilidad de perseguir penalmente determinadas conductas no ha de llevar a la desprotección de las víctimas, que deberían ser objeto de medidas de reconocimiento e indemnización.
A la vez, sin embargo, debería evitarse la utilización de las víctimas para la construcción de un determinado relato que reivindique los principios y valores que les condujeron a ser víctimas. La distinción puede parecer artificial, pero es necesaria para evitar que el reconocimiento de unas víctimas acabe llevando al olvido de otras. Las ideas han de ser defendidas en tanto que tales, por su contenido y efectos; mientras que las víctimas han de ser reconocidas y reparadas por el daño sufrido, no por otras razones. Hacerlo de otra manera conduciría a una representación simplificada del pasado, o lo que es lo mismo, a la construcción de una memoria totalitaria, que es lo contrario al pensamiento crítico que debería reivindicarse en las democracias liberales. La introducción en éstas de principios y valores que merezcan reconocimiento expreso por el poder público debe hacerse de una manera limitada y siempre con un amplio consenso. La utilización del pasado para justificar valores o políticas presentes ha de hacerse siempre de manera extraordinariamente moderada.
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