domingo, 22 de agosto de 2021

Defender Europa


Hace unos años explicaba las razones para un ejército europeo que sustituyera a los nacionales ("Médicos, maestros y ejércitos europeos"). En aquel momento sostenía que un ejército europeo costaría menos que la suma de los 27 presupuestos de defensa nacionales y ofrecería mayores prestaciones. Esa mayor capacidad militar iría acompañada de una reducción del presupuesto que podría dedicarse a servicios como sanidad o educación (o a bajar impuestos si se quiere). Tres años después, y reciente lo de Afganistán, creo que hay que volver sobre el tema.


No se trata de la creación de un ejército europeo que se una a los ejércitos nacionales ya existentes. No digo que esto no fuera interesante. Por ejemplo, en un caso como el que estamos viviendo en Afganistán ese ejército europeo, diseñado para un determinado tipo de operaciones, podría actuar en vez de tener que coordinar las fuerzas armadas nacionales de varios países. En este planteamiento, el ejército europeo dispondría de capacidades para misiones de mantenimiento de la paz o de ocupación, así como de reacción rápida a casos como el que ahora estamos viviendo. En estos días veo que se han propuesta cosas en esta línea; ahora bien, no es ésto lo que defiendo. Seguramente sería más fácil coordinar en caso de necesidad las tropas existentes que mantener una fuerza multinacional permanente que solamente operaría esporádicamente y cuando hubiera acuerdo suficiente entre los estados miembros. No, mi planteamiento es más radical.
La propuesta es que se cree un auténtico ejército europeo que desplace a los ejércitos nacionales. Y en los tiempos que corren ya no con el objetivo de ahorrar en gasto militar; sino de conseguir la máxima eficiencia de los recursos que se ponen a disposición de las fuerzas armadas en Europa.
Tenemos que ser conscientes de que lo sucedido en Afganistán pone de relieve no solamente que Estados Unidos ya no tiene la capacidad (o voluntad) de ser el gendarme global que antes era, sino que, también en parte como consecuencia de ello, los países europeos estamos menos seguros. Durante décadas todo se fio a la ayuda norteamericana. Un gran conflicto con Rusia (antes la Unión Soviética) contaría con los americanos al lado de los europeos, y en otro tipo de conflictos, la intervención europea se limitaría a apoyar la iniciativa de Estados Unidos. Así se hizo en Afganistán y ya vemos cómo ha acabado la cosa. En Siria no se tomó ninguna acción decisiva y ha tenido que ser la UE la que cargue con la crisis de refugiados que ha provocado la guerra. En Libia ya ni sabemos lo que hemos hecho. En Ucrania la UE ha querido jugar a la política internacional en serio y ahora nos encontramos con una guerra a pocos centenares de kilómetros de nuestras fronteras y con la necesidad de poner aviones y blindados para que haya tropas de disuasión en los Países Bálticos.
Afganistán supone la expulsión de Estados Unidos y de la UE de Asia Central. Tal como explica muy bien Araceli Mangas, China y Rusia vigilarán a los talibanes y consolidarán su dominio sobre esa parte del mundo.


¿Creemos de verdad que el mundo es un lugar seguro? ¿que podemos seguir haciendo como si lo de tener un ejército con determinadas capacidades fuera un capricho o un gasto superfluo? No, tenemos que ser conscientes de que existen amenazas y que la existencia de unas fuerzas armadas es imprescindible para que esas amenazas no se conviertan en daños reales a personas, derechos o bienes.

(Papel moneda chino de la época de la dinastía Song)

Creo que todos deberíamos conocer un poco de historia. Lo de "maestra de la vida" es real, no un mero recurso estilístico; y en su magisterio la historia de la dinastía Song en China es ilustrativa.
A comienzos del siglo XII, en el norte de China se producía más hierro que en la Inglaterra del siglo XVIII, la sociedad china era culta. En las universidades se estudiaban los textos clásicos para identificar las interpolaciones. En los manuales militares se había descrito el lanzallamas, la crítica literaria florecía, así como el teatro y se imprimían pasquines sobre los temas más variados. El papel moneda comenzaba a usarse.
Gran parte de lo anterior terminó cuando pueblos del norte invadieron el norte de China, un desastre de considerables dimensiones que se produjo más de cien años antes de la creación del imperio mogol bajo Gengis Khan.
Y ahora me diréis que qué tiene que ver la guerra del siglo XXI, con sus drones y sus bombas guiadas por láser, con los guerreros del siglo XI, con sus caballos, sus lanzas, espadas y flechas.
Bueno, echad un vistazo a Kabul y ved dónde están los de las bombas guiadas por láser y dónde los que parecen sacados de una estampa del siglo XIX. Ya os decía que en los manuales militares de la dinastía Song se describía el lanzallamas; pero una cosa es describirlo, otra fabricarlo y otra utilizarlo. Tener sus planos no salvó a los Song de los Jin. Por llevarlo a nuestros días, parece ser que los alemanes y los franceses son buenos diseñando tanques; pero ahora Alemania tiene en servicio unos 300 tanques y Francia unos 200. Rusia, en cambio, cuenta con más de 13.000 tanques. Estados Unidos tiene más de 6.000; China, más de 5.000. En toda la UE hay menos de 5000; y entre ellos hay más de 1.000 tanques griegos que en buena parte tienen más de 50 años y una buena parte de antiguos tanques soviéticos que aún son utilizados por el ejército polaco y otros países del antiguo Pacto de Varsovia.
No quiero entrar ahora en el debate sobre si los tanques son o no son necesarios en la guerra moderna y en la comparación de las capacidades de cada país en este ámbito. Solamente intento trasladar que, al menos sobre el papel, el conjunto de los países de la UE tienen algunas limitaciones en sus capacidades militares si los comparamos con Estados Unidos, China o Rusia. Y esto puede ser relevante en un momento en el que, tras la derrota en Afganistán, más se sentirán tentados de presionar militarmente a la UE o a sus intereses. Bien de forma clásica o bien con amenazas híbridas. Como decía antes, ya no se trata de ahorrar, sino de ver en qué forma Europa puede garantizar una seguridad que ya no puede depender de un Estados Unidos en retirada. Para eso tenemos que ver en qué situación nos encontramos. Daré a continuación algunos datos. Los he buscado por internet y puede que sea necesario matizar aquí o allí; pero creo que para una presentación general y básica podrían ser suficientes.
Los 27 países de la UE se gastan del orden de los 240.000 millones de dólares al año en defensa. Más o menos como China (unos 250.000 millones), tan solo un tercio de lo que gasta Estados Unidos (casi 800.000 millones de euros anuales en defensa) y mucho más de lo que dedica Rusia a sus fuerzas armadas (poco más de 60.000 millones de dólares anuales)


A partir de aquí sería esperable que la capacidad militar del conjunto de los países de la UE fuera claramente superior a la de Rusia, más o menos equivalente a la de China e inferior a la de Estados Unidos; ahora bien, no es lo mismo gastar 240.000 millones de dólares en un ejército que en 27, y así resulta que en algunos conceptos clave la posición europea es muy inferior no solamente a la de China, sino también a la de Rusia.
Por ejemplo: los 27 países de la UE operan 26 satélites militares (7, Alemania; 7, Francia; 9, Italia y 3 España) frente a 141 satélites militares de Estados Unidos, 109 de Rusia y 132 de China). En cuanto a submarinos balísticos (con capacidad de lanzamiento de armas nucleares), tan solo Francia dispone de ellos en la UE (como consecuencia del Tratado sobre no proliferación de armas nucleares), con un total de 4 submarinos, frente a los 12 submarinos rusos y los 8 chinos (Estados Unidos cuenta con 14 de estos submarinos). En cuanto a otros submarinos nucleares, en los países de la UE tan solo cuentan los 6 franceses, frente a los 50 de Estados Unidos, los 14 de Rusia o los 9 de China. Del número de tanques ya he comentado algo, y en lo que se refiere a aviones de combate, el conjunto de los países de la UE disponen de unos 2.000, frente a los casi 4.000 de Estados Unidos, los más de 6.000 de Rusia y los casi 2.800 de China.





Se trata de números que precisarían muchísimos más conocimientos de los que yo tengo para poder llegar a algún tipo de conclusión matizada; pero creo que sirven para apuntar en la dirección de que pese a que el gasto en defensa en términos absolutos en la UE es igual al de China y superior al de Rusia, el resultado no es que el conjunto de ejércitos europeos sea claramente superior al ruso ni que la capacidad militar de estos países iguale a la de China. En un tema clave como es el de satélites militares, el conjunto de la UE está claramente por debajo de estos países y también la capacidad estratégica (submarinos balísticos, armas nucleares) es inferior a la de estos países.
De hecho, en la UE solamente hay un ejército con una cierta capacidad de proyección más allá de las cercanías de sus fronteras. Es el francés, que cuenta no solamente con submarinos nucleares, un portaaviones que merece propiamente el nombre de tal y 3 buques de asalto anfibio. El resto de ejércitos europeos ofrecen capacidades complementarias, pero sin que ninguno tenga esa posibilidad de proyección que tienen las fuerzas armadas francesas. Así, Alemania cuenta con una fuerza aéres considerable, no dispone de submarinos nucleares, pero sí de submarinos convencionales avanzados, además de más de dos centenares de aviones de combate. España e Italia, por su parte, disponen de buques que pueden operar aviones de despegue vertical y servir también como buques de asalto anfibio, aviones de combate relativamente modernos y unidades blindadas equipadas con material de calidad; además de ser estos países mencionados (Alemania, Italia y España) los únicos que, junto con Francia, disponen de satélites militares.
La suma del presupuesto de defensa de estos cuatro países (Francia, Alemania, Italia y España) suponen dos tercios del conjunto del presupuesto de defensa de los países de la UE, y cabría preguntarse qué economías de escala no operarían si los 80.000 millones de dólares anuales que se gastan 23 de los 27 países de la UE no se utilizaran para reforzar un ejército europeo que tuviera como base la combinación de los cuatro con más capacidad en la actualidad.
Ya el dinero que ahora se dedica a defensa podría ser más eficiente si se destinara a una sola organización militar que debería dotarse de una estrategia clara que tuviera en cuenta cuáles son las necesidades de defensa de la Unión. Así, por ejemplo, mejorar la capacidad de obtener información y operar fuera de las fronteras europeas mediante el aumento de satélites militares. Decidir el nivel de capacidad anfibia que se desea (quizás la que ahora suman Francia, Italia y España sea suficiente, por ejemplo), ver cuál es el nivel de unidades blindadas que se requiere, disponer de tecnología propia en todos los ámbitos precisos; desde drones hasta aviones de despegue vertical (el problema al que se enfrenta ahora España si quiere mantener aviones de combate embarcados una vez que se jubilen los Harrier que ahora utiliza el Juan Carlos I) o submarinos tanto nucleares como convencionales.


Si se hiciera el ejercicio anterior: diseñar las fuerzas armadas que la UE precisa, podríamos tener -tal como apuntaba hace tres años- una mayor capacidad militar con un desembolso, en el conjunto de la UE, menor que el actual. Ahora bien, tras Afganistán el desafío es otro. Se trata ya no de mantener un gasto moderado en defensa, sino de aumentarlo para así poder garantizar la seguridad de los europeos. Si ese aumento de gasto se hace para potenciar 23 fuerzas armadas minúsculas, 3 pequeñas y una mediana (Francia) acabaremos precisando mucho dinero para mejorar muy poco. En la actualidad el gasto militar en la UE es reducido respecto al PIB (un 1,4%, frente al 3,4% en Estados Unidos y el 3,6% en Rusia e inferior también al 1,5% de gasto militar en China); pero no es un gasto menor per cápita que el de China o Rusia (522 dólares per cápita en la UE, frente a los 428 de Rusia y los 180 de China), por lo que debería ser una. prioridad que ese gasto fuera realmente eficaz. Conseguir esta eficacia en el gasto militar debería ser un objetivo claro para todos los líderes europeos.



Ahora es el momento de realizar un planteamiento estratégico que tenga en cuenta la situación creada tras la derrota de Afganistán y que pasará, necesariamente, porque Europa disponga de recursos propios para la defensa frente a Rusia, al menos desde una perspectiva convencional y con medios suficientes para operar más allá de las fronteras europeas en aquellos casos en los que lo requiera la defensa de los intereses y principios de la UE. Si el conjunto de los países de la UE quieren tener en el futuro capacidad suficiente para mantener por sí mismos una operación de intervención en Oriente Medio, África o Asia Central, disponer de medios para llevar a cabo el control de las rutas marítimas que resultan estratégicas para la Unión y obtener información suficiente mediante satélites, drones y otros medios, para garantizar la seguridad dentro de Europa, eso no podrá hacerse, siendo realistas, mediante un aumento de los presupuestos de defensa de los países miembros. Eso solo podrá lograrse mediante la creación de un ejército europeo.
¿Difícil? Muchísimo; pero es que no hay alternativa. Hace 20 años, cuando el atentado del 11-S tuve el mismo pensamiento: los europeos tienen que darse cuenta de que no podemos seguir siendo tan solo auxiliares de los Estados Unidos; debemos tener una política exterior, una política de seguridad y, por tanto, una política de defensa autónomas; y para ello no basta con invertir más, hay que invertir mejor, y para eso la unión es imprescindible. Se dejó pasar esa ocasión y 20 años después tenemos Afganistán, como desde hace años tenemos Siria. La próxima crisis será aún más cerca y si no hacemos algo al final nos arrepentiremos de haber dejado pasar tantas advertencias.
Un ejército europeo sería más eficaz que la suma de los ejércitos nacionales y permitiría aprovechar los inevitables aumentos en el gasto en defensa que nos esperan; pero ese ejército precisa también una reforma institucional profunda. Es preciso determinar quién podrá reclutarlo, con que fondos y quién lo dirigirá. Será preciso que el Parlamento Europeo disponga de capacidad para designar al presidente de la Comisión que, a su vez, debería ser el presidente del Consejo Europeo. Y sería ese presidente del Consejo Europeo/Comisión quien pudiera nombrar a los integrantes de la Comisión, uno de los cuáles asumiría la función de Comisario de Defensa.
Sé lo que implica. Sé que muchos no lo ven; pero no hay muchas alternativas al definitivo arrinconamiento de Europa.
Y -lo estamos viendo- si se arrincona a Europa, se arrinconan también los valores que nos han identificado en los últimos siglos: democracia, libertad, igualdad, derechos humanos.
Dejemos de actuar como si todo esto estuviera garantizado. No lo está. Nos toca defenderlo, tanto en nuestro propio continente como fuera de él.
Y, por supuesto, nada de lo anterior serviría de gran cosa (lo estamos viendo con Estados Unidos) si no existe una política exterior ambiciosa, bien estructurada, realista y basada en el conocimiento y el trabajo diario. Tenemos mucha tarea por delante.

domingo, 8 de agosto de 2021

¿Qué posición ocupa la universidad española en el mundo?

Aprovechando que estamos de vacaciones, me he permitido tomar unas horas para hacer unos números.
Vuelvo sobre el tema de los rankings universitarios. Hace años ya escribí sobre ellos, mostrando, además, mi escepticismo hacia esas clasificaciones que jerarquizan los centros de educación superior ["Sobre la gobernanza universitaria (II)", del año 2012]. No volveré sobre aquello y me limitaré a recordar que estos rankings no miden propiamente la calidad, sino una serie de ítems (presupuesto en relación a los estudiantes y a los profesores, ratio, proporción de estudiantes de grado y postgrado, proporción de estudiantes internacionales, número de patentes, número de publicaciones en determinadas revistas...) que fácilmente pueden introducir un sesgo. De hecho, creo que el sesgo en favor del mundo anglosajón es evidente; pero, como digo, no voy a entrar en ello. Demos todo esto por reproducido y quedémonos con cuál es la posición de la universidad española de acuerdo con esos rankings. Creo que es un tema sobre el que conviene volver porque siempre que sale en la prensa esta cuestión aprecio un notable desconocimiento que va acompañado de un defectuoso enfoque. Lo que sigue a continuación está basado en el ranking QS para el año 2022. Puede consultarse aquí. Quien se anime, puede repetir la indagación (y enriquecerla) con el resultado de otra clasificaciones de universidades.


Cuando se dan a conocer estos rankings, la prensa suele prestar atención a que no hay ninguna universidad española entre las 100 primeras del mundo y que hay pocas entre las 200 primeras. En la clasificación que hace QS la primera universidad española, la Universidad de Barcelona, está en el puesto 168. No hay ninguna otra entre las 200 primeras y luego nos encontramos con otras cuatro universidades entre las 250 primeras del mundo (Universidad Autónoma de Madrid, en el puesto 207; Universidad Autónoma de Barcelona, en el 209; Universidad Complutense de Madrid, en el 223 y Universidad Pompeu Fabra en el 248). Hay otras 7 universidades españolas entre las 500 primeras del mundo y otras 14 entre las primeras mil universidades del mundo. Se trata de resultados que la opinión pública y algunos políticos desdeñan, sin que falte el añadido de que eso muestra el fracaso del sistema universitario español, a lo que se suele añadir propuestas de reformas de organización, sin caer en la cuenta, por ejemplo, de que simplemente, un aumento de la financiación de la universidad, sin más, ya supondría ascender en el ranking, pues el presupuesto incide directamente en los puntos obtenidos en algunos rankings (no en el QS) ey también indirectamente, en tanto en cuanto puede ayudar a mejorar las ratios, que también se tienen en cuenta (en el caso del ranking QS la ratio es un 20% de la puntuación final de la universidad). Para acabar con el tema de la financiación: mi propia universidad, la UAB, está en el puesto 209 del ranking QS con un presupuesto de algo más de 300 millones de euros anuales. La Universidad del Estado de Arizona, que en ese mismo ranking está situada 7 posiciones por detrás de la UAB tiene un presupuesto casi diez veces mayor (para un tamaño parecido). Lo dejo apuntado para cuando alguien quiera hablar en serio de la calidad del sistema universitario español.
Como digo, estos resultados normalmente son considerados de manera superficial, como si no tener ninguna universidad entre las 100 primeras del mundo supusiera que el país en su conjunto no está entre los 100 primeros del mundo. Ese es un error que pasa por alto que en el mundo hay más de 15.000 centros universitarios; lo que implica que estar entre las 170 primeras universidades del mundo es estar en el 2% superior. Más del 98% de todas las universidades del mundo estarían situadas por detrás de la primera universidad española.


De hecho, solamente 35 países tienen alguna universidad entre las 200 primeras del mundo. Son estos:

- Estados Unidos
- Reino Unido
- Suiza
- Singapur
- China
- Hong Kong
- Canadá
- Australia
- Japón
- Corea del Sur
- Francia
- Alemania
- Países Bajos
- Malasia
- Taiwan
- Argentina
- Rusia
- Nueva Zelanda
- Suecia
- Dinamarca
- Irlanda
- Noruega
- Finlandia
- México
- Arabia Saudí
- Brasil
- Chile
- Bélgica
- Italia
- Austria
- España
- Kazastán
- India
- Emiratos Árabes Unidos
- Israel

De los 27 países miembros de la UE tan solo 11 tienen alguna universidad entre las 200 primeras del mundo (Francia, Alemania, Países Bajos, Suecia, Dinamarca, Irlanda, Finlandia, Bélgica, Italia, Austria y España).
Y si consideramos países que tienen alguna universidad entre las 500 primeras del mundo la lista llega a los 58. Entre estos, todavía hay 9 países miembros de la UE que no aparecen en la lista (Letonia, Luxemburgo, Malta, Eslovenia, Eslovaquia, Croacia, Hungría, Rumanía y Bulgaria).
Ahora bien, el sistema universitario no se mide únicamente por aquella universidad que destaca más en el mismo, sino que debería considerarse el conjunto; y es por eso que sería conveniente examinar cuántas universidades coloca cada país entre esas 500 mejores del mundo. Si nos fijamos en ese dato, este es el resultado:

El país que más universidades tiene entre las 500 mejores del mundo es Estados Unidos, con un total de 87, seguido del Reino Unido, que suma 49 universidades a esa lista. El tercero en este ranking es Alemania, con 31 universidades.
Hago el inciso de que lo desproporcionado de la posición del Reino Unido (más que la de Estados Unidos) algo, quizás, nos dice del sesgo hacia el mundo anglosajón que tiene este ranking. Sería necesario examinarlo con más detenimiento y aquí no puedo hacerlo; pero que el Reino Unido supere a Alemania en cuanto a universidades entre las mejores del mundo, y lo haga por más de un 50% tiene una difícil explicación si consideramos la población, recursos y relevancia de los estudios superiores en uno y otro país. No insistiré, sin embargo, en esto y, como digo, me conformo con dejarlo apuntado.
Por detrás de estos tres países nos encontramos ya a China (en el ranking se separan las universidades de Hong Kong de las del resto de China, no sé si esto está justificado), con 26 universidades entre las 500 mejores (si se incluyeran las de Hong Kong serían un total de 32, más que las alemanas). Luego otros dos países anglosajones, Australia y Canadá; Rusia, Japón y Corea y a partir de ahí, seguidos, cinco países europeos: Italia, Países Bajos, España, Francia y Suiza. España se sitúa en la posición 12 del mundo en cuanto a número de universidades entre las 500 primeras del mundo.
Esta clasificación ya se corresponde más con lo que puede ser la posición natural de los países en cuanto a sus sistemas de educación superior. Visto desde esta perspectiva, España estaría entre los 15 primeros países del mundo en lo que se refiere a la presencia de sus universidades entre las mejores del mundo; una posición que se confirma si tenemos en cuenta otro indicador. Vamos ahora con él.
En la gráfica anterior se medía el número total de universidades entre las 500 primeras del mundo; pero, claro, no es lo mismo que la universidad esté en el número 500 o en el número 1. Llamo la atención, sin embargo, sobre lo que apuntaba antes: en cualquier caso estamos hablando del 5% superior del conjunto de universidades del mundo; por lo que estar en ese "club" ya es significativo. Ahora bien, podemos matizar la tabla anterior clasificando los países en función de los puntos que acumulan las universidades de cada uno de ellos en el ranking QS. De esta manera, sumamos los puntos de todas las universidades incluidas en la clasificación QS para ver cuál es el total de puntos por cada país. El resultado es éste:


En esta clasificación Estados Unidos y el Reino Unido siguen siendo los primeros, pero en tercer lugar ya aparece otro país anglosajón (Australia) y Alemania queda relegada al cuarto puesto. Hay algunas variaciones con respecto a la clasificación anterior, pero que no alteran significativamente el orden que habíamos visto antes. De acuerdo con este criterio, España, que en la primera gráfica estaba en al posición 12 pasa a la 15 del mundo; lo que implica que hay otros países que tienen menos universidades entre las 500 primeras del mundo, pero que se encuentran en mejores posiciones que las españolas. Así sucede en el caso de Francia, Suiza y Hong Kong.
Visto de esta forma, el sistema universitario español se encuentra más o menos en la posición que es habitual para nuestro país en muchas clasificaciones. España es, por PIB nominal, el país 14 del mundo, el 16 por PIB a paridad de poder adquisitivo;  y el 12 por número de publicaciones en revistas internacionales. Si se me permite la broma, hasta esa sería una buena posición en el medallero olímpico (al cerrarse los Juegos de Tokio, España se quedó en la posición 22).
Me gustaría que esto que comparto sirviera para que cuando se publiquen noticias sobre rankings universitarios no nos quedemos con el titular de que no hay ninguna universidad española entre las 100 primeras del mundo y sepamos mirar esas cifras con un poco de perspectiva, para darnos cuenta de que lo que reflejan dichas clasificaciones es que nuestro sistema universitario se sitúa, a nivel mundial, más o menos donde lo colocan la mayoría del resto de indicadores que utilizamos habitualmente
Y lo anterior no solamente es importante para tener una visión correcta de la realidad -que ya sería bastante- sino que nos puede servir también a hacer un diagnóstico de la situación que nos ayude a tomar decisiones de cara al futuro.
Vemos que España tiene un número no desdeñable de universidades entre las mejores del mundo, estando en una situación parecida a la de otros países de nuestro entorno como Francia o Italia; si bien se aprecia que Europa en su conjunto muestra un retraso injustificado respecto a los países anglosajones y algunos países asiáticos. Esto se verá con más claridad en el último gráfico que comparto.


Este gráfico muestra el resultado de dividir los puntos totales obtenidos por todas las universidades de cada país que se encuentran entre las 500 primeras del mundo y el número de universidades de cada país en la lista. Esto es, nos da la media de puntos de las universidades que, en cada país, se encuentran entre las 500 mejores del mundo. Y es un gráfico que cambia significativamente respecto a los anteriores.
Las primeras posiciones no están ocupadas por Estados Unidos y el Reino Unido, sino por Singapur y Hong Kong, dos territorios pequeños que se vuelcan, seguramente, en las pocas universidades que tienene, a las que, evidentemente, dotan de una especial preferencia, pues sus gráficas destacan sobremanera de las demás.
El tercer país es México, que cuenta con solamente dos universidades entre las 500 mejores del mundo; pero donde, presumiblemente, se concentran, en esos dos centros, gran número de recursos y talento.
A partir de ahí la pendiente va en suave descenso; pero esto no debe impedirnos ver que países que en las gráficas anteriores estaban muy próximos aquí están separados. Así, los Países Bajos, Francia y Suiza, que en clasificaciones anteriores estaban cerca de España o Italia, ahora están muy lejos de estos países. En concreto, Suiza está en cuarta posición, los Países Bajos en sexta y Francia en octava; mientras que España está en la posición 34 e Italia en la 43.
Esto se confirma si relacionamos los puntos que obtienen las universidades de cada país con la población de dicho país. El gráfico que resulta es el siguiente:

En esta clasificación España está en la posición núm. 31, y se observa, al igual que en la anterior, que Alemania, Francia o Italia se sitúan por esa franja. Alemania está en la posición 23 y Francia e Italia se sitúan por detrás de España; Francia en la posición 33 e Italia en la 34. Si se tiene en cuenta la población, Estados Unidos, que copa, junto con el Reino Unido, los primeros puestos de la clasificación de universidades, como país se ubica en la posición núm. 26, flanqueado por Corea del Sur y Malasia. China se sitúa a la cola, porque sus muchas universidades de calidad se relativizan cuando se ponen en relación con una población de más de 1.400 millones de personas. En la primera posición se sitúa Brunei; pero seguramente hay que tener en cuenta que en un país con una población que no llega al medio millón de habitantes, la relación entre universidades y población no es tan signficativa como en países más grandes. Si excluimos de la gráfica a los países o territorios que no llegan a los 5 millones de habitantes es esto lo que nos encontramos:

¿Qué nos quiere decir?
En primer lugar, que la posición del conjunto del sistema universitario español se corresponde con la que reflejan otros indicadores. Si en términos absolutos España se situaba en torno a la posición 15 del mundo (lo que coincidía, más o menos con la posición que tiene el paíse en el mundo en función de su PIB), poniendo esto en relación a la población nos encontramos con que España está hacia la posición 30, que es también la que se corresponde con la que le toca por su renta per cápita. España, es, justamente, el 32 paíse del mundo por renta per cápita a paridad de poder adquisitivo.
Este índice, por otra parte, creo que nos permite tener una intuición de la calidad de los sistemas universitarios. Si dejamos de lado el sesgo proanglosajón y aquellos territorios que, por tener una población pequeña, podrían ofrecer resultados menos significativos, vemos que Suiza, Finlandia, Dinamarca, Suecia y los Países Bajos son quienes parecen tener unos sistemas más robustos. No solamente tienen un número importante de universidades (teniendo en cuenta la población) entre las 500 primeras del mundo; sino que esas universidades están en puestos destacados de la clasificación. Creo que si tenemos que fijarnos en algún modelo, debería ser este; pero teniendo siempre en cuenta que los trasplantes han de hacerse con mucho cuidado.
Nos indica, además, otra cosa: en España e Italia no se prima la excelencia de algunas universidades, sino que se ofrecen posibilidades a todas para tener un nivel digno que solamente con mucho tiempo y esfuerzo puede llevarnos a subir posiciones en los rankings internacionales. La situación de Francia y de Alemania es parecida.
Es una opción y, además, una opción que no me parece mala; pero tenemos que ser conscientes de ello. Si queremos tener alguna universidad entre las, digamos, cien primeras del mundo (o las cincuenta primeras, ¿por qué no?) deberemos hacer algo diferente; y no se trata de cambiar las estructuras para todas las universidades, sino de ver cómo se pueden potenciar algunas universidades concretas. Estados Unidos, con una población que es 7 veces la española, tiene 87 universidades entre las 500 primeras del mundo. España, tiene 12; esto es, en relación a la población, España tiene más más o menos las mismas universidades entre las 500 primeras del mundo que Estados Unidos. No quiero decir que no pueda ampliarse ese número (en proporción a la población España tiene menos universidades en ese grupo que los Países Bajos, Suecia o Suiza, por ejemplo); pero no es realista pensar que las más de 80 universidades españolas estarán todas ellas entre las 500 mejores del mundo. Tampoco que lo estarán las 50 universidades públicas.
Así pues, si queremos mejorar globalmente en estos rankings será preciso potenciar a unas universidades frente a otras. Cualquier otra cosa es pensamiento ilusorio. No se tratará únicamente de que alguna otra universidad se sume a las que ya están en el selecto grupo de las 500 mejores del mundo; sino que algunas entre ellas dispongan de recursos suficientes para dar el salto que supone entrar entre las 100 primeras. Para hacerse una idea, la mejor de las universidades españolas, la Universidad de Barcelona, tiene una puntuación de 47,6 puntos. La número 100 del mundo alcanza los 59,6 puntos. Esos 12 puntos de diferencia son más de un 25% de mejora.
Ahora bien, si se tiene claro qué se quiere conseguir y cómo lograrlo, es posible hacerlo. No hay nada que impida que una o unas pocas universidades españolas estén entre las mejores del mundo. Me satisface que esto se haya planteado como objetivo de forma explícita por algunos responsables universitarios; pero hay que ser conscientes de qué medios hay que poner para lograrlo y de cómo se articula con el conjunto del sistema universitario.





miércoles, 4 de agosto de 2021

La necesaria revisión del modelo territorial en España


I. Introducción

Leía hace unos días un artículo de Jorge San Miguel en el que explicaba que ya no había posibilidades de revertir la tendencia a la fragmentación en España y proponía como alternativa a una imposible (para el articulista) regulación central, mecanismos de cooperación entre comunidades autónomas.
El artículo es, creo, importante. Nunca había visto explicadas con tanta crudeza las limitaciones para el proyecto común español que se derivan de la evolución del estado autonómico. Me parece que es uno de los temas más importantes para el futuro de nuestro país (y, por tanto, para todos nosotros) al que se le dedica menos atención de la que se debiera. Haré un esfuerzo para que por mi parte no sea así.
Lo primero que hemos de hacer es el diagnóstico de la situación; y para eso creo que hay que asumir que la descentralización en España ha llegado a un punto en el que casi corresponde describir mejor el país como una suma de comunidades autónomas que como una única entidad política. Me ocupaba de ello hace unos meses ("La España confederal"). En realidad no es algo nuevo. Hace 13 años publicaba una entrada titulada "España sí se rompe" en la que explicaba que la tendencia a la descentralización que había iniciado el estado autonómico podría no tener fin. O, mejor dicho, que lo lógico es que no tuviera fin. La inercia de siglos de centralismo impedía que apreciáramos, ya entonces, que era la administración autonómica, y no la central, la que regía los aspectos más relevantes de la vida de los ciudadanos, de tal manera que, de hecho, las elecciones realmente importantes eran las autonómicas y no las generales. Durante algunos lustros, sin embargo, se mantuvo la ilusión de que el país seguía funcionando como una unidad, sin apreciar las consecuencias profundas de la fragmentación; pero en los últimos cuatro años dos acontecimientos han cambiado significativamente esta percepción, y artículos como el de Jorge San Miguel que citaba al principio son prueba de ello.
Los acontecimientos a los que me refiero son el desafío nacionalista en Cataluña, que explotó en el año 2017, y la gestión de la pandemia que todavía nos asola. Vamos a verlo a continuación.

II. Desafío nacionalista y gestión de la pandemia

En lo que se refiere al desafío secesionista, debería sorprendernos que la crisis institucional más importante de la democracia española se haya saldado con un mirar para otro lado sin que se hayan analizado sus causas, sus posibles consecuencias y qué medidas deberían adoptarse para no volver a colocar al país en una situción tan grave como la vivida en 2017.
Asumamos de una vez que funcionarios públicos españoles pusieron los medios de los que les había dotado el ordenamiento constitucional para derogarlo. No pasemos por alto que colegios y otros edificios públicos, redes sociales institucionales y no pocos policías colaboraron activamente en el intento de derogación de la constitución en Cataluña, que el gobierno tuvo que poner en marcha los mecanismos de la diplomacia internacional para conseguir aislar a quienes habían declarado la independencia de Cataluña y que la Unión Europea se pronunció sobre lo que estaba pasando en España. No nos olvidemos que todo el mundo estaba a la expectativa de que se produjera la secesión de una parte del territorio nacional con las consecuencias que ello tendría, y que los acontecimientos de octubre de 2017 debilitaron la posición internacional de España en muchos foros internacionales.
¿Es lo anterior una minucia o, por el contrario, muestra de que deberíamos estudiar que fallos estructurales existen en nuestra arquitectura constitucional como para haber llegado a esta situación? Más adelante volveremos sobre ello; porque aquí basta con dejar constancia de que una administración autonómica estuvo en condiciones de desafíar al estado y que, pese a que no consiguió su propósito, se produjo un daño efectivo a la reputación de España y el país se vio en la necesidad de utilizar recursos, internos e internacionales, que podrían dedicarse a otra cosa para oponerse a las actuaciones de unas administraciones que estaban obligadas a actuar de acuerdo con lo establecido en la constitución y en el estatuto de autonomía.
El desafío secesionista en Cataluña debería habernos advertido ya de que el grado de descentralización en España era seguramente mayor del que se percibía de manera generalizada; pero ha sido la pandemia quien lo ha puesto de relieve con mayor crudeza. La fragmentación del sistema sanitario ha llevado a que las medidas que se adopten varíen de comunidad autónoma en comunidad autónoma, y no solo (o no tanto) porque varían las condiciones sanitarias, sino por las diferencias políticas entre unos y otros gobiernos. No insistiré aquí en ello, porque ya me ocupaba de ello en la entrada del mes de abril que comentaba antes ("La España confederal"). Los últimos meses han profundizado en esa percepción de fragmentación, porque la dinámica política ha llevado a que el gobierno haga oposición a la oposición aprovechando que la Comunidad de Madrid está gobernada por el PP; de tal manera que en ocasiones parece que hay un enfrentameinto entre Madrid y España que a algunos ya les va bien para, de alguna forma, "normalizar" la confrontación entre Cataluña y el conjunto del estado. Los presidentes de las comunidades autónomas se han dado cuenta del poder que atesoran y ahora lo utilizan para llevar a cabo una política compleja en la que, por ejemplo, se azuza la confrontación entre unas y otras comunidades autónomas (la propuesta de Ximo Puig, presidente de Valencia, de reformar la imposición en Madrid, por ejemplo).
En los últimos meses la percepción de fragmentación es cada vez más evidente, ya no limitada al País Vasco o Cataluña, sino con participación destacada de otras muchas comunidades autónomas, que parecen haber asumido lo que comentaba al principio, que el estado es ya más una suma de entidades regionales que un país de ciudadanos. No insistiré en ello, porque en la entrada "La España confederal" pueden encontrarse más ejemplos.

III. ¿Un proyecto común?

Lo anterior es una mera descripción de la situación actual. La siguiente pregunta es si queremos que se continúe avanzando en la fragmentación o no. Por supuesto, cualquier opción es legítima. Ahora mismo, en España ya hay una parte muy importante del Congreso que apoya sin fisuras o la fragmentación de España (los nacionalistas, 35 diputados de un total de 350) o la autodeterminación de las comunidades autónomas (de todas o de algunas; ahí se incluiría Podemos y sus convergencias, que suman otros 35 escaños). Es claro que unos y otros no se mostrarán especialmente preocupados por lo que he descrito antes; pero ¿el resto? ¿qué es lo que piensa?
Mi planteamiento es que, por una parte, no deberíamos estar en una situación en la que la administración de una comunidad autónoma tiene la capacidad para crear una crisis tan grave como la vivida en 2017. Por otra parte, creo que la descentralización ha llegado a un punto en el que se ha convertido en ineficiente. Esto es, benefica tan solo a las élites políticas y a quienes se relacionan con ellas, pero no aporta ventajas, sino desventajas, a los ciudadanos. Me ocuparé de ambas dimensiones -que están relacionadas- a continuación.
En lo que se refiere al desafío nacionalista, tal como he adelantado, creo que es poco sensato haber dejado lo sucedido en 2017 sin evaluación alguna. Resulta chocante en un momento en el que cualquier gestión burocrática va acompañada de la correspondiente encuesta de valoración que algo como lo sucedido en 2017 esté enterrado y alejado del debate público. Creo, como digo, que es un error.
A mi jucio, lo sucedido en Cataluña hace cuatro años fue posible porque la comunidad autónoma había asumido algunas competencias que se vinculan de manera directa con el ejercicio de la soberanía. En concreto, la actuación exterior (que la Generalitat convirtió en auténtica política exterior) y la policía. La situación en Cataluña en 2017 hubiera sido completamente diferente si no existiera una policía autonómica y si Cataluña no hubiera desarrollado durante años una política en el exterior orientada a conseguir simpatías y apoyos para la secesión. En consecuencia, creo que es claro que las policías autonómicas deberían colocarse bajo el mando orgánico del ministerio del interior, como paso previo a su integración en las policías estatales; y que la vigilancia sobre la acción exterior de las comunidades autónomas debería ser muy estrecho, estableciéndose la necesidad de que toda acción exterior de las comunidades autónomas se realizara de manera coordinada con el gobierno de España. Estas son las condiciones mínimas para impedir que una situación como la de 2017 se repita. No entro, de momento, en cómo conseguirlo; me limitó a explicar que si se mantiene la posibilidad de que las comunidades autónomas controlen cuerpos armados y mantengan relaciones internacionales que se confunden con las que podría desarrollar un sujeto de derecho internacional público, en cualquier momento puede darse una situción como la vivida hace cuatro años; y no creo que debamos conformarnos con que vuelva a fracasar; tenemos que asegurarnos de que no volverá a darse.
En lo que se refiere a la hipotética ineficiencia de la descentralización, mi planteamiento es que existen disfunciones derivadas de que las comunidades autónomas han optado por ampliar sistemáticamente sus competencias mientras que el estado no ha tenido gran interés en conservar las suyas. El resultado es un progresivo vaciamiento de competencias estatales que no parece tener fin, puesto que la posibilidad de que alguna competencia sea recentralizada es, en la práctica, inexistente; por lo que el progresivo debilitamiento del estado es un hecho que no parece tener vuelta atrás.
Como resultado de esta progresivo vaciamiento nos encontramos, por ejemplo, con que el ministerio de sanidad es, en palabras del diputado de ERC, Gabriel Rufián, una "cáscara vacía"; lo que ha tenido, me parece, graves consecuencias en la actuación frente a la pandemia. En los meses finales de 2019 y principios de 2020 no creo que ningún responsable autonómico de sanidad pensara que era responsabilidad suya la prevención de la pandemia que se había iniciado en China; pero, a la vez, un ministerio de sanidad que carecía prácticamente de competencias no parecía la mejor institución para afrontar el desafío que se nos venía encima. El caos de febrero, marzo y abril confirma -para el que quiera verlo- que la fragmentación del sistema sanitario no nos ayuda ante situaciones como la vivida el año pasado.
Sin salir de la sanidad ¿qué pasa ahora que estamos en plena campaña de vacunación y las personas se desplazan de unas a otras comunidades autónomas por las vacaciones? Tenemos asumido que podemos vacunarnos en cualquier punto de nuestra comunidad autónoma; pero ¿por qué nos parece natural que sea imposible vacunarse en otra comunidad autónoma? ¿por qué no nos planteamos que de igual forma que viviendo en Santa Perpètua de Mogoda -es mi caso- me puede vacunar en Lérida me debería de poder vacunar en Asturias o en Canarias? ¿qué ganamos con la fragmentación? ¿Recordamos que el fracaso de la aplicación radar covid, parece que fue, al menos en parte, por la dificultad de hacerla encajar con los diferentes sistemas sanitarios autonómicos?


Incluso en un ámbito en el que algunos partidos políticos piden más competencias autonómicas, la fiscalidad, existen estudios que muestran que el grado de fragmentación está produciendo ineficiencias en el sistema (por ejemplo, este, muy conocido, de Thomas Piketty). Si de aquí pasamos a la educación, nos encontramos con la reciente respuesta del gobierno de España al Parlamento Europeo en relación al incumplimiento, por parte del gobierno catalán, de que el español sea lengua de aprendizaje en la escuela. El gobierno español asume que no tiene capacidad para poder garantizar los derechos educativos de los españoles en Cataluña. No entraré en el fondo del asunto (en realidad, sí que tiene ciertas competencias y medios para actuar); para detenerme en el poco escándalo que ha causado que el gobierno del país se confiese inerme para actuar en una parte de su territorio.


Aún se podrían poner más ejemplos; así por ejemplo en regulación comercial; pero creo que bastan para ilustrar mi tesis: frente a lo que ha sido pensamiento generalmente admitido en los últimos cuarenta años (las competencias de las comunidades autónomas han de aumentar siempre y las del estado han de disminuir) hemos de plantearnos ya no frenar las transferencias de competencias a las comunidades autónomas, sino revertir el proceso y recuperar ciertas competencias por parte del estado. No pretendo que todo el mundo esté de acuerdo en lo anterior, pero sí que se considere como un planteamiento tan legítimo, al menos, como el que ha guiado nuestra política en los últimos cuarenta años. Tenemos derecho a proponer que se revise el modelo de creciente descentralización que puede, fácilmente, conducir a la fragmentación.
Ahora bien, ¿cómo puede lograrse ese objetivo que, atrevámonos a decirlo, es recentralizador? Lo veremos a continuación.

IV. Articulación legal y constitucional

La propuesta que se hace tiene una primera consecuencia: frenar nuevas transferencias a las comunidades autónomas. En principio, cualquier transferencia debería hacerse únicamente si tras valorar su carácter inicialmente irreversible y el nivel de fragmentación que implica, está justificada por alguna razón de interés general. En este sentido, propuestas que estamos oyendo estos días, como la transferencia de la gestión del aeropuerto de Barcelona a la Generalitat  o la transferencia del MIR, deben ser vistas con cautela. No se trata solamente de lo que se acaba de apuntar en el sentido de que no es evidente que esta fragmentación competencia beneficie a los ciudadanos, sino que, además, la presencia del estado en el territorio de todas las comunidades autónomas es imprescindible para limitar los riesgos de un nuevo desafío como el vivido en 2017. Si la presencia del estado es residual en un territorio, es más fácil para la administración regional crear una apariencia de control sobre el mismo que tendría efectos a nivel internacional. Este es otro motivo para poner en cuarentena cualquier transferencia en el caso de aquellas comunidades autónomas en las que se aprecie un riesgo de utilización de dichas competencias para la reivindicación de la soberanía en caso de una declaración de secesión.
Y, por favor, sé cómo suena lo que digo; pero todo lo anterior no es una especulación. Lo hemos vivido hace menos de cuatro años. Como digo, no cerremos los ojos ante la evidencia.
Así pues, en primer lugar, poner término al vaciamiento del estado; pero si queremos ir más allá ¿qué podemos hacer?
Las competencias autonómicas son asumidas, básicamente, en los estatutos de autonomía, que concretan lo establecido en el título VIII de la constitución con carácter general. Los estatutos de autonomía son, por tanto, normas esenciales en la configuración y ampliación del ámbito competencias de las comunidades autónomas. Pero, aparte de los estatutos, también pueden transfererise competencias mediante leyes de transferencia estatales, tal como establece el art. 150.2 de la constitución. En el caso de las transferencias efectuadas por esta última vía, el legislador estatal podría unilateralmente revertir la competencia; pero no así, obviamente, en el caso de las competencias atribuidas por vía de estatuto de autonomía. Estos estatutos, a su vez, pueden conteneer disposiciones que vayan más allá de lo que objetivamente permita la constitución; puesto que si nadie los impugna ante el Tribunal Constitucional no se declarará la inconstitucionalidad en la que pueden haber incurrido. Por otra parte, el Tribunal Constitucional ha interpretado con frecuencia de modo generoso las competencias autonómicas, encontrando interpretaciones constitucionalmente conformes de preceptos estatutarios que en su sentido evidente supondrían una vulneración de los límites competencias autonómicos.
En definitiva, tal y como apunta el artículo que citaba al comienzo de esta entrada, parece casi inviable revertir legalmente la situción de fragmentación que he descrito en los apartados preferentes. Es por eso que se ha de plantear una reforma del título VIII de la constitución, el que regula la distribución de competencias entre el estado y las comunidades autónomas (también se ocupa de la administración local, pero en esto aquí no entraremos).
La propuesta de reforma del título VIII de la constitución no es nueva. De hecho, se lleva planteando desde hace lustros como vía para dar satisfacción a los nacionalistas; esto es, ampliando las competencias que pueden ejercer las comunidades autónomas. La propuesta que hago es la de acometer esa reforma del título VIII de la constitución pero, precisamente, para ordenar las competencias autonómicas, reduciendo algunas de las ya existentes y estableciendo algunos mecanismos, que se han mostrado necesarios en los últimos años, con el fin de garantizar una actuación leal de las administraciones autonómicas.
Ya adelanto que una reforma como ésta no pretende eliminar las comunidades autónomas; algo que, por otra parte, no puede hacerse mediante una reforma del título VIII, puesto que el derecho a la autonomía se recoge en el título preliminar de la constitución, en su artículo 2, por lo que eliminar ese derecho exigiría acudir al mecanismo de reforma agravada de la constitución. No es ésta la propuesta que aquí se hace.


Lo que se plantea, de forma mucho más modesta, es modificar el listado de competencias estatales y autonómicas que figura en el título VIII de la constitución, con el fin de ajustarlas a lo que se planteaba en los párrafos anteriores: la acción exterior de las comunidades autónomas no podrá ejercerse al margen del estado; no podrá haber policías autonómicas, y la sanidad debería volver a ser una competencia estatal. Por supuesto, esta reforma sería una oportunidad para revisar el resto de competencias y ver en qué forma es mejor acomodarlas a la realidad compleja de España. Por ejemplo, creo que la competencia en materia de derecho civil podría, o bien convertirse en exclusiva del estado o, alternativamente, concederla a todas las comunidades autónomas (ahora mismo solamente Galicia, País Vasco, Navarra, Aragón, Cataluña e Islas Baleares la tienen). No me extiendo en ello porque el argumento sería demasiado largo; pero lo dejo aquí apuntado como ejemplo del rico debate que podríamos tener al hilo del análisis de la experiencia autonómica de los últimos cuarenta años.
Junto con esta revisión de las competencias, deberíamos también introducir elementos de garantía de la lealtad institucional de las comunidades autónomas. El artículo 155 es insuficiente -tal y como se ha visto- para impedir que una comunidad autónoma ponga en serio riesgo el interés general. No entraré en los detalles de cómo podrían ser esas herramientas para la lealtad federal; pero creo que, a la luz de lo experimentado en los últimos años, no parece sensato mostrarse satisfechos con los mecanismos actuales previstos para los casos en los que las autoridades de una comunidad autónoma actúen de manera ilegal o atentando de manera grave contra el interés general.
Una reforma como la que se plantea debería tener en cuenta también los problemas temporales. Deberían fijarse plazos para la adecuación de los estatutos de autonomía existentes a la nueva regulación constitucional y prever mecanismos para el caso de que no se lleven a cabo las reformas necesarias en el plazo preciso. El Tribunal Constitucional debería tener aquí también un papel relevante que tendría que regularse en la mencionada reforma constitucional.
En cualquier caso, esta reforma no precisaría el procedimiento agravado, por lo que bastaría con el voto a favor de tres quintos del Congreso y del Senado. Incluso podría aprobarse por mayoría de dos tercios del Congreso y absoluta en el Senado (art. 167 de la constitución. Eso sí, en caso de que una décima parte de los diputados o de los senadores lo soliciten, la reforma sería sometida a referéndum.


V. Conclusión

En esta entrada he pretendido mostrar que el nivel de descentralización que tenemos en España es excesivo, tal como he escrito en alguna otra ocasión, nos hemos descentralizado por encima de nuestras posibilidades. Además, esta descentralización ha puesto en riesgo la unidad del país, tal como se pudo comprobar de manera dramática en 2017. Ante esto, lo que propongo es que se acepte como una propuesta legítima la reforma del título VIII de la constitución con el fin de limitar las competencias autonómicas y establecer mecanismos que garanticen la lealtad institucional de las administraciones autonómicas.
A partir de aquí, creo que han de ser lo partidos políticos quienes se posicionen sobre este tema. Al final, será el conjunto de los ciudadanos el que, con su voto, determine si esta propuesta sale adelante o no. Tenemos que ser conscientes de que ninguna propuesta es imposible si consigue el número suficiente de apoyos en las urnas, y que si no se consigue ese apoyo y continúa la fragmentación actual que -a mi juicio- conducirá a la definitiva ruptura antes o después, será porque los españoles lo hemos querido así.
Suicidarse como país es una opción; pero lo que sería estúpido es hacerlo sin ser conscientes de ello. Esta entrada no pretende más que ayudar a que lo seamos.