domingo, 9 de octubre de 2016

El agua del He Shan (在山河水)

El cuento de hoy para Amanda y Héctor.

Hace muchos años, en China, vivía un emperador poderoso que, sin embargo, padecía un extraño mal: siempre estaba triste. Pese a que disfrutaba del entretenimiento de los mejores artistas del reino, estos no eran capaces de arrancarle ni una sonrisa.
Los mejores médicos del mundo pasaron por el palacio imperial para intentar curar al soberano; pero todo era en vano. Nadie acertaba con el origen de la enfermedad que hacía que el dueño de toda China languideciera sin remedio.
Un día se presentó a las puertas de la Ciudad Prohibida un viajero vestido con harapos y que lucía una larga barba que comenzaba a encanecer. Se acercó a los guardias y les dijo que venía para hacer que el emperador recuperara la salud. Los guardias se miraron extrañados y le advirtieron que si intentaba engañarlos le cortarían la cabeza. El forastero dijo que era consciente de ello, pero que aún así insistía en visitar al soberano.
Le hicieron pasar y le llevaron ante el emperador. Cuando estuvo frente a él el viajero se acercó y lo examinó con detenimiento. Se detuvo en sus manos y en el color de su piel, en la forma que marcaban los pómulos y en la manera en que sus ojos escudriñaban lo que le rodeaba. Al cabo de unos pocos minutos el viajero se retiró unos pasos y habló.
- Lo que padeces, majestad, es una enfermedad que solamente se curará bebiendo del agua del He Shan, el río más recóndito de las montañas más alejadas de tu imperio.
El emperador no mostró ninguna emoción al oír la noticia y se limitó a decir:
- Haré que inmediatamente me traigan de ese agua.
- Me temo, señor, que esto no puede hacerse - replicó el viajero- el agua solamente surte efecto si se bebe directamente del cauce del río en el punto que tan solo yo conozco. No puede traerse el agua hasta el palacio, porque entonces perdería sus poderes. Es preciso que tú, personalmente, llegues hasta el nacimiento del río para allí beber de ese agua. Pero te advierto que es un viaje peligroso, por lugares solitarios y donde no es imposible encontrarse con bandidos y salteadores.
El emperador acentuó su habitual gesto de fastidio y añadió:
- Si no hay más remedio me desplazará hasta allí. Haré que cien soldados escogidos me escolten. Seguro que es suficiente para espantar a bandidos y saqueadores.
El forastero contestó agitando con suavidad pero determinación su cabeza.
- Eso tampoco es posible. El agua solamente surtirá efecto si quien acude a beberla lo hace en solitario o, en todo caso, acompañado tan solo por otro viajero. Como el único que conoce el lugar exacto en el que ha de beberse el agua soy yo me temo que no queda más alternativa que seamos tú y yo quienes emprendamos este viaje.
Un nuevo gesto de fastidio del emperador siguió a este anuncio; pero era tanto su cansancio por el abatimiento que sin razón aparente sufría desde hacía tanto tiempo que se apresuró a confirmar que haría el viaje tal como se le había indicado.



Dos días después el emperador y el forastero salían juntos de la ciudad. Llevaban tan solo lo que podían transportar los dos caballos que montaban y el emperador había cambiado sus trajes elegantes por el atuendo propio de un viajero modesto.
Las primeras semanas de viaje recorrían todavía el centro del imperio y reposaban en posadas que pagaba la bolsa de monedas de oro que el emperador había dado a su compañero; pero al cabo de un mes ya se habían adentrado por las zonas poco pobladas, por los bosques, por las tierras de frontera donde las personas debían buscarse la vida como lo habían hecho sus antepasados antes de que llegara la civilización.
El emperador sabía disparar con el arco, pero nunca había despellejado un animal ni preparado un fuego de campamento. Con el forastero aprendió a hacer esas cosas, y a buscar el lugar más confortable para reposar durante la noche en un bosque. Y también a sacar espinas de los cascos del caballo y a lavarse en la corriente de un río.
Viajaban y estaban ocupados. Ascendían la montaña y exploraban los bosques. En medio de uno de esos bosques sufrieron el ataque de unos bandidos. El emperador, que era un gran guerrero mató a tres de los asaltantes en un santiamén con las flechas que disparaba como un dios de la muerte. El forastero y él se enfrentaron con sus espadas a los tres bandidos que quedaban y dieron buena cuenta de ellos. Cuando hubieron acabado había seis cadáveres en el bosque y ambos hombres estaban exhaustos y satisfechos por haber burlado de aquella manera a la muerte.
- Ya estamos cerca del lugar en el que beberás del agua, emperador. Y llegaremos a él gracias a tu valor y habilidad.
El emperador casi sonrió al oír esto, pero nada dijo el forastero. Al día siguiente llegarían al lugar en el que el emperador debía curarse.
Cuando a la mañana cruzaron el último paso antes de alcanzar la pequeña fuente en la montaña de la que manaba el agua del He Shan el forastero puso la mano sobre el hombro del emperador y le miró a los ojos.
- Lo has conseguido. Has llegado al agua que te curará y te has ganado el derecho a beberla.
Y sin soltar el hombro lo condujo al punto exacto en el que debía beber.
- Antes de beber mira tu reflejo en el río.
El emperador miró su rostro en el agua y se sorprendió. En su cara había una sonrisa. Sus ojos brillaban de emoción y hasta sus mejillas parecían haber ganado color.
- Bebe si quieres de este agua, pero ya estás curado. Encerrado en tu palacio morías como pájaro enjaulado. Precisabas volver a sentirte una persona como los demás, capaz de valerse por si mismo y enfrentarse a la naturaleza y a tus enemigos con la fuerza de tu brazo y no con la ayuda de tus soldados. Es el viaje el que te ha curado.
El emperador miró al forastero y lo vio con nuevos ojos, como al sabio que realmente era. No dijo nada y sumergió su cabeza en el agua. La sacó y ayudado tan solo por las manos como cuenco bebió de aquel agua tan fresca.
Volvieron al palacio, donde el emperador nombró al viajero primer ministro. Fueron amigos el resto de su vida y de vez en cuando se escapaban por unos meses del palacio para viajar juntos como lo habían hecho aquella primera vez.




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