No está mal el artículo que hoy publica en La Vanguardia José Antonio Zarzalejos. Me parece, además, significativo porque muestra un importante cambio de tono hacia la cuestión de las nacionalidades. El título es muy contundente ("La independencia no es opción"); pero si se lee el contenido se ve que se van repartiendo culpas a diestro y siniestro con una conclusión clara: es preciso dar una respuesta suficiente a las demandas de autogobierno de Cataluña (y también del País Vasco y de Galicia). Son necesarias nuevas reglas del juego que permitan salir adelante de una situación que está dañando profundamente al conjunto de la Nación (o de las Naciones o del Estado o de como se quiera llamar) y, sobre todo y eso es lo más importante, al conjunto de los ciudadanos.
Ahora bien, el problema que existe es que no creo que se den las circunstancias precisas para esa reformulación de las reglas del juego; o, lo que es lo mismo, para un nuevo proceso constituyente. El artículo de Zarzalejos parece también asumir esta falta de las condiciones adecuadas para superar un distanciamiento entre el centro y la periferia que cada vez se hace más profundo. El articulista no ahonda excesivamente en las causas de esta carencia; pero me parece bastante importante identificarlas y, a partir de ahí determinar qué se puede hacer y lo que puede pasar si, como parece probable, no se hace nada.
A mi me parece que el punto de partida ha de ser la distinción entre acuerdos y consensos, de la que ya me ocupé hace años (aquí y aquí). El día a día de la política se basa en los acuerdos; pero tales acuerdos precisan de un contexto que no esté sometido a los vaivenes de las negociaciones y las componendas; es preciso que haya algún punto en el que todos estén de acuerdo; es decir, que se cumpla no porque así se consiga otra cosa, sino porque se entiend que es la mejor opción. Durante la Transición en España se tejieron algunos de esos consensos, y eso implicó que se dejaron fuera del debate diario algunas cuestiones básicas. Una de ellas, quizá la más importante, fue la de la estructura del Estado, en la que casi todos estaban de acuerdo en que España como Estado no debía romperse siempre que las nacionalidades históricas gozaran de un volumen suficiente de competencias.
Desde hace años vemos cómo ese consenso básico (y otros; también, aunque es menos importante, la cuestión de la forma del Estado, monarquía parlamentaria o república) se ha roto, con la consecuencia indeseable de que se mezcla la negociación sobre cuestiones puntuales con debates sustanciales. A esto se une una propensión generalizada a la descentralización hasta llegar al punto en el que las tendencias secesionistas están a punto de conseguir la fragmentación del Estado.
En esta situación lo racional es sentarse y diseñar un mapa de relaciones que suponga una nueva asunción de consensos. Consensos no quiere decir acuerdos, como decía. Un acuerdo supone que yo cedo en algo para que tú cedas en otras cosa. Un consenso, en cambio, implica que todos los que negociamos encontramos un punto de encuentro; una forma de actuar o de ver la realidad en la que se produce una coincidencia. Como digo estos consensos son necesarios para que la vida política pueda seguir su curso y podamos centrarnos en las cosas que realmente importan: cómo conseguir que la vida de las personas sea mejor cada día, que la sociedad sea un marco adecuado para el desarrollo personal y colectivo.
En la actualidad la búsqueda de ese consenso en España tiene un elemento adicional que no existía hace cuarenta años y que contribuye a dificultar su consecución. Cualquier solución no puede hacerse de espaldas a Europa. Los españoles nos hemos integrado en la Unión Europea y estamos todos de acuerdo (éste sí que es un auténtico consenso) que Europa es el camino, que no hay salvación fuera de Europa. Así pues, cualquier nuevo pacto constituyente precisa que se resuelva el tema de la forma en que Europa se hará presente en él.
En cualquier caso la búsqueda de ese consenso precisa análisis rigurosos y claros de la realidad. Para mi esa es la principal dificultad para llegar a una solución. Por desgracia desde hace años observamos que el debate sobre la estructura del Estado se hace con una tremenda falta de rigor y una apelación constante a instintos primarios que hacen imposible cualquier planteamiento serio. Zarzalejos habla del "España nos roba" que tanto se repite en Cataluña; pero también encontramos exabruptos del otro lado. Esta mañana misma leía que el presidente de Extremadura decía que "Cataluña pide y Extremadura paga", obviando que Catalunya en su conjunto es un contribuyente neto a las arcas públicas españolas, situación que, me parece, no es la de Extremadura. O dicho con más precisión: el conjunto de impuestos pagados por los contribuyentes con residencia fiscal en Catalunya es superior a la cantidad de dinero que el Estado invierte en Catalunya o transfiere a administraciones públicas con sede en Cataluña (Comunidad Autónoma, Diputaciones y Ayuntamientos); mientras que el conjunto de impuestos pagados por los contribuyentes con residencia fiscal en Extremadura es inferior a la cantidad de dinero que el Estado invierte en Extremadura o transfiere a administraciones con sede en Extremadura (Comunidad Autónoma, Diputaciones, Ayuntamientos). Pueden consultarse algunos datos sobre esto, publicados por el Gobierno de España, aquí (véase la p. 6).
En fin, lo importante no es la anécdota, sino la constatación de que falta el más minimo rigor y cualquier voluntad de intentar construir un escenario adecuado para el conjunto de los ciudadanos. Los políticos parecen atrapados por los plazos entre elección y elección y preocupados como parece estar la mayoría tan solo por mantener sus cuotas de podre se me antoja inasumible intentar siquiera un planteamiento como el que aquí propongo.
De todas formas, si se decidieran a realizar el ejercicio, las soluciones posibles son aparentemente sencillas; o al menos a mi así me lo parece. En primer lugar me parece que resulta completamente inasumible continuar con un debate eterno sobre la estructura del Estado. Afortunadamente los partidos nacionalistas ya hablan con naturalidad de lo que siempre ha sido su objetivo último, la independencia, con lo que por este punto es más fácil plantear con claridad los términos del debate que no son otros que una ruptura del Estado o, por el contrario, la renuncia a la independencia en el marco de un Estado que satisfaga las aspiraciones de autogobierno de sectores mayoritarios en algunas Comunidades Autónomas.
Planteadas así las cosas el orden del debate creo que resulta claro: es necesario agotar las posibilidades de reestructuración del Estado antes de pasar a su alternativa: la planificación de su voladura controlada.
En lo que se refiere a una posible reestructuración del país creo que tendrían que hacerse propuestas diáfanas; supongo que cada cual tiene la suya. La mía a estas alturas ya es clara: Cada Comunidad Autónoma ha de disponer de la capacidad de regular sus propios impuestos con el fin de obtener los recursos necesarios para gestionar las importantes competencias que tiene (Sanidad y Educación sobre todo). El Estado debería, a su vez, tener sus propios impuestos para obtener los recursos precisos para la gestión de sus propias competencias (Defensa, Justicia, Asuntos Exteriores y muy poco más). Serían necesarias, además, normas para articular las distintas políticas fiscales y evitar el fraude (instalación de sociedades en Comunidades Autónomas que hubieran establecido un impuesto significativamente bajo, por ejemplo). Evidentemente la Seguridad Social debería ser estatal pues la única forma en que podría sobrevivir, más en las circunstancias actuales. Las representaciones que actualmente tienen algunas comunidades autónomas en el extranjero deberían integrarse en las oficinas diplomáticas o consulares del Estado ya que la política exterior ha de ser competencia del Estado y a este fin es necesaria una estrecha coordinación de toda la acción exterior de las Comunidades Autónomas. El Estado, vía sus propios impuestos, podría realizar políticas de solidaridad con territorios que necesitaran un mayor apoyo, pero tales políticas habrían de ser claras y transparentes.
A mi este escenario (claramente federal) me parece bastante asumible. Existen ciertas cuestiones que deberían cuidarse también, por ejemplo, la utilización por la administración federal de las lenguas propias de las Comunidades Autónomas que las tengan, pero creo que en una situación de confianza y ausencia de recelos se trata de temas que se irían resolviendo solos.
Evidentemente si si no se consigue un consenso sobre el mantenimiento del Estado la alternativa es la demolición de éste. A mi me parecería una muy mala noticia, máxime en las circunstancias actuales, en las que vemos cómo en Europa los países pequeños (Irlanda, Grecia, Portugal) se ven asfixiados por Bruselas y Berlín mientras que los grandes (Italia, España) son capaces de desviar las políticas del BCE y así evitar males mayores para su población. Desde luego para Berlín y París sería, a la larga, una buena noticia la desintegración de España, pues se desharían de un partner que en ocasiones puede llegar a ser molesto, para ser sustituido por una pluralidad de Estados pequeños que no tendrían papel significativo alguno en el dibujo de Europa (véase sino cómo Holanda y Finlandia tuvieron al final que cesar en su oposición a la compra de deuda por parte del BCE una vez que Alemania la asumió). El conjunto de los que ahora somos españoles tendríamos mucho menos que decir sobre cómo se hacen las cosas en Europa. Pero, bueno, si no hay más remedio qué se le va a hacer. En cualquier caso, esa demolición del Estado debería ser previo acuerdo y consensuada con Europa, porque una declaración unilateral de independencia sería un suicidio.
En fin, que estamos entretenidos.
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