Estoy en un curso de buceo. Una de
esas cosas que pensaba que nunca haría. Soy, por tanto, un
aprendiz de buceador y voy a poner por escrito un apunte de las sensaciones que
ahora tengo y que quizás dentro de unas semanas sean ya diferentes (o no).
Lo primero es que cuando estás en el
barco que te lleva al punto de buceo lo que quieres es tirarte al agua cuanto
antes; y no solamente porque es lo que has ido a hacer, sino porque el barco,
cuando ya está anclado, se mueve bastante, incluso con la mar tranquila, y todo
el trajín de preparar el equipo (poner los plomos, buscar la máscara y las
aletas, colocarse las aletas) implica subir y bajar la cabeza, lo que puede
acabar mareándote. Empiezas a pensar en el momento de tocar el agua como aquel
en el que su frescor hará desaparecer la náusea que empieza a invadirte.
Además, una vez colocado el equipo
(jacket, botella, máscara, regulador, aletas...) en tierra o en la cubierta de
un barco no eres más que un pato o un pingüino. Es completamente antinatural caminar
con plomos y una botella de 15 litros a la espalda, con una máscara que te
quita una parte de la visión y con un regulador en la boca. El equipo solamente
adquiere sentido en el agua, y es, por tanto, ahí donde quieres ir.
Una vez que te tiras y estás flotando a
la espera de que se organice el grupo para empezar la inmersión el deseo de
tirarse al agua es sustituido por el deseo de sumergirse. Y, de nuevo, no
solamente por las ganas de ver qué es lo que hay en el fondo, sino porque el
equipo de buceo está pensado para el agua, pero no para su superficie. Una de
las cosas que más sorprenden la primera vez que te tiras al agua, ya en la
piscina donde se hacen las primeras clases, es que nada (o casi nada) de lo que
sabías acerca de nadar te sirve cuando llevas puesto un equipo de buceo. La
técnica es diferente y los instintos que tienes como nadador son casi
antitéticos con los que tienes que desarrollar para bucear. Con el jacket
inflado flotas muy bien en el agua, pero no te sientes en tu habitat natural.
Cuando se da la instrucción de vaciar los jackets y estás ya completamente
sumergido la sensación cambia completamente. Te sientes mucho más libre. No
tienes la frontera que marca la superficie entre el aire y el agua, sino que
todo lo que te rodea es agua. Si pegas aletas hacia abajo bajas; si lo haces
hacia arriba, subes; si estás en horizontal, avanzas. No estás limitado a dos
dimensiones, sino que las tres te pertenecen. Es una sensación extraordinaria.
Hoy cuando descendía llevaba por delante
a quien era mi compañera, Magnolia, y al instructor que iba a su lado. Delante
de mi el cabo que nos servía de guía para descender, que bajaba en suave
pendiente perdiéndose en medio del azul verdoso de la mar, más allá de donde
llegaba mi vista y sin llegar a distinguir el fondo. En medio de ese azul las
figuras negras de Magnolia y Àlex, el instructor. El azul, el negro y el cabo
del ancla. Nada más. Era un contraste bellísimo. Una escena realmente hermosa.
Y sí, todavía no he dicho nada de los
peces, del fondo marino, de los bichitos que se encuentran, del cambio de
colores y de lo que hay entre la arena y las rocas; pero es que lo que hoy más
me ha llamado la atención ha sido esa irrealidad del azul marino rodeándote por
todas partes.
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