Hace unos meses, la portavoz del gobierno español, comentando la reforma de la Ley Orgánica de Educación que excluía el carácter vehicular del castellano en toda España, dijo que había que consensuar un texto legislativa para que "cada uno se pueda expresar en las condiciones que le marca su territorio".
Creo que es significativo. Ya no se trata de que cada uno pueda expresarse como quiera, sino que ha de hacerlo en las condiciones que le marque "su territorio". Demasiado bien sabemos en Cataluña -y en otros lugares- lo que esto significa: los derechos que uno creía tener se ven limitados o desaparecen al no ser concordes con la opinión mayoritaria "del territorio". Así, lo que es un derecho constitucional -recibir enseñanza, al menos en parte, en castellano- pierde toda efectividad puesto que quienes ostentan la mayoría en el territorio entienden que las cosas deben ser de otra manera.
No es algo aislado o una anécdota, sino que entronca con algo mucho más profundo, tal como intentaré mostrar.
Las sociedades democráticas que surgen tras la II Guerra Mundial se caracterizan por ser comunidades basadas en el respeto a determinados principios básicos, entre los que se encuentra la garantía de los derechos fundamentales; más allá de los cuales la libertad ha de ser absoluta. La idea central de estas sociedades es que el pluralismo ha de ser máximo. Desde luego, cualquier idea o planteamiento que sea conforme con los principios democráticos básicos ha de poder ser expresada con libertad. En los países que se declaran democracias militantes la expresión o defensa de ideas o planteamientos contrarios a los principios democráticos básicos que fundamentan la sociedad se encuentran sometidas a límites; mientras que en aquellos otros estados que no son democracias limitantes el límite anterior no existe, de tal forma que puede defenderse abiertamente la transformación del país en uno no democrático. Aún así siguen existiendo restricciones a la libertad de expresión que pretenden impedir la incitación o defensa de la violencia y buscan la protección de los grupos vulnerables; pero excepto en los casos anteriores, la actuación y defensa de los planteamientos políticos y sociales goza de la máxima libertad. Además, como los mencionados límites lo son de derechos fundamentales (ideología, expresión, participación política) es necesario que las restricciones que puedan establecerse estén dotadas de las máximas garantías, en particular del control judicial.
Dado que España no es una democracia militante, en nuestro país, al menos en teoría, el espacio público, tanto físico como virtual, ha de estar abierto a todos, sin que nadie pueda arrogarse más legitimidad que otro y sin que ni siquiera quienes cuestionan radicalmente la propia existencia de ese espacio público y libre puedan ser excluidos. Nuestra sociedad es una en la que todos debemos compartir territorio e instituciones sin que nadie pueda apropiarse ni de unas ni del otro.
Lo anterior nos obliga a tener que estar en contacto con aquellos que piensan diferente a nosotros. Los que tenemos ya 50 años y más recordaremos cómo en los años 70 y 80 del siglo XX ese compartir era percibido como signo de vitalidad y libertad. El que en la arena pública pudieran estar desde Fuerza Nueva hasta el Partido Comunista, que todos tuvieran oportunidad de mostrar sus símbolos y plantear sus ideas me parecía, y nos parecía a muchos, una bella conquista. Libertad, pluralidad y, por supuesto, respeto de los principios democráticos y de los derechos fundamentales; pero, insisto, quienes tienen la obligación primera de defender esos principios democráticos y derechos fundamentales -incluido el pluralismo político- son los poderes públicos. En una democracia que no es militante como la española ningún obstáculo hay para que individuos o partidos critiquen o cuestiones esos principios. El procedimiento por encima de la sustancia. Esto es, básicamente, la democracia que se construyó en Europa tras el fin de la II Guerra Mundial.
Hay quien, sin embargo, no está contento con este contacto con quien piensa diferente. Hay quien cree que puede apropiarse de las instituciones y del territorio convirtiendo en ciudadanos de segunda a quienes no comparten sus planteamientos. En Cataluña lo hemos vivido en los últimos lustros. La presencia de esteladas en lugares y edificios de titularidad pública, la colocación de lazos amarillos y de pancartas nacionalistas en sedes de la administración no es más que una forma de marcar el territorio y las instituciones, apropiárselas y, por tanto, indicar a quienes no comparten esos planteamientos, son ciudadanos de segunda.
Una vez consolidada la apropiación simbólica del espacio público, el siguiente paso es limitar o excluir la posibilidad de que quienes no compartan las ideas de quien quiere imponerse puedan expresarse con libertad. En Cataluña también lo hemos vivido. Yo lo he experimentado en primera persona: si tus ideas no concuerdan con el ideario nacionalista se intentará que no puedas expresarla con libertad, al menos en determinados espacios en los que los intolerantes se sienten más fuertes. La crónica de los continuos boicots y acosos a los estudiantes constitucionalistas en la UAB da buena cuenta de ello. También es significativo cómo se ha impedido que Cs pudiera realizar actos políticos en determinado lugares de Cataluña. En el País Vasco se encuentran también casos. Así, por ejemplo, el boicot a un acto de Cs en Rentería.
Esta limitación de la libertad de expresión supone un paso más en el fraccionamiento y ruptura del espacio público. Parece que algunos lo que pretenden es que en su entorno tan solo puedan estar presentes aquellas ideas o planteamientos con los que comulgan, y rechazan que en ese mismo espacio pueda haber quien piensa diferente. Y para conseguirlo se sigue una estrategia clara que se repite.
En primer lugar, se estigmatiza a quien piensa diferente. De nuevo aquí puedo hablar de primera mano: en Cataluña es usual afirmar que quienes discrepan del nacionalismo son fascistas o falangistas, participando en ese señalamiento los poderes públicos. Lo de menos es que exista fundamento para estas etiquetas, porque lo grave es que con la etiqueta se pretende justificar la exclusión del espacio público. Contaré una anécdota significativa al respecto: Hace años, tras un acto constitucionalista en la UAB, un grupo armado con palos persiguió a la carrera a algunos de los participantes en dicho acto. Unos días más tarde comentaba el incidente con algunos compañeros y uno de ellos (una profesora progresista y normalmente muy ecuánime) dijo que es que entre los asistentes al acto había fascistas. Yo le contesté que no era cierto; pero, más allá de eso, que si estaba diciendo que como eran fascistas se les podía perseguir con palos.
Esto es lo realmente grave, que de la etiqueta sigue sin solución de continuidad la legitimación para emplear la violencia contra el que piensa diferente, y es tontería argumentar sobre si la etiqueta está bien puesta o es una barbaridad, porque lo auténticamente grave es que se piense que puede excluirse a alguien del espacio público, utilizando si es preciso la violencia para conseguirlo.
Y esta es la situación que se ha normalizado en España. A los ejemplos anteriores podemos añadir el acoso a Vox durante las últimas elecciones catalanas que hizo necesario que la JEC recordara la necesidad de garantizar que los actos electorales pudieran desarrollarse con normalidad.
Y ahora esto está pasando también en Madrid. Veamos cómo.
En este caso el objetivo vuelve a ser Vox. Desde varios sectores de la izquierda y del nacionalismo se reitera que Vox es un partido que se aparta de los principios democráticos y, a partir de este aserto (sobre cuya falsedad o veracidad no es preciso entrar) concluyen que el partido carece de legitimidad para presentar con normalidad sus propuestas políticas.
Lo anterior contradice frontalmente elementos esenciales de nuestra democracia. Como se ha dicho un poco más arriba, en las democracias occidentales el pluralismo político no puede ser restringido más que en aquellos países que se adscriben a la democracia militante (no es el caso de España). Así pues, carece absolutamente de fundamento calificar de "provocación" el que un partido político (cualquier partido legal) realice un acto. Es por esto que el comunicado del PSOE, Más Madrid y Unidas Podemos en que se califica como provocación que Vox desarrolle un mitin en Vallecas es profundamente antidemocrático.
Es más, esa negación de legitimidad para poder actuar en público a un rival político es uno de los indicadores de que estamos ante una fuerza política (fuerzas en este caso) que son potencialmente peligrosas para la democracia; tal como explican en su libro imprescindible de Levitsky y Ziblatt "Cómo mueren las democracias", donde el segundo de los indicadores de que estamos ante una "figura autoritaria" es que "niega la legitimidad de sus oponentes". Esto es justamente lo que se desprende del comunicado que acabo de compartir. Una cosa es que se critiquen con toda la dureza que se quiera los planteamientos de una determinada formación política y otra que se considere una provocación que las exponga. No tener clara esta distinción es enormemente preocupante.
Esta deslegitimación, además, es antecedente de la reacción violenta frente a este partido. Como hemos visto, Vox ha sido con frecuencia hostigado por quienes se oponen a su mensaje, llegando al punto de impedirle realizar sus actos con normalidad. Esto supone ya una utilización de la violencia, que no se limita a los casos -que también ha habido- de lanzamiento de objetos u otro tipo de agresiones; sino que incluye acciones como rodear a quienes intervienen en el acto e impedir que quienes lo deseen se acerquen con libertad al mismo. En el caso del comunicado del PSOE, Más Madrid y Unidas Podemos se hace expreso que lo que apoyan son actos simbólicos de rechazo que no coincidan con el acto de Vox. Sin duda los redactores del comunicado son conscientes de la ilegalidad de animar al boicot del acto; pero no puede desconocerse, por una parte, que llamar provocación a la realización del mismo excita las reacciones contrarias al mismo y, por otra parte, que algunas de las fuerzas firmantes del comunicado se mostraron complacientes con quienes se reunieron con el fin de hostigar el desarrollo del acto.
Los vecinos a los que se refiere en este hilo de twitter el candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid por Unidas Podemos son aquellos que intentaron boicotear el desarrollo del acto de Vox, tal como puede apreciarse en el siguiente vídeo.
Así pues, tenemos que unas determinadas fuerzas políticas consideran una provocación la realización del acto de Vox para, a renglón seguido decir que apoyan el rechazo simbólico a la presencia de Vox siempre que no sea coincidente con el acto; pero cuando se producen incidentes en el acto se apoya a quienes intentaron boicotearlo; esto es, no solamente se deslegitima al adversario político (segundo indicio para identificar un planteamiento político autoritario según Levitsky y Ziblatt) sino que se muestra comprensión y tolerancia hacia la violencia (tercer indicio de que estamos ante un riesgo para la democracia según el libro de estos autores).
Vemos cómo por esta vía, la utilización de la coacción como herramienta política se ha colado en el centro de nuestro debate público, y ello con la colaboración de tres partidos con representación parlamentaria, dos de ellos en el gobierno de España.
Como para estar preocupados.
Pero aún hay más.
Si nos fijamos en el vídeo vemos que una de las consignas que gritan los boicoteadores es "fuera fascistas de nuestros barrios". Quedémonos con la segunda parte de la frase "de nuestros barrios".
Aquí se aprecia cómo se reivindica para sí un determinado territorio. En el comunicado del PSOE, Más Madrid y Unidas Podemos ya se advierte esto cuando se habla de "la provocación de Vox en Vallecas", "barrio históricamente antifascista". Esta referencia al territorio se conecta con lo que se comentaba al principio de esta entrada, la sustitución de una comunidad política plural en la que sobre el mismo territorio conviven diferentes planteamientos ideológicos de acuerdo con determinadas reglas, por una rígida división en territorios en la que quien consigue el control sobre un determinado espacio se cree legitimado para excluir de él a quienes no piensan como él. Lo que habíamos visto en Cataluña, y que comienza por lo simbólico (esteladas y lazos amarillos) acaba convirtiéndos en la exclusión física del disidente y en la utilización de la fuerza para impedir que quien piense distinto pueda expresarse.
Esta vinculación entre territorio e ideología es extremadamente peligrosa para la democracia. En ella está la semilla de la destrucción de nuestras comunidades políticas. La tolerancia y el pluralismo son sustituidas por la imposición dogmática de una determinada ideología, lo que hace imprescindible el control físico de aquel territorio sobre el que se quiere ejercer el poder, impidiendo que quien se oponga al planteamiento dominante pueda expresarse.
Como digo, lo hemos vivido en Cataluña, lo hemos vivido en el País Vasco y ahora lo vemos también en Madrid.
Hemos de reaccionar ante esta deriva antidemocrática, y hemos de hacerlo con determinación, porque está en juego la superviviencia de nuestra democracia.
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