sábado, 7 de octubre de 2023

Lo que vale cada uno de nosotros

Hace ya bastantes años leía una entrevista a Juan Luis Arsuaga en la que éste explicaba que quizás la característica más llamativa de nuestra especie en relación a otros homínidos era nuestra capacidad simbólica. En un momento dado, basta izar una tela de un color determinado para que decenas, centenares o miles de personas se identifiquen con cierto grupo o con un propósito determinado. Creo recordar que añadía que, visto desde afuera, podría considerarse un rasgo patológico; pero que tenía también enormes ventajas evolutivas. A continuación explicaba que quizás nosotros no éramos más inteligentes que los neandertales; pero que teníamos la ventaja frente a ellos de que podíamos formar grupos más grandes a partir, precisamente, de esa capacidad simbólica.
La observación me sorprendió; pero inmediatamente me hizo comprender muchas cosas. Poco después de haberla leído, alguien en redes sociales comentaba que le había pasado una cosa curiosa. Quien comentaba era de Madrid, una persona a la que no le gusta el fútbol, racional y de los que buscan distancia con los sentimientos "primarios". Explicaba que la tele estaba encendida en su casa y que estaban viendo un partido europeo del Getafe. Al pasar no pudo evitar detenerse y al cabo de pocos minutos ya estaba animando al Getafe, lamentándose de una ocasión perdida y achuchando para que marcaran un gol. Como digo, en redes lo comentaba preocupado.
Yo le dije que no había por qué preocuparse. Simplemente, era un "homo sapiens" normal; esto es, con una acendrada capacidad de vincularse a un grupo a través de símbolos simples (una equipación deportiva, un himno; a veces, tan solo un color).
Desde luego, lo anterior no es nada racional; pero obviar que somos así no conduce a ningún lado. Por eso insisto siempre en que los símbolos importan, e importan mucho; y en que hay que desconfiar de quienes nieguen lo anterior porque, como digo, eso es tanto como negar nuestra propia naturaleza.
Aparte de lo anterior, esa capacidad de vinculación simbólica ha sido clave para nuestro desarrollo como especie; que muchas veces se basa en unir el esfuerzo de muchos para un propósito común. Parece ser que esto está ahí desde antes del Neolítico, como prueban las enormes construcciones paleolíticas en lugares como Göbekli Tepe, de más de 11.000 años de antigüedad.


Nada de lo que nos rodea (sociedad, servicios sociales, cultura...) existiría sin esa capacidad de los individuos de sumarse a un grupo o a un proyecto en el que, forzosamente, su aportación será pequeña en comparación con el conjunto; pero, a la vez, imprescindible.

Esto último ha de ser destacado. En la mayoría de las empresas cada uno de los que participan podría pensar que lo que el añade es insignificante; y, sin embargo, aún así, sigue empujando. En ocasiones, se aprecia una desproporción enorme entre el riesgo individual que se asume y lo que cada persona aporta al proyecto común. Piénsese, por ejemplo, en una carga de infantería. Una línea que puede ser de miles de personas. Cada una de ellas arriesga su vida y, sin embargo, sabe que lo que él aporta a la carga es menos de un 0,1% del empuje total. Y aún así, sigue. Muchos seguirán porque temen las consecuencias de abandonar; pero otros, sin duda, lo hacen porque creen que es su deber o, incluso, porque es más la satisfacción de defender aquello que creen que es justo o necesario que el riesgo que asumen personalmente. Los dos libros sobre la Primera Guerra Mundial de Ernst Jünger y Gabriel Chevallier lo ilustran perfectamente.



El anterior es, desde luego, un ejemplo extremo; pero en la vida diaria nos encontramos con casos en los que se nos exige un pequeño sacrificio para un fin que entendemos como valioso. Un pequeño sacrificio que, sin embargo, entendemos que puede ser evitado con el argumento de que lo que nosotros aportamos nada (o casi nada) añade al resultado final.
Cuando hacemos lo anterior no razonamos como homo sapiens, sino -si se me permite la expresión- como neandertales; porque ese exceso de razón es más propio de nuestros primos extintos que de nosotros. Como he dicho, lo que nos caracteriza es la capacidad de hacer cosas que no serían consideradas como racionales desde una perspectiva individual, pero que sí lo son desde un punto de vista colectivo.

Mañana tendremos otra ocasión de mostrarlo. Una mañana de domingo que se podría dedicar a muchas cosas; pero que muchos emplearemos en un propósito colectivo: manifestarnos para mostrar nuestro rechazo a la entrega del Estado de Derecho, de la justicia, de la igualdad y de la democracia a los nacionalistas. A manifestarnos para intentar construir una oposición sólida, en la sociedad y en la política, a la deriva antidemocrática en la que estamos entrando.

Habrá quien, estando de acuerdo con lo que se pide en la manifestación, piense que su ausencia no hará cambiar el resultado final.

Sí que lo cambiará, porque todos somos necesarios y todos sumamos. Yo, desde luego, estaré a las 11:00 en el punto de encuentro de Impulso Ciudadano, en el Paseo de Gracia, a la altura de la calle Rosellón. Espero encontrar allí a muchos amigos que, codo con codo, todos juntos hagamos ese recorrido Paseo de Gracia hacia el mar.










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