Comentaba el otro día con unos compañeros, profesores, como yo, de derecho en la UAB; que, en su esencia, la monarquía parlamentaria era un sistema más democrático que la república. Uno de los dos se mostraba escéptico y el otro, junto conmigo, le poníamos ejemplos, extraídos de los índices habituales de calidad democrática, donde se constataba que las monarquías parlamentarias estaban mejor situadas que las repúblicas. Le insistíamos en que la mayoría de los países que son considerados democracias plenas tienen la monarquía parlamentaria como forma de gobierno. En esta línea, le íbamos enumerando esos países: además de España, el Reino Unido, Noruega, Canadá, Australia...
En ese punto nos cortó y dijo, "¿Australia? En Australia el monarca es un retrato en la pared". Mi otro compañero y yo sonreímos y dijimos, "es que se trata precisamente de eso, de que el monarca ejerza una función puramente simbólica, que sea un retrato en la pared cuyo propósito es recordar al resto de los poderes que deben mantenerse en el espacio que les corresponda, sin que ninguno de ellos intente arrogarse la representación del estado".
La idea, que ya expuse hace unos años, es tanto en Estados Unidos como en las repúblicas que siguen su modelo, el presidente se configura como un "rey elegido", asumiendo las funciones que tenía el monarca británico en el siglo XVIII. Piénsese, por ejemplo, que en Estados Unidos es el presidente el que designa todos los jueces federales, jueces que tienen que obtener el plácete del poder legislativo; pero que no pueden ser propuestos más que por el presidente. De esta forma, el presidente de una república une a su función de jefe del estado la tarea del gobierno, concentrando en una sola persona un enorme poder. En las monarquías parlamentarias, sin embargo, el transcurso de los siglos ha acabado dejando vacío de funciones políticas al rey, de tal manera que se convierte en una figura meramente simbólica, un retrato en la pared, en gráfica expresión de mi compañero.
Esta es la situación del rey Felipe VI, un monarca parlamentario que tan solo asume directamente una función política: la propuesta de presidente del gobierno cuando cesa el anterior. El resto de sus tareas son representativas, aunque yendo más allá de ser un "retrato en la pared", tal y como demostró en su visita a la zona afectada por la DANA hace unas semanas.
El rey, por tanto, tiene un poder modesto. Repito con frecuencia que, desde una perspectiva política, es más lo que puede hacer cualquier ciudadano anónimo, que tiene plena libertad para expresar sus opiniones, comprometerse en unas y otras causas, participar en un partido político o en cualquier iniciativa ciudadana y asistir u organizar manifestaciones; que lo que puede hacer el rey. El imperium del rey es bastante limitado.
Esto del imperium nos lo explicaban en el primer curso de la carrera de derecho, en derecho romano. El imperium son las facultades que van asociadas al ejercicio de un cargo público, aquello que, de acuerdo con el ordenamiento, puede hacer quien tiene ese cargo. Los romanos, sin embargo, contraponían el imperium a la auctoritas, que era el reconocimiento que recibía una persona por la calidad de su consejo, basado en su conocimiento, rectitud y valor. En ocasiones la auctoritas superaba con mucho al imperium del personaje. En otros casos, en cambio, podíamos encontrarnos con que quien disponía del segundo (impreium) pero carecía completamente de reconocimiento público (auctoritas).
Felipe VI, como rey, tiene, como hemos visto, un imperium limitado (como ha de ser), pero en sus diez años de reinado ha ganado una enorme auctoritas. Y lo ha hecho con las herramientas de que dispone, que es la palabra y los gestos.
En cuanto a la palabra, siempre contará en su haber el discurso más importante en la democracia española, el que pronunció el 3 de octubre de 2017, y del que ya me ocupé hace años. Era un discurso necesario e impecable en su contenido, una defensa nítida de los valores constitucionales y una descripción ajustada de lo que estaba sucediendo; una descripción que nadie más se había atrevido a hacer.
En los años que siguieron siguió acertando en los mensajes que trasladaba a la sociedad y en este último año su presencia en las zonas afectadas por la DANA, a la que me refería antes y que sintetizó muy bien un dibujante francés, volvieron a mostrar que es muy consciente de lo que se espera de él en cada momento.
Y ayer volvió a dar un discurso pleno de auctoritas. La llamada a la búsqueda del bien común, la reivindicación de la Constitución como marco de convivencia y la articulación del debate político con el respeto y, sobre todo, con la búsqueda de lo que es mejor para todos, debería ser santo y seña de la política. Trató los temas más candentes, sin eludir la situación internacional, la crisis de la democracia y los problemas de la vivienda; y en todos ellos aportó una perspectiva sensata basada en lo que debería ser la piedra angular del debate político: lo que marca la Constitución de 1978.
El rey no se mueve, está donde tiene que estar. Por desgracia, lo extraño es que tengamos que alabar lo que deberían ser lugares comunes por todos sabidos. El drama que vivimos es que lo que dice el rey será cuestionado por muchos que no solamente reniegan de la Constitución de 1978 (es legítimo discrepar de ella), sino que ejercen sus cargos públicos al margen de las exigencias de dicha Constitución (y esto ya no es legítimo ni debería ser admisible). El problema es que el discurso del rey, que debería ser trivial, se ha convertido en radical en una sociedad en la que priman los intereses de grupo sobre los comunes.
Creo que haremos bien en reivindicar esa radicalidad del monarca, porque es en los valores que aparecen en su discurso donde podremos recuperar la convivencia y la calidad democrática que tanto se ha deteriorado en los últimos años.
Tenemos suerte de que en estos tiempos difíciles, nuestro rey sea Felipe VI. Sin la auctoritas que ha adquirido todo sería mucho más difícil y la esperanza será mucho menor.
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