sábado, 28 de noviembre de 2009

Ya no entiendo nada

Los argumentos que se están utilizando para orientar la futura sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña son cada vez más sorprendentes. Hace un par de días me ocupaba de aquél que mantiene que el TC debe tener en cuenta en su interpretación que el Estatuto fue aprobado por el pueblo catalán; como si tal aprobación pudiera añadir o quitar algo a la compatibilidad (o no) del Estatuto con la Constitución de 1978, único extremo del que se puede ocupar el TC.
Lo que más me sorprende es que los que están hablando estos días sobre la necesidad de que el TC respete el Estatuto no mantienen que éste sea compatible con la Constitución. De hecho, de algunas de las cosas que se dicen más bien se desprende que se reconoce que es incompatible; pero que existen razones políticas para que, pese a ello, el TC mantenga su constitucionalidad. Lo último que he leído en esta línea es el artículo de Francesc Vallès en El País del día 27 de noviembre. En este artículo se sostiene que el Estatut supone un nuevo pacto constitucional, y que esta circunstancia debe ser tenida en cuenta por el TC. Copio el fragmento que me interesa para que nadie piense que hago decir al autor lo que no dice:

"Significa [el Estatuto catalán y todos los Estatutos que se han reformado recientemente] la plasmación de una voluntad mayoritaria de reescribir las bases de nuestra arquitectura institucional. Es una voluntad cuasi-constituyente. Es un pacto originario de derecho. Un nuevo pacto constituyente que el TC no puede ni debe ignorar"

Ahora es cuando ya no entiendo nada. Hasta ahora había pensado que PSC (partido del que es diputado el Dr. Vallès) mantenía que el Estatut era constitucional, que no suponía -como sostiene el PP- una modificación encubierta de la Constitución. Y ahora, justamente cuando parece faltar poco para la sentencia y toda la sociedad se está movilizando, ahora nos enteramos de que nos has estado engañando, que en realidad el Estatuto sí que supone un nuevo pacto constitucional.
Y, claro, si el Estatuto es un nuevo pacto constituyente es claro que es inconstitucional. La Constitución prevé su modificación, nada impide que se cambie y, de hecho ya ha sido modificada, al menos en una ocasión (seguro que los constitucionalistas como el Dr. Vallès lo saben con más precisión que yo). Ahora bien, para proceder a la reforma de la Constitución hay que utilizar el procedimiento previsto en la misma. De acuerdo con dicho procedimiento todo es posible; desde convertir España en República hasta la sustitución del actual régimen parlamentario por un sistema presidencialista o una teocracia. La Constitución no impone ningún límite material a su reforma; pero sí establece unos determinados cauces para proceder a la misma. Y, desde luego, el Estatuto de autonomía de Cataluña no ha sido tramitado como una reforma constitucional por lo que, si el Dr. Vallès está en lo cierto y es un nuevo pacto constituyente es claro que debería ser declarado inconstitucional. Es tan obvio que causa casi reparo hacerlo explícito.
Ahora bien, lo anterior no quiere decir que no sea posible un cambio de la Constitución que no se ajuste a los mecanismos previstos en la misma. Tal cosa es posible, desde luego; pero en ese caso nos encontraríamos ante un cambio no ajustado a la legalidad vigente. De hecho se habría sustituido el sistema vigente por uno nuevo, utilizando para ello no los mecanismos que rigen actualmente nuestra convivencia, sino la vía fáctica. Técnicamente nos encontraríamos ante una revolución, tal como adelantaba hace dos días. Mantener que el Estatuto supone un nuevo pacto constituyente y, a la vez, pedir que el TC no lo declare inconstitucional es tanto como pedir al Tribunal Constitucional que se una a la revolución, que sea cómplice de la misma (o partícipe, según se mire). Hace tan sólo unos meses la defensa del Estatuto se basaba en su constitucionalidad, hoy el planteamiento de que el Estatut ha de estar por encima de la (todavía) vigente Constitución porque de otra forma... de otra forma ¿qué pasaría?

jueves, 26 de noviembre de 2009

Una mica de seny


En estos días en que parece inminente la resolución del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Cataluña parece que todo el mundo se está volviendo loco. Lo último, lo de hoy, es la editorial conjunta de doce diarios editados en Cataluña en la que se "aconseja" al Constitucional cómo tiene que resolver el recurso planteado contra el Estatut.
La verdad es que yo no tengo opinión formada sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad del Estatut. Tengo que reconocer que no he dispuesto de tiempo para estudiar la cuestión. Porque se trata de una cuestión de estudio. Quiero decir, que para poder opinar con fundamento sobre este tema hay que tener un razonable conocimiento de Derecho constitucional y haberse leído con atención (a ser posible con lápiz y papel al lado para tomar notas) el largo y enrevesado Estatut de marras. De otra forma decir algo sobre el encaje constitucional del Estatut es, simplemente, una ligereza o una frivolidad.
Aquí no me voy a ocupar, por tanto, de la adecuación no del Estatut a la Constitución, sino de uno de los argumentos que más se emplean para defenderlo frente a la futura y aún no conocida sentencia del Tribunal Constitucional. El argumento que plantea que lo que ya ha sido votado por el pueblo de Cataluña no puede ser revisado por el Tribunal Constitucional. El argumento de que frente al pueblo han de ceder los tribunales y el propio derecho. Este planteamiento no solamente es equivocado -en mi opinión- sino, además, peligroso, tal como expondré a continuación.
Esta pretendida preferencia de la voluntad popular sobre las normas establecidas esconde una falacia, evidente y escandalosa: el pueblo existe, cuando, en realidad, no existe. Existen individuos; pero el pueblo carece de existencia real, la frecuente llamada que en los textos constitucionales o pseudoconstitucionales se hace al pueblo, fundamentalmente como depositario de la soberanía, no es más que una ficción, una forma de legitimación del poder político. Además, ese pueblo, que se pretende anterior al derecho, viene definido, en realidad, por el propio derecho, por normas jurídicas. Así, por ejemplo, son normas jurídicas las que nos dicen que el pueblo está compuesto por los nacionales (y no por los extranjeros) y son también normas jurídicas las que nos dicen que cuando el pueblo "se expresa" (en elecciones o referendums) solamente pueden pronunciarse quienes tienen más de dieciocho años (u otra edad que se fije) y no estén incapacitados. Es decir, las normas son anteriores al pueblo, y cuando se afirma lo contrario se trata solamente de una ficción que pretende, básicamente, legitimar el sistema político imperante. Todo esto no son ocurrencias mías, son cosas que cualquiera que inicia los estudios de derecho sabe (o debería saber) antes, incluso, de acabar el primer curso de carrera.
Pretender, por tanto, que el derecho ceda ante el pueblo es absurdo, una pura contradicción. Son las normas jurídicas las que configuran las reglas del juego en las que se incardina la participación de los electores (no del pueblo, que, como digo, no existe) en la elaboración de las leyes y en la regulación del poder público. Es por esto que esta pretendida preferencia del pueblo sobre el derecho es absurda y, ademas, peligrosa. Generalmente han sido las peores dictaduras las que han recurrido a esta llamada al pueblo para, de esta forma, derrumbar los límites legales a su poder. Podrían ponerse muchos ejemplos, pero el de la Alemania de Hitler creo que es suficientemente significativo; porque, además, demuestra que no basta con que existan elecciones para que podamos afirmar que nos encontramos ante una auténtica democracia (en el sentido en el que la entendemos en Europa). Franco llamó a las urnas unas cuantas veces durante su dictadura con resultados abrumadoramente favorables a sus propuestas; y esto no convirtió su tiranía en una democracia; y es bueno recordar que Hitler llegó al poder tras unas elecciones que ganó. Es cierto también, que la Declaración de Independencia de Estados Unidos comienza haciendo una llamada al pueblo; pero es que en el caso de la Declaración de Independencia nos encontrábamos ante una revolución, y de esa posibilidad me ocuparé al final de esta entrada.
Así pues, y volviendo a nuestro tema, entiendo que el hecho de que el Estatut haya sido aprobado por los electores catalanes no impide en absoluto que puedan ser declarados inconstitucionales unos cuantos, muchos o todos sus artículos. Es el contraste con la Constitución el que debe tenerse en cuenta y para ello el que haya sido aprobado en referendum o no es irrelevante.
En mi opinión, por tanto, deberíamos aguardar a ver qué decide el Tribunal Constitucional, confiando en que obre guiado por criterios jurídicos, de acuerdo con la función que la propia Constitución le atribuye. Ahora bien, si diéramos un paso más y nos preguntáramos: ¿podemos esperar que el Tribunal Constitucional actúe correctamente y dicte una sentencia basada en criterios técnicos e independiente de las presiones a las que se ve sometido? mi respuesta sería que no, que no es probable que pase eso. Los movimientos de los últimos meses parecen indicar que las consideraciones sobre las consecuencias políticas de la sentencia están pesando más en los Magistrados que las razones puramente técnicas. Todo esto (y más) me lleva a pensar que, probablemente, la sentencia que salga será "mala" desde una perspectiva técnica.
El que la sentencia sea "mala", o que -como se está apuntando- haya sido dictada por un Tribunal mermado en sus efectivos y con varios miembros que han agotado ya su período ordinario de servicio, ¿supone que se legitimaría una "desobediencia" a la misma, una falta de acatamiento a lo dictado por el Tribunal? En absoluto.
Así pues, aventuro que la sentencia será mala; una componenda, vaya (ojalá me equivoque); pero, a la vez, mantengo, que ni la calidad de la sentencia ni las particulares circunstancias de los magistrados que la dictan legitiman una contestación a la misma o su desobediencia. Y la razón para ello es que las sentencias no se obedecen o cumplen porque sean justas o buenas, sino porque así lo establecen las normas jurídicas (de nuevo el derecho, qué le vamos a hacer). Si son buenas sentencias, mejor; pero eso no es imprescindible para que resulten obligatorias.
Y es que los tribunales no son más que un mecanismo de resolución de conflictos dentro de una sociedad. Jueces (o equivalentes) han existido, probablemente, en todas o casi todas las sociedades; siendo individuos a los que, de una forma u otra, se les concede el poder de resolver de forma definitiva los conflictos. Para legitimar su actuación desde antiguo se pretendió que quienes ejercían esa función judicial eran más justos, más buenos o más sabios que los demás y que, por tanto, sus decisiones también serían más buenas, más justas o más sabias. Pero todo esto no es más que un mecanismo de legitimación, no tiene por qué ser real. Cuando me encuentro con alguien que se escandaliza cuando le digo que tal o cual sentencia es un horror y que es completamente absurda me produce la misma impresión que un adulto que se enfadara porque le explico que los Reyes Magos no existen. Una sociedad madura debe saber que los jueces no tienen la última palabra porque tengan razón; sino que tienen razón porque tienen la última palabra.
Así pues, lo que digan los Magistrados del Tribunal Constitucional sobre el Estatut bien dicho estará, aunque sea -como resulta probable que pase finalmente- un engendro jurídico. A partir de aquí se podrá analizar y criticar todo lo que se quiera la sentencia; pero en nada ha de afectar tal análisis o crítica al acatamiento de la decisión. Todas las sentencias deben ser acatadas, por injustas que sean.
Se me podrá decir que por qué razón hemos de acatar las sentencias por injustas o malas que sean, o por qué tenemos que cumplir las leyes con las que no estamos de acuerdo; la razón para ello es que tanto las leyes como las sentencias nos garantizan la paz social. Si cuestionamos el acatamiento de las decisiones del Tribunal Constitucional, si mantenemos que las leyes que hayan sido aprobadas por "el pueblo" no pueden ser anuladas por los tribunales, si sostenemos -como escuché ayer en un debate en televisión- que las normas jurídicas son un estorbo, estamos poniendo las bases para un cambio del sistema político en el que vivimos, un cambio no ajustado a los mecanismos previstos en el propio sistema (como también escuché ayer en televisión) y por tanto un cambio revolucionario.
Y esto es lo que realmente me preocupa. Lo que están diciendo la mayoría de los políticos estos días (incluido el propio presidente Montilla), lo que está apoyando una parte significativa de la sociedad civil (incluidos los periódicos que han publicado el editorial conjunto de hoy) es, simple y llanamente, una llamada a la revolución.
Quizá sea porque ya tengo más de cuarenta años y familia, quizá se me haya pasado ya la época de los ideales; pero el caso es que las revoluciones me asustan. Es cierto que hay revoluciones pacíficas; pero cuando inicias una nada te garantiza que será, precisamente, de las pacíficas. Cuando una revolución se inicia no se sabe cómo va a acabar. Nadie hace nada pensando que la consecuencia de sus actuaciones va a ser dañina o perjudicial, seguramente todo el mundo actúa pensando que aquello que conseguirá será mejor que lo que ahora tenemos. Quizá; pero démonos cuenta de a qué estamos jugando. Quien arriesga su vida por una buena causa y la pierde puede que sea un héroe; pero quien se la juega sin saber lo que hace, pensando que no va a pasar nada es un tonto; y a mi me da la impresión de que la sociedad española actual se está comportando como tal. Quizás volvamos a demostrar al mundo que somos el pueblo más tonto que habita Europa, capaces de tirarlo todo por la borda justo en el momento en el que parecía que, por fin, volvíamos a tener una oportunidad en la Historia.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Poder fáctico, poder político

El estupendo blog "europe@s" es fuente constante de ideas y debates en torno a la Unión Europea. En su último post (por el momento) "Un presidente (democrático) para Europa" se han planteado algunos temas de discusión que me parecen realmente interesantes. Como el comentario que tendría que escribir al respecto sería demasiado largo, me aprovecho de dicho debate para escribir este post.
Son muchos los temas que han ido saliendo entre el post y los comentarios al hilo de la designación del próximo Presidente del Consejo Europeo. En este post me referiré tan sólo a uno de ellos: la localización del obstáculo a la elección directa de un Presidente Europeo. Mi planteamiento es el de que son las élites políticas de los Estados las que recelan de una elección directa; fundamentalmente por la pérdida de poder que supondría para los Estados y por las incógnitas que plantea la creación de un espacio político realmente europeo.
Frente a esta opinión, Emilio sostiene que no son los políticos, sino los poderes fácticos que operan a la sombra los que se opone a tal elección directa. Tales poderes fácticos estarían contentos con una Europa más débil políticamente que les permitiría "ir colando" normativas tendentes a favorecer la libre circulación de capitales y mercancías.
La incidencia de los poderes fácticos en los políticos es un viejo tema; Emilio plantea que la situación es diferente ahora y en el siglo XIX. Mientras en el siglo XIX el poder político controlaba a los poderes fácticos ahora sería a la inversa, debiendo buscar, por tanto, en tales poderes las auténticas razones que explicaran el actual déficit democrático en la elección del Presidente del Consejo Europeo.
A mi me parece que esta dialéctica "poderes fácticos/poderes políticos" puede ser útil; pero, en cualquier caso, es excesivamente esquemática. Poderes fácticos hay muchos; están las empresas, aisladamente o agrupadas de varias formas, están las asociaciones de consumidores, los medios de comunicación, las administraciones... dependiendo del ámbito en el que nos encontremos identificaremos mil y una formas en las que quienes no tienen el poder formal de decidir inciden en quienes sí tienen ese poder. Los ejemplos son muy antiguos. En la Inglaterra del siglo XVIII los fabricantes de productos textiles consiguieron imponer un fuerte arancel a los tejidos que provenían de la India con el fin de preservar su industria; y luego decidieron, directamente, ocupar la India y desmantelar su industria. Aquí el poder político obró como longa manu de claros intereses económicos, los de los fabricantes ingleses de productos textiles.
En el seno de la Unión Europea la influencia de los grupos de interés está ampliamente contrastada y estudiada. Es muy conocido que cuando el Reino Unido se incorporó a la Comunidad Europea presionó para que en la normativa sobre competencia judicial se reconociera la posibilidad de que en los contratos de grandes seguros se permitiera la elección de tribunal, cosa que hasta entonces no estaba permitida. Las grandes aseguradoras marítimas británicas (Lloyds) estaban detrás de esta medida. De igual forma, más recientemente, los grupos mediáticos han presionado (y conseguido) que los daños derivados de la difamación en medios de comunicación haya sido excluida de la regulación comunitaria en materia de responsabilidad extracontractual.
Los ejemplos pueden ser tantos como los que se quiera y no muestran más que algo evidente: que todo el que tiene capacidad de influencia (mayor o menor) intenta utilizarla frente a quien hace las leyes. Es así y ni siquiera lo valoro negativamente, es algo que forma parte de la dinámica de toda sociedad. Otra cosa es cómo se pretenda conseguir esa influencia. Una cosa es intentar convencer a quien tiene el poder de las ventajas o inconvenientes de determinada política y otra es sobornar o coaccionar a quienes tienen la responsabilidad política. Lo primero es saludable y lo segundo delictivo.
Ahora bien, lo que no tengo claro es que estos poderes fácticos estén impidiendo la profundización en la construcción Europea. En primer lugar no sé si les interesa (en el caso de que se pudiera hablar de ellos como una unidad, cosa altamente improbable porque ¿qué tiene que ver un gran banco con General Motors, Microsoft, Boeing o Telefónica?). Emilio apunta que lo que no se puede colar a nivel estatal puede conseguirse por medio de una directiva; pero esto depende mucho del ámbito y del país. En España, por ejemplo, la regulación que tenemos de la actividad económica (control sobre la economía) es, en gran parte, de origen comunitario. Nuestro derecho sobre libre competencia y sobre competencia desleal, la protección al consumidor y a los agentes comerciales no existirían sin el Derecho comunitario. En este sentido, aquí ha pasado a la inversa. La libertad que tenían los empresarios de acuerdo con el Derecho español se ha convertido en control por obra del Derecho comunitario.
El esquema de regulación comunitario es complejo. No se basa en la simple liberalización de la circulación y servicios, sino que esta liberalización se ve equilibrada con una regulación bastante profunda de la actividad económica con el fin de garantizar la eficacia del mercado y la protección de los consumidores, entre otros aspectos. Este esquema no creo que responda a ninguna maniobra oculta por parte de los poderes fácticos (¿cuáles?) sino que es fruto de diversos factores: el pensamiento dominante en la Europa de mediados del siglo XX y la evolución de éste desde entonces, las influencias de agentes económicos y sociales y presiones específicas de determinados gobiernos. A veces los intereses son muy concretos, a veces más generales; pero, en cualquier caso, no permiten identificar una voluntad alternativa que maquine en una u otra dirección.
Por otra parte, aunque realmente esos poderes fácticos no concretados tuvieran interés en no favorecer la elección directa del Presidente del Consejo Europeo ¿tendrían capacidad para convertir sus deseos en realidad? Tendrían que ser poderes fácticos muy poderosos, de una importancia mayor que Microsof o Boeing, ya que estas empresas se las tienen tiesas con la Comunidad Europea, en concreto con el Servicio de Defensa de la Competencia. Si estas empresas no tienen capacidad para "doblar el brazo" a la Comisión Europea en cuestiones que son fundamentales para ellas ¿van a poder afectar de una manera tan decisiva a cuestiones políticas más generales? Y si no estamos hablando de las mayores empresas del Mundo ¿de quién hablamos cuando nos referimos a poderes fácticos?
No creo que exista un gobierno mundial en la sombra, y menos que ese gobierno conspire para que Europa se mantenga en la situación en la que se encuentra ahora, sin avanzar ni retroceder significativamente. Creo que la sociedad es compleja, que intervienen muchos factores en cada toma de decisión y que cada cambio es fruto de una pluralidad de circunstancias; y creo que, en concreto, el status quo de la Comunidad Europea es responsabilidad de unas élites políticas que se sienten cómodas en la situación actual, temen perder poder con un cambio y no tienen claro cuáles serían las consecuencias de crear un espacio político europeo.

jueves, 12 de noviembre de 2009

España y el Muro

Me ha llamado la atención lo que ha dicho Helmut Kohl estos días en que se conmemoraba la caída del Muro de Berlín. Quien era canciller de la República Federal de Alemania cuando cayó el Muro (entonces había que distinguir entre la República Federal de Alemania, RFA, y la República Democrática de Alemania, RDA; o, como se veía en los chándals de sus deportistas, DDR) ha reconocido que el único que estuvo entonces incondicionalmente con Alemania fue Felipe González. A los más jóvenes les puede causar cierta sorpresa esta manifestación o, simplemente, parecerles que se trata de una batallita del abuelo; pero no quiero dejar pasar la ocasión de destacarlo.

Ahora todo parece natural y sencillo; pero en 1989 existían muchísimas dudas sobre la unificación de Alemania; lo "normal" hubiera sido mantener los dos Estados separados. La RFA era un país rico, muy rico; pero planteaba dudas que pudiera asumir los costes que suponía la reunificación; por otra parte, Francia, el Reino Unido, la Unión Soviética y Estados Unidos no estaban del todo convencidos de que la reunificación fuera conveniente. De hecho, en 1989 la RFA aún mantenía, en ciertos aspectos, su condición de país ocupado. No fue más que tras la reunificación cuando se puso fin formalmente a la ocupación de Alemania por parte de las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial; y para ello Alemania tuvo que garantizar formalmente que no pretendería modificar su frontera con Polonia.
Todo esto puede sonar muy antiguo; pero fue muy real y con una gran influencia en el mundo en el que vivimos actualmente. Repito que ahora todo parece muy natural; pero en 1989 podría haber sucedido que la RDA no se hubiera integrado en la RFA y, a partir de ahí, probablemente la apertura al Este de la Unión Europea no hubiera sido lo que fue.
Y nada sería como fue si no hubiera sido por Helmut Kohl, quien apostó decididamente por hacer algo histórico en lugar de, simplemente, acompañar a los acontecimientos. Y Helmut Kohl se enfrentó a ese paso histórico sin contar más que con un apoyo firme en la Unión Europea (entonces todavía Comunidad Económica Europea), el de Felipe González. Me imagino que en momentos así se agradece la comprensión y solidaridad, y el hecho de que 20 años después Kohl lo haya reconocido dice mucho de lo importante que fue para él aquel apoyo.
Eran otros tiempos, sin duda. A veces me vienen a la cabeza las imágenes de González, Mitterand, Kohl, Delors y Tatcher caminando juntos en alguna reunión de la Comunidad Europea y tengo la sensación de que entonces existía un cierto sentido de lo que era la política a largo plazo. ¿Sería posible hoy la unidad de Alemania? lo dudo.
Quizá fuera bueno recuperar algún político de aquella época para esta Europa que se empezará a construir tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa. Felipe González aún está ahí, activo; y podría ser, seguramente, un excelente Presidente del Consejo Europeo; para mi gusto mucho mejor que Tony Blair.