Refugiados (29 de agosto de 2015)

Miles de personas, familias enteras, intentan desesperadamente huir de la guerra, de la barbarie del Estado Islámico, del hambre, de la persecución, de las torturas y mutilaciones, de la falta de libertad y de la miseria. Llegan a las fronteras de Europa (nuestras fronteras), somos testigos del drama e incapaces de reaccionar.
La crisis a la que estamos asistiendo tiene unas dimensiones difícilmente comprensibles desde España. Grecia, un país que tiene menos de una cuarta parte de la población española, ha recibido más de cien mil refugiados solamente este año.
No se trata de levantar fronteras infranqueables, sino de acoger a quienes huyen de crisis humanitarias y de los horrores de la guerra. Como sociedad no podemos dar la espalda a una situación como ésta. Recordemos que nuestros abuelos también sufrieron el drama de la guerra y la tristeza del exilio y que nadie está libre de que se repitan situaciones semejantes, por muy seguros que ahora nos sintamos.
Pero no podemos quedarnos tan solo en la reacción ante la catástrofe humana. Hay otra lección en el drama que vivimos. Nuestra seguridad y estabilidad depende también de la estabilidad y seguridad de nuestros vecinos. Tras el fin de la Guerra Fría los países europeos y la Unión Europea parecen sumidos en el desconcierto, sin acertar a construir una política exterior y de seguridad que no es un lujo, sino una necesidad ineludible. La Unión Europea carece de ideas claras sobre prioridades y estrategias. La extraña crisis libia y la llamarada de Ucrania nos advierten que estamos jugando a la política internacional sin haber leído el manual de instrucciones.
Además de ideas faltan medios, también militares. La capacidad militar convencional de Europa es ridícula y cualquier política exterior necesita, al menos, de la posibilidad de una acción armada si es precisa.





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