Llevo unos días un tanto perplejo. Parece ser que hace unas semanas unos cuantos individuos entraron en el edificio de una facultad de la Universidad Autónoma de Barcelona vestidos en forma estrafalaria, con monos, guantes y máscaras, como si estuvieramos en medio de una crisis NBQ (guerra nuclear, biológica y química), y procedieron a echar a los alumnos de las aulas, a los profesores de sus despachos y al personal de administración y servicios de sus oficinas. A continuación bloquearon los accesos al edificio y declararon la facultad ocupada. El objeto de la ocupación era -también según lo que me han contado- protestar contra la reforma de la enseñanza superior que se ésta desarrollando en los últimos años y que viene impuesta por la adaptación de nuestro sistema universitario al Espacio Europeo de Enseñanza Superior, también conocido como proceso de Bolonia. Por lo que me han dicho, el Rector, responsable último de lo que acontece en la Universidad, planteó a los ocupantes que no podían privar a la Universidad del uso de uno de sus edificios. Además -y este creo que fue un argumento decisivo en lo que después vino- al bloquear los accesos al edificio de la Facultad infringían la normativa sobre seguridad e higiene en el trabajo, creándose una situación de riesgo intolerable. Las autoridades académicas, una vez expuestos estos argumentos y ante la negativa de los ocupantes a abandonar el edificio, decidieron autorizar la intervención de la policía, que puso fin a la situación con los mecanismos que son propios en este tipo de situaciones (es decir, utilizando el material antidisturbios).
Este es más o menos el relato que por distintas vías me ha llegado de lo sucedido. Como no fui testigo directo de lo que pasó no puedo decir si es un relato fiel o no; pero para lo que aquí pretendo poco importa, porque lo que me tiene perplejo no son los hechos que he relatado, sino que quienes me los cuentan como ciertos, a renglón seguido, manifiestan su preocupación por no haber podido resolver mediante el diálogo el conflicto planteado. Incluso hacen votos de intentar una y otra vez el diálogo para resolver situaciones como la relatada si éstas se plantean en el futuro. Bien, de momento parece ser que ya ha habido oportunidad de volver a ensayar el diálogo hace unos días, cuando otro grupo, esta vez parece que vestido de calle, interrumpió una reunión del Consejo de Gobierno de la Universidad Autónoma, produciéndose alguna algarada de cierta consideración. Preveo que esta apuesta por el diálogo propiciará en el futuro nuevas situaciones que permitirán poner a prueba hasta dónde llega el talante de sus defensores.
Yo tengo mis dudas sobre este acercamiento. Me planteo lo siguiente: imaginemos que un día voy tranquilamente conduciendo por la ciudad. Me paro en un semáforo, se me acercan unos cuantos individuos y me dicen que necesitan mi coche para ir a hacer un recado urgente que es más importante que la cita a la que yo me dirijo. Evidentemente estamos ante un conflicto, un conflicto que me enfrenta a mí con los tres o cuatro individuos que dicen necesitar mi coche. ¿Lo resolvemos mediante el diálogo? Ya adelanto que en una situación como esta no me veo con ninguna disposición a dialogar. Si puedo, cierro los seguros y en cuanto pueda acelero.
Imaginemos otra situación: un juez acaba de dictar sentencia. Ha condenado a un conductor imprudente a la privación del permiso de conducir por un periodo de un año. El condenado es representante y necesita su coche para trabajar. La condena le supone un grave perjuicio. Es lógico que esté enfadado con el Juez. El condenado se dirige al Juez y le dice: "Mire, aquí hay un conflicto. Usted no sabe el daño que me hace con esta sentencia. Vamos a dialogar". Lo lógico es que ante esta situación el Juez abra ojos como platos y se vaya sin decir nada o, como mucho, reiterándole que tiene derecho a recurrir la sentencia.
Los ejemplos podrían multiplicarse, pero creo que estos bastan para lo que quiero decir. El diálogo es una herramienta esencial en la sociedad, clave; un instrumento que debe ser potenciado y protegido; pero por eso precisamente debemos evitar vulgarizar su utilización. No puede mantenerse que existe un derecho al diálogo en los supuestos en los que a una de las partes en el conflicto le asiste el derecho y a la otra no. Si yo soy el dueño del coche nadie me puede exigir diálogo sobre la utilización que debo hacer del mismo. De la misma forma que no cabe dialogar con quien expulsa de su despacho, oficina o clase a un profesor, personal de administración o estudiante que ejercía allí su derecho al trabajo o al estudio. En esos supuestos la exigencia de diálogo se convierte en chantaje y amenaza. Y la aceptación del diálogo en esas condiciones hace que quienes usualmente obran de acuerdo con sus derechos, sin excederse en sus límites, se planteen: ¿Estoy haciendo el idiota?
Este es más o menos el relato que por distintas vías me ha llegado de lo sucedido. Como no fui testigo directo de lo que pasó no puedo decir si es un relato fiel o no; pero para lo que aquí pretendo poco importa, porque lo que me tiene perplejo no son los hechos que he relatado, sino que quienes me los cuentan como ciertos, a renglón seguido, manifiestan su preocupación por no haber podido resolver mediante el diálogo el conflicto planteado. Incluso hacen votos de intentar una y otra vez el diálogo para resolver situaciones como la relatada si éstas se plantean en el futuro. Bien, de momento parece ser que ya ha habido oportunidad de volver a ensayar el diálogo hace unos días, cuando otro grupo, esta vez parece que vestido de calle, interrumpió una reunión del Consejo de Gobierno de la Universidad Autónoma, produciéndose alguna algarada de cierta consideración. Preveo que esta apuesta por el diálogo propiciará en el futuro nuevas situaciones que permitirán poner a prueba hasta dónde llega el talante de sus defensores.
Yo tengo mis dudas sobre este acercamiento. Me planteo lo siguiente: imaginemos que un día voy tranquilamente conduciendo por la ciudad. Me paro en un semáforo, se me acercan unos cuantos individuos y me dicen que necesitan mi coche para ir a hacer un recado urgente que es más importante que la cita a la que yo me dirijo. Evidentemente estamos ante un conflicto, un conflicto que me enfrenta a mí con los tres o cuatro individuos que dicen necesitar mi coche. ¿Lo resolvemos mediante el diálogo? Ya adelanto que en una situación como esta no me veo con ninguna disposición a dialogar. Si puedo, cierro los seguros y en cuanto pueda acelero.
Imaginemos otra situación: un juez acaba de dictar sentencia. Ha condenado a un conductor imprudente a la privación del permiso de conducir por un periodo de un año. El condenado es representante y necesita su coche para trabajar. La condena le supone un grave perjuicio. Es lógico que esté enfadado con el Juez. El condenado se dirige al Juez y le dice: "Mire, aquí hay un conflicto. Usted no sabe el daño que me hace con esta sentencia. Vamos a dialogar". Lo lógico es que ante esta situación el Juez abra ojos como platos y se vaya sin decir nada o, como mucho, reiterándole que tiene derecho a recurrir la sentencia.
Los ejemplos podrían multiplicarse, pero creo que estos bastan para lo que quiero decir. El diálogo es una herramienta esencial en la sociedad, clave; un instrumento que debe ser potenciado y protegido; pero por eso precisamente debemos evitar vulgarizar su utilización. No puede mantenerse que existe un derecho al diálogo en los supuestos en los que a una de las partes en el conflicto le asiste el derecho y a la otra no. Si yo soy el dueño del coche nadie me puede exigir diálogo sobre la utilización que debo hacer del mismo. De la misma forma que no cabe dialogar con quien expulsa de su despacho, oficina o clase a un profesor, personal de administración o estudiante que ejercía allí su derecho al trabajo o al estudio. En esos supuestos la exigencia de diálogo se convierte en chantaje y amenaza. Y la aceptación del diálogo en esas condiciones hace que quienes usualmente obran de acuerdo con sus derechos, sin excederse en sus límites, se planteen: ¿Estoy haciendo el idiota?
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