Esta entrada surge del compromiso con dos blogueros de La Comunidad (la sede de blogs de El País) de escribir algo sobre la batalla de Bailén y sus consecuencias. Mi parte es la relativa a la batalla, mientras que Mano Negra relataría la suerte de los prisioneros franceses tras la batalla y Nekane se ocuparía de las ilustraciones.
- Mierda.
- ¿Qué pasa?
- Los españoles. Ahí, en las colinas.
El sargento Fouchard dirigía su pequeño catalejo a las elevaciones que tenían enfrente, débilmente iluminadas ahora por el primer sol de la mañana que salía por detrás de aquellas lomas cubiertas por los olivos. Así que era eso. Desde que se había detenido el avance, unas horas antes, muchas habían sido las especulaciones sobre la razón de aquella parada. Habían salido de Andújar la tarde anterior. "Para aprovechar el fresco de la noche" se comentaba. Sabían que iban hacia Bailén y contaban con dormir en el pueblo. Descansar y seguir hacia el norte, saliendo de aquella Andalucía tostada por el sol del verano. Pero no habían llegado a Bailén. Se habían detenido allí al lado del camino, en medio de la noche. Primero sin saber que hacer, luego con la orden de montar guardias y dormir.
A Jean Baptiste, como novato que era, le había tocado la peor guardia. La de mitad de la noche; así que no había dormido nada. Ni antes de la guardia, aún excitado por la tensión de aquel ejército en marcha (carros, hombres, cañones, caballos, ruidos, olores, prisas, voces, juramentos) por aquella tierra extraña, llena de olores y colores para él desconocidos; ni tras ella, embebido por las especulaciones de los grupitos que se formaban, normalmente en torno a los que aparentaban ser veteranos y que con voz engolada profetizaban bajo la autoridad de sus experiencias, reales o fingidas: "Ahora se estará reagrupando el ejército". "Es igual que en la campaña de Austria. Aquello sí que eran marchas. Del Canal deLa Mancha a Austerlitz en un mes".
Jean Baptiste se quedaba escuchando con la boca abierta. Todo se lo creía. Tenía 17 años. Se había alistado hacía cuatro meses. Había dejado su pueblo de Normandía y se había ido hacia el sur. Siempre hacia el sur.La Borgoña , La Provenza y luego España. Cataluña, Castilla y, ahora, Andalucía. Siempre marchando. Caminar y acampar. Cuando volviera a casa y sus amigos le preguntaran que hacía un soldado respondería: "Caminar. Te colocas detrás de un compañero y andas y andas. La mayor parte del tiempo no sabes ni donde estás ni a dónde vas, solamente caminas. Solo los oficiales saben adónde vamos; a veces se reunen, miran unos mapas, discuten, señalan en una u otra dirección, recogen los mapas y dan la orden y ¡ala! otra vez a marchar".
Así habían salido de Andújar, donde habían pasado varias semanas. Estaba bien Andújar. Se había bañado en el río Guadalquivir, había disfrutado de la sombra de los olivos y casi se había atrevido a cortejar a una muchacha. Le hicieron desistir, sin embargo, los veteranos. "Chico, no pretendas estrenarte aquí, estos españoles nos tienen el ojo echado y si te metes en líos de faldas puedes acabar capón, espérate al menos a haber salido de Andalucía, que aquí tienen presente lo de Córdoba". Jean-Baptiste no sabía qué era lo de Córdoba, pero se acojonó y dejo pasar las muchachas de ojos negros que a veces veía junto al río. Le gustaba Andújar; por eso fue de los pocos que sintió marcharse del pueblo. Cogió su petate y el fusil y le echó una última mirada antes de coger la carretera. No pudo evitar pensar que quizás fuera la última vez que estuviera allí. Se habían puesto a caminar al anochecer y al cabo de unas tres horas les habían mandado parar. Escuchó juramentos por lo bajo. "¡Coño, por qué no llegamos hasta Bailén, que allí estaríamos mejor", decían algunos que ya conocían el pueblo y sabían que estaba a tiro de piedra. "Se lo habrán dejado a la división de Vedel y a nosotros que nos den", especulaban otros. El desastre de la organización, la incompetencia del general y la mala calidad de la comida se convirtieron en los tópicos protagonistas de aquella noche bajo las estrellas y los olivos. Ahora sbían que la razón de su detención era que el enemigo, finalmente, les había localizado y todos, hasta Jean Baptiste, se dieron cuenta de que tendrían que dar batalla.
En el fresco de la mañana el olivar olía a retama y a hierbabuena. Jean-Baptiste oía la brisa mover las hojas y el sonido de sus pasos. Arriba, el cielo azul y unas pocas nubes, altas y blancas, abajo el verde de los olivos y el amarillo de la hierba reseca y quebradiza. Aún no hacía calor y el muchacho disfrutaba de aquel momento antes de que el sol de Andalucía volviera a caer perpendicular sobre su cabeza y el cansancio, el agotamiento, le invadiera. Caminaba de nuevo. Un paso tras otro como tantos que había dado desde su casa en Normandía. Ahora, sin embargo, no llevaba ningún compañero delante. Ante él solamente los olivos dispersos en suave subida, y más allá de la loma, el azul del cielo y las nubes blancas. Henchía sus pulmones con aquel aire puro y fresco, mezclado con olores meridionales; azahar y mirto, hojas de olivo y hierba cortada no sabía dónde;disfrutaba del paisaje y se concentraba en los olivos ante él y en un seto formado por malezas que estaba un poco más arriba, cerca ya de lo alto de la loma.
Un ruido sordo y monocorde que le recordaba el tambor del regimiento. Pero no era el tambor. Era mucho más suave. Se abstrajo de los árboles, de las nubes y del cielo y pudo distinguirlo con claridad. Eran los pasos de sus compañeros. Miró a su derecha. Armand junto a él, como esperaba, concentrado lo que tenía frente a sí; y más allá René y Joseph y aún más allá otros conocidos, hasta llegar a quienes no conocía, pero vestían como él y mantenían su misma línea. Miró a su izquierda. Los bigotes de Pascal. Un veterano, era muy mayor. Quizás tuviera treinta o treinta y cinco años. Callado, poco sociable. No reía nunca. Más allá Gastón, casi de su misma edad y de Normandía, como él, aunque no se habían alistado juntos. Trastabillo con una piedra. Casi se cae. Se recompuso y formó otra vez la línea. Sudor frío. El fusil estaba cargado, no debía dispararse hasta que llegara el momento. “Mantener la línea es fundamental para vencer en la batalla”. Recordaba la perorata del sargento hacía unos minutos, antes de iniciar el avance. “Si la línea se rompe la batalla está perdida". "Yo me ocuparé personalmente de los que rompan la línea". La expresión del sargento no podía ser más fiera. Tras aquellas palabras había hecho circular por las filas formadas una especie de saquito de piel seca y forma indefinida. Mientras el saquito pasaba de mano en mano el sargento les explicaba que eran las orejas y los testículos de un soldado bajo su mando que había roto la formación bajo el fuego enemigo hacía unos años. Nadie se lo creyó del todo, pero el escalofrío que al oír aquello recorrió a Jean-Baptiste desde la ingle hasta la nuca fue auténtico.
Ahora, sin embargo, Jean-Baptiste no se acordaba del saquito. Estaba concentrado en la subida. Sentía el aire de la mañana, pasando ya de fresco a tibio; sentía a sus compañeros a derecha e izquierda. Oía las pisadas de la fila que les seguía unos pasos más atrás. El peso del fusil en los brazos. El brillo de la bayoneta calada cuando un rayo de sol la rozaba, el petate a la espalda, las botas, el pecho que subía y bajaba. La tensión de los gemelos cuando la subida se pronunciaba. Y allá a lo lejos el matorral donde estaban los españoles.
Ni un ruido, ni un sólo disparo, ni un sólo cañonazo, ni una sola voz. ¿Cómo podía ser que en aquella tranquilidad se estuviera librando una batalla? Y sin embargo, no había ninguna duda. Estaba en medio de una batalla, su primera batalla. Los españoles les habían cerrado el camino a Bailén. Si querían salir de Andalucía debían pasar por encima del ejército que tenían enfrente. El pelotón de Jean-Baptiste formaba parte de una compañía, la compañía de un regimiento y el regimiento de una brigada; y el general Dupont, al mando de todos ellos, había decidido que esa brigada sería la que tomaría las colinas que quedaban a la derecha de la carretera a Bailén. La brigada no estaba completa, aún faltaban soldados por llegar de Andújar; pero había prisa por dar la batalla y abrir el camino de salida de Andalucía; así que los oficiliales y sargentos fueron formando las filas. Dos filas, una delante de otra para iniciar el ataque.
Cuando Jean-Baptiste vio la formación la confianza le inundó. Se habían formado dos hileras de soldados que debían de tener casi mil pasos de longitud. Con una fuerza así no sería difícil pasar por encima de los españoles apostados en la colina. Era su primera batalla, y aquella concentración de fuerza le parecía imponente al muchacho. Tan entusiasmado estaba que no supo interpretar los gestos de duda y los nerviosos movimientos de cabeza de los oficiales. Ocupó su sitio, cargó su fusil, ajustó la bayoneta e inició el camino olivar arriba cuidando de no salirse de la formación. Subía con una sonrisa en los labios.
- Mierda.
- ¿Qué pasa?
- Los españoles. Ahí, en las colinas.
El sargento Fouchard dirigía su pequeño catalejo a las elevaciones que tenían enfrente, débilmente iluminadas ahora por el primer sol de la mañana que salía por detrás de aquellas lomas cubiertas por los olivos. Así que era eso. Desde que se había detenido el avance, unas horas antes, muchas habían sido las especulaciones sobre la razón de aquella parada. Habían salido de Andújar la tarde anterior. "Para aprovechar el fresco de la noche" se comentaba. Sabían que iban hacia Bailén y contaban con dormir en el pueblo. Descansar y seguir hacia el norte, saliendo de aquella Andalucía tostada por el sol del verano. Pero no habían llegado a Bailén. Se habían detenido allí al lado del camino, en medio de la noche. Primero sin saber que hacer, luego con la orden de montar guardias y dormir.
A Jean Baptiste, como novato que era, le había tocado la peor guardia. La de mitad de la noche; así que no había dormido nada. Ni antes de la guardia, aún excitado por la tensión de aquel ejército en marcha (carros, hombres, cañones, caballos, ruidos, olores, prisas, voces, juramentos) por aquella tierra extraña, llena de olores y colores para él desconocidos; ni tras ella, embebido por las especulaciones de los grupitos que se formaban, normalmente en torno a los que aparentaban ser veteranos y que con voz engolada profetizaban bajo la autoridad de sus experiencias, reales o fingidas: "Ahora se estará reagrupando el ejército". "Es igual que en la campaña de Austria. Aquello sí que eran marchas. Del Canal de
Jean Baptiste se quedaba escuchando con la boca abierta. Todo se lo creía. Tenía 17 años. Se había alistado hacía cuatro meses. Había dejado su pueblo de Normandía y se había ido hacia el sur. Siempre hacia el sur.
Así habían salido de Andújar, donde habían pasado varias semanas. Estaba bien Andújar. Se había bañado en el río Guadalquivir, había disfrutado de la sombra de los olivos y casi se había atrevido a cortejar a una muchacha. Le hicieron desistir, sin embargo, los veteranos. "Chico, no pretendas estrenarte aquí, estos españoles nos tienen el ojo echado y si te metes en líos de faldas puedes acabar capón, espérate al menos a haber salido de Andalucía, que aquí tienen presente lo de Córdoba". Jean-Baptiste no sabía qué era lo de Córdoba, pero se acojonó y dejo pasar las muchachas de ojos negros que a veces veía junto al río. Le gustaba Andújar; por eso fue de los pocos que sintió marcharse del pueblo. Cogió su petate y el fusil y le echó una última mirada antes de coger la carretera. No pudo evitar pensar que quizás fuera la última vez que estuviera allí. Se habían puesto a caminar al anochecer y al cabo de unas tres horas les habían mandado parar. Escuchó juramentos por lo bajo. "¡Coño, por qué no llegamos hasta Bailén, que allí estaríamos mejor", decían algunos que ya conocían el pueblo y sabían que estaba a tiro de piedra. "Se lo habrán dejado a la división de Vedel y a nosotros que nos den", especulaban otros. El desastre de la organización, la incompetencia del general y la mala calidad de la comida se convirtieron en los tópicos protagonistas de aquella noche bajo las estrellas y los olivos. Ahora sbían que la razón de su detención era que el enemigo, finalmente, les había localizado y todos, hasta Jean Baptiste, se dieron cuenta de que tendrían que dar batalla.
En el fresco de la mañana el olivar olía a retama y a hierbabuena. Jean-Baptiste oía la brisa mover las hojas y el sonido de sus pasos. Arriba, el cielo azul y unas pocas nubes, altas y blancas, abajo el verde de los olivos y el amarillo de la hierba reseca y quebradiza. Aún no hacía calor y el muchacho disfrutaba de aquel momento antes de que el sol de Andalucía volviera a caer perpendicular sobre su cabeza y el cansancio, el agotamiento, le invadiera. Caminaba de nuevo. Un paso tras otro como tantos que había dado desde su casa en Normandía. Ahora, sin embargo, no llevaba ningún compañero delante. Ante él solamente los olivos dispersos en suave subida, y más allá de la loma, el azul del cielo y las nubes blancas. Henchía sus pulmones con aquel aire puro y fresco, mezclado con olores meridionales; azahar y mirto, hojas de olivo y hierba cortada no sabía dónde;disfrutaba del paisaje y se concentraba en los olivos ante él y en un seto formado por malezas que estaba un poco más arriba, cerca ya de lo alto de la loma.
Un ruido sordo y monocorde que le recordaba el tambor del regimiento. Pero no era el tambor. Era mucho más suave. Se abstrajo de los árboles, de las nubes y del cielo y pudo distinguirlo con claridad. Eran los pasos de sus compañeros. Miró a su derecha. Armand junto a él, como esperaba, concentrado lo que tenía frente a sí; y más allá René y Joseph y aún más allá otros conocidos, hasta llegar a quienes no conocía, pero vestían como él y mantenían su misma línea. Miró a su izquierda. Los bigotes de Pascal. Un veterano, era muy mayor. Quizás tuviera treinta o treinta y cinco años. Callado, poco sociable. No reía nunca. Más allá Gastón, casi de su misma edad y de Normandía, como él, aunque no se habían alistado juntos. Trastabillo con una piedra. Casi se cae. Se recompuso y formó otra vez la línea. Sudor frío. El fusil estaba cargado, no debía dispararse hasta que llegara el momento. “Mantener la línea es fundamental para vencer en la batalla”. Recordaba la perorata del sargento hacía unos minutos, antes de iniciar el avance. “Si la línea se rompe la batalla está perdida". "Yo me ocuparé personalmente de los que rompan la línea". La expresión del sargento no podía ser más fiera. Tras aquellas palabras había hecho circular por las filas formadas una especie de saquito de piel seca y forma indefinida. Mientras el saquito pasaba de mano en mano el sargento les explicaba que eran las orejas y los testículos de un soldado bajo su mando que había roto la formación bajo el fuego enemigo hacía unos años. Nadie se lo creyó del todo, pero el escalofrío que al oír aquello recorrió a Jean-Baptiste desde la ingle hasta la nuca fue auténtico.
Ahora, sin embargo, Jean-Baptiste no se acordaba del saquito. Estaba concentrado en la subida. Sentía el aire de la mañana, pasando ya de fresco a tibio; sentía a sus compañeros a derecha e izquierda. Oía las pisadas de la fila que les seguía unos pasos más atrás. El peso del fusil en los brazos. El brillo de la bayoneta calada cuando un rayo de sol la rozaba, el petate a la espalda, las botas, el pecho que subía y bajaba. La tensión de los gemelos cuando la subida se pronunciaba. Y allá a lo lejos el matorral donde estaban los españoles.
Ni un ruido, ni un sólo disparo, ni un sólo cañonazo, ni una sola voz. ¿Cómo podía ser que en aquella tranquilidad se estuviera librando una batalla? Y sin embargo, no había ninguna duda. Estaba en medio de una batalla, su primera batalla. Los españoles les habían cerrado el camino a Bailén. Si querían salir de Andalucía debían pasar por encima del ejército que tenían enfrente. El pelotón de Jean-Baptiste formaba parte de una compañía, la compañía de un regimiento y el regimiento de una brigada; y el general Dupont, al mando de todos ellos, había decidido que esa brigada sería la que tomaría las colinas que quedaban a la derecha de la carretera a Bailén. La brigada no estaba completa, aún faltaban soldados por llegar de Andújar; pero había prisa por dar la batalla y abrir el camino de salida de Andalucía; así que los oficiliales y sargentos fueron formando las filas. Dos filas, una delante de otra para iniciar el ataque.
Cuando Jean-Baptiste vio la formación la confianza le inundó. Se habían formado dos hileras de soldados que debían de tener casi mil pasos de longitud. Con una fuerza así no sería difícil pasar por encima de los españoles apostados en la colina. Era su primera batalla, y aquella concentración de fuerza le parecía imponente al muchacho. Tan entusiasmado estaba que no supo interpretar los gestos de duda y los nerviosos movimientos de cabeza de los oficiales. Ocupó su sitio, cargó su fusil, ajustó la bayoneta e inició el camino olivar arriba cuidando de no salirse de la formación. Subía con una sonrisa en los labios.
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