jueves, 18 de noviembre de 2021

Libertad de expresión, falta de neutralidad de los órganos de gobierno de las universidades, violencia y totalitarismo

I. Introducción

El pasado 17 de noviembre el diputado de Cs Nacho Martín Blanco interpelaba a la Consejera de Universidades del gobierno de la Generalitat de Cataluña sobre dos asuntos de cierta importancia: por un lado, libertad de expresión, violencia en los campus universitarios y neutralidad política de los órganos de gobierno de las universidades públicas y, por otro lado, políticas tendentes a promover el catalán en la docencia con el objetivo de llegar a que un 80% de las clases fueran en catalán. Ambos temas son importantes y se merecen un tratamiento detallado. En esta entrada me centraré en el primero y quizás en otra abordaré el segundo.




En los vídeos anteriores se encuentra la intervención de Nacho Martín Blanco. La contestación de Gemma Geis puede verse en este enlace.

Comienzo por el tema de la libertad de expresión, su limitación mediante la violencia en las universidades públicas y la exigencia de neutralidad política de sus órganos de gobierno porque me parece muy relevante, no solamente por la intervención del diputado Martín Blanco, sino porque la respuesta de la Consejera de Universidades muestra que padece una confusión significativa sobre algunos conceptos esenciales en democracia. Además de esto, su silencio sobre las agresiones denunciadas por Martín Blanco no puede interpretarse más que como aquiescencia a la utilización de métodos violentos para acallar al discrepante. Ambas circunstancias, la confusión y la aquiescencia, deberían preocuparnos, porque no se trata de una ciudadana anónima, sino una autoridad pública con una relevante responsabilidad. Además, y por si fuera poco, es también profesora universitaria de Derecho administrativo, así que aunque nada más fuera por su especialidad académica, debería estar libre de errores que, como digo, no son irrelevantes, sino que afectan de manera directa a los principios esenciales de una sociedad democrática.

II. Ausencia de neutralidad de los órganos de gobierno de las universidades públicas catalanas

El punto de partida de la interpelación de Nacho Martín Blanco es la existencia, no cuestionada, de varios pronunciamientos de los órganos de gobierno de la Universidad o de las autoridades académicas en su condición de tales que no pueden ser considerados más que como partidistas, alienándose con los planteamientos nacionalistas. Así, criticando las sentencias que condenaron a algunos de los implicados en el intento de derogación de la Constitución en Cataluña en el año 2017, mostrando su solidaridad con quienes se encontraba en prisión o huidos de la justicia por los hechos de hace cuatro años o cuestionando las actuaciones de la justicia española contra estos últimos.
Estos pronunciamientos, de claustros o equipos de gobierno de las universidades públicas catalanas, han sido declarados contrarios a Derecho por los tribunales. La razón de su ilegalidad es que las universidades públicas, como administración que son, no pueden adscribirse a una determinada posición partidista. Hacerlo de esta manera supone instrumentalizar la administración en favor de un determinado planteamiento; esto es, convertir en oficial una determinada opción política, lo que supone una limitación de la libertad ideológica de los miembros de la comunidad universitaria, quienes, en caso de discrepar de los planteamientos nacionalistas se sitúan al margen de lo que defienden los órganos de gobierno de la institución para la que trabajan o donde desarrollan sus estudios.
La obligación de que la administración sirva con objetividad los intereses generales sin apoyar de manera explícita ninguna opción política concreta; tampoco la de quienes la gobiernan, está bien asentada en la cultura democrática europea de la segunda mitad del siglo XX. Las democracias liberales que triunfaron sobre los totalitarismos en la II Guerra Mundial y que acabaron prevaleciendo sobre el régimen soviético en los años 90 del siglo XX se caracterizaban porque existía una separación clara entre partidos políticos y administración pública. La administración pública es dirigida por un gobierno que surge de unas elecciones y que, obviamente, tiene un determinado color político; pero quienes se integran en la administración no pueden utilizar ésta para promover la ideología que ha ganado las elecciones. Sería seguramente impensable en cualquier país occidental -a salvo de España- que quien gane las elecciones utilice los edificios públicos, por ejemplo, para lucir banderas o signos que identifican a la ideología que controla la administración de que se trate. Obviamente, quien gana las elecciones ha de desarrollar su programa, pero éste no puede incluir la conversión de las instituciones en una prolongación de su propio partido o movimiento político. Los servidores públicos han de gobernar para todos sin excluir a nadie y sin que, como digo, ninguna ideología tenga apariencia de oficial. Se trata de una diferencia clara respecto al nazismo o al régimen soviético, en donde, como sabemos, los símbolos del partido acaban convirtiéndose en símbolos nacionales. Esto, como digo, está excluido en la democracia libertal que rige en los países miembros de la Unión Europea.
Consecuencia de lo anterior es que las universidades públicas (insisto, las públicas), en tanto que administraciones no pueden, como tales instituciones, realizar pronunciamientos políticos. Además, ha de tenerse en cuenta que quienes son designados para cargos académicos no lo son en virtud de su adscripción política, sino por razones académicas, por lo que, incluso sin tener en cuenta lo que explicaba en el párrafo anterior, que claustrales o rectores utilicen su posición para tomar partido en una cuestión a ajena a los temas que fueron tenidos en cuenta para su designación supone una mala utilización de un cargo al que llegaron no por ser separatistas o constitucionalistas, sino por su posición en lo que se refiere a la gestión o funcionamiento de la universidad.
Lo anterior debería ser claro; pero la Consejera de Universidades parece desconocerlo. Ahora bien, lo más preocupante es el argumento que utiliza para intentar refutar el de Martín Blanco: la libertad de expresión. A partir de ahí llena su discurso con desarrollos sobre la importancia del pensamiento crítico en la Universidad y la intrínseca maldad de intentar censurar lo que digan los claustros u otros órganos universitarios. Según ella, pedir la neutralidad ideológica de los órganos de gobierno de la universidad es un atentado a la libertad de expresión.

III. Pretender que los poderes públicos son titulares de la libertad de expresión no es solamente un error, sino una aberración

Como digo este argumento no solamente es un disparate, sino que es síntoma de un espíritu antidemocrático que creo que puede calificarse, como veremos, de peligroso.
¿Por qué es un disparate peligroso?
Lo señala Nacho Martín Blanco: la libertad de expresión es un derecho de las personas, no de los poderes públicos. Las administraciones públicas no tienen libertad de expresión. Es por eso que pretender que las declaraciones de un claustro o de un equipo de gobierno de la Universidad están amparadas por la libertad de expresión es un disparate que no se sostiene por ningún lado.
Pero es que, además, es peligroso.
La doctrina de los derechos humanos nace en la Edad Moderna precisamente para fijar un límite al poder público. En el momento en el que primero los monarcas y luego los estados comienzan a monopolizar de manera efectiva el ejercicio legítimo de la fuerza y el resto de poderes que caracterizan a los países modernos, se hacía preciso establecer límites al poder público, y los derechos humanos, entre los que está la libertad de expresión, se convirtieron en uno de los más eficaces. Los derechos humanos marcan un límite de autonomía a favor del individuo en el que no puede entrar el poder público.
¿Nos damos cuenta entonces de por qué es ya no un disparate, sino una aberración que el poder público se arrogue la titularidad de derechos fundamentales? Si los derechos fundamentales son un límite al poder público, que sea éste quien pretende prevalerse de ellos supone, precisamente, una limitación del ámbito de libertad de los ciudadanos. No es extraño, por tanto, que los tribunales hayan declarado que las declaraciones políticas de las administraciones suponen, precisamente, una limitación a la libertad, en este caso ideológica, de los miembros de la comunidad universitaria.
Si los derechos fundamentales son una garantía para su titular, cuando se pretende que ese titular sea el poder púiblico ¿a quién limitan? A los ciudadanos, lógicamente, pues toda facultad del poder público es, a la vez, un límite para los ciudadanos. De ahí el carácter intrínsecamente perverso de pretender que las administraciones públicas puedan ser titulares de derechos fundamentales.
Quizás la Consejera Geis no distingue -y me extraña en alguien que es profesora de Derecho administrativo, entre la actuación de los cargos públicos en su condición de individuos o como autoridad. Obviamente el rector de mi universidad, por ejemplo, el catedrático Javier Lafuente, en tanto que Javier Lafuente o profesor puede expresar las opiniones que tenga por conveniente, amparándose para ello en la libertad de expresión; pero si se trata de opiniones a título individual o en su condición de profesor, no de rector, no podrían tener un acceso a la web de la universidad diferente del que puedan tener mis propias opiniones. Si, en cambio, se prevale de su condición de rector, lo que diga podrá ser difundido por los medios de los que es titular la universidad, pero no estará legitimado para utilizar esos medios para la difusión de opiniones o declaraciones que hace a título individual. La distinción no es en absoluto sutil, y los que vivimos en Cataluña lo sabemos bien.

IV. De la aberración al totalitarismo pasando por la violencia

Así pues, yerra -y yerra gravemente- la Consejera cuando pretende justificar las declaraciones políticas de los órganos universitarios en la libertad de expresión.
En este sentido, sería deseable que las universidades fueran espacios en los que los distintos miembros de la comunidad universitaria debatieran con libertad y, si se quiere, con pasión; pero precisamente para que ese debate dentro de la comunidad universitaria sea libre es precisa la neutralidad de los órganos de gobierno. La Consejera de Universidades confunde ambos planos y pretende que los órganos de gobierno de la universidad pueden ser parciales sin que esa parcialidad afecte a la libertad de opinión en el campus. Afecta, porque el hecho de que quien es tu empleador, decide sobre tus ascensos y promociones o controla los programas académicos que sigues, expresa abiertamente sus preferencias políticas, en su condición de poder público o de autoridad académica, limita potencialmente la libertad de expresión e ideológica de la comunidad universitaria.
En el caso de algunas universidades públicas catalanas, además, se ha dado un paso más. Ya no se trata del temor difuso que puede llevar aparejado el disentir de quien tiene el poder; sino de la limitación física y real que se deriva de que se utilice la violencia para impedir expresar opiniones que se apartan de las oficiales. Esto ha pasado ya en varias ocasiones en mi propia universidad. La última en octubre de este año (el incidente por el que preguntaba Nacho Martín Blanco).
Esta violencia no es ejercida por los órganos de la universidad; pero si tolerada por estos; lo que acaba de cerrar el círculo de limitación de derechos que comentaba al principio. No solamente nos encontramos con que los órganos de la universidad se adscriben de manera explícita a los planteamientos nacionalistas, sino que, además, toleran o permiten que se utilice la violencia en el campus para impedir la expresión de opiniones contrarias al dogma dominante. La denominada Plaza Cívica de la UAB es una metáfora perfecta de lo que inento explicar: en la pared de un edificio de la misma se lee: "Independencia, Socialismo, Feminismo", unido a la firma del SEPC, el Sindicato de Estudiantes de los Países Catalanes. Una pintada tolerada y protegida por el equipo de gobierno de la universidad. Al lado, las carpas de "S'ha Acabat!" son sistemáticamente acosadas y, en ocasiones, destrozadas por la fuerza, mientras que las autoridades académicas ni abren expedientes dirigidos a sancionar a los agresores ni solicitan que la policía proteja a quienes son agredidos.




Y la Consejera de Universidades, que no es capaz de condenar esos actos violentos que limitan de manera efectiva la libertad de expresión de quienes se oponen al nacionalismo, utiliza el argumento de la libertad de expresión para intentar legitimar las tomas de posición partidista de los órganos de gobierno que miran para otro lado ante las agresiones a los discrepantes.
Créanme, es totalitarismo de manual.

V. Conclusión

El día 17 de noviembre Nacho Martín Blanco pedía que se condenara un acto violento en un campus universitario. La Consejera de Universidades no solamente ni condenó ni mostró solidaridad alguna con los agredidos, sino que defendió que la toma de posición partidista por parte de los órganos de gobierno de las universidades.
Tal como hemos visto, lo anterior significa que tolera que se silencie al discrepante por la fuerza con la complicidad de esos mismos órganos de gobierno que toman posiciones polítitas antitéticas a las que sostienen quienes son agredidos en los campus universitarios donde lucen, orgullosos, los símbolos de los agresores.
Es tan grave como parece; pero no parece que muchos estén dispuestos a estremecerse por esta significativa reducción de libertades. Algunos reaccionarán cuando ya sea demasiado tarde.
No es el caso de Nacho Martín Blanco, que hace lo que, creo, sería obligación de todos los demócratas: denunciar el avance del totalitarismo y la reducción de nuestras libertades.

1 comentario:

Investigaciones y remos dijo...

Avui he de discrepar. No de l’argumentació central, que em sembla impecable, sinó del petit detall que apareix ja al final sobre les pintades, on sembla que critiques la seva existència. En primer lloc, cal dir que les pintades es mantindran pels segles dels segles. Cap autoritat acadèmica ha aconseguit acabar amb elles ni ho aconseguirà. Els meritoris intents de neteja duren vint-i-quatre hores i després, a la llum del dia, l’empastifada torna a repetir-se, cada cop més espectacular i cridanera (fins i tot, algun quadre ja mostra un mínim nivell estètic). Com a màxim, s’ha signat un pacte tàcit (potser exprés, no sé) de limitar la destrossa a algunes parets (que sempre creixen, com veiem a aquella antiga oficina bancària, que Déu tingui en sa glòria).
Per a entendre la qüestió, cal venir a la universitat amb els ferrocarrils catalans. Els que venen en cotxe no gaudeixen del panorama. És bonic baixar les escales i ser rebut per uns murs enormes carregats de creativitat. A més del plaer pictòric, ensenyen a l’estudiant o al professor qui mana a la casa (no del tot, és clar, però sí amb la rellevant quota de controlar la “plaça cívica” (quina ironia) i els seus voltants. Un gulag simpàtic i jovenívol. El somni del ministre Fraga: “la calle es mía”.
Un cop disposem de les dades empíriques, cal una mica de vol teòric. Els edificis de la universitat que cites són un exemple força reeixit del que als anys setanta va ser anomenat “arquitectura brutalista”. Es tractava d’una tendència arquitectònica que jugava amb els imponents blocs de formigó i amb les llargues cobertes de vidre. Era el plaer de les grans masses grises, que marcaven indiscutiblement els espais i que donaven una impressió de fortalesa que avui ens sembla excessiva (tot i que hi ha una certa recuperació crítica d’aquesta línia). Les construccions que tenim, però, no van abusar de les alçades (com era norma al brutalisme ortodox) i es van veure afavorides per una vegetació ubiqua i exuberant que suavitza la mirada. Malgrat això, ja es veu que les facultats de veterinària i periodisme van preferir camins radicalment diferents (d’una gran bellesa en alguns punts).
Aquest brutalisme moderat (i les seves impugnacions posteriors) ha deixat lliures i immaculats molts murs i , com he dit abans, enormes volums de formigó. És cert que les pintades han conquerit ja algunes zones impensables. Però el procés estètic (i la lliçó política i social) han d’arribar a totes les facultats. No ens podem quedar en l’àmbit, massa lligat al lleure, de la plaça cívica. Cal penetrar fins el més amagat de l’acadèmia. Han de pintar-se totes les parets.
Ha de ser, però, un procés ordenat. No es pot donar un pinzell a qualsevol mindundi. Cal entregar-lo a qui s’ho ha guanyat, a qui ha demostrat la seva habilitat i força, als autors de la plaça cívica. Quina emoció sentir que estem fent història i que en un futur proper els erudits faran elucubracions sobre la mà concreta que va executar les obres, com ho han fet des de fa temps amb les misterioses mans de les ermites romàniques del Pirineu. Pels segles dels segles.

Joan Amenós