- Mierda.
- ¿Qué pasa?
- Los españoles. Ahí, en las colinas.
El sargento Fouchard dirigía su pequeño catalejo a las elevaciones que tenían enfrente, débilmente iluminadas ahora por el primer sol de la mañana que salía por detrás de aquellas lomas cubiertas por olivos.
Así que era eso. Desde que se había detenido el avance, unas horas antes, muchas habían sido las especulaciones sobre la razón de aquella parada. Habían salido de Andújar la tarde anterior. "Para aprovechar el fresco de la noche" se comentaba. Sabían que iban hacia Bailén y contaban con dormir en el pueblo. Descansar y seguir hacia el norte, saliendo de aquella Andalucía tostada por el sol del verano. Pero no habían llegado a Bailén. Se habían detenido allí al lado del camino, en medio de la noche. Primero sin saber que hacer, luego con la orden de montar guardias y dormir. A Jean Baptiste, como novato que era, le había tocado la peor guardia. La de mitad de la noche; así que no había dormido nada. Ni antes de la guardia, aún excitado por la tensión de aquel ejército en marcha (carros, hombres, cañones, caballos, ruidos, olores, prisas, voces, juramentos) por aquella tierra extraña, llena de olores y colores para él desconocidos; ni tras ella, embebido por las especulaciones de los grupitos que se formaban, normalmente en torno a los que aparentaban ser veteranos y que con voz engolada profetizaban bajo la autoridad de sus experiencias, reales o fingidas: "Ahora se estará reagrupando el ejército". "Es igual que en la campaña de Austria. Aquello sí que eran marchas. Del Canal de La Mancha a Austerlitz en un mes".
Jean Baptiste se quedaba escuchando con la boca abierta. Todo se lo creía. Tenía 17 años. Se había alistado hacía cuatro meses. Había dejado su pueblo de Normandía y se había ido hacia el sur. Siempre hacia el sur. La Borgoña , La Provenza y luego España. Cataluña, Castilla y, ahora, Andalucía. Siempre marchando. Caminar y acampar. Cuando volviera a casa y sus amigos le preguntaran que hacía un soldado respondería: "Caminar. Te colocas detrás de un compañero y andas y andas. La mayor parte del tiempo no sabes ni donde estás ni a dónde vas, solamente caminas. Solo los oficiales saben adónde vamos; a veces se reunen, miran unos mapas, discuten, señalan en una u otra dirección, recogen los mapas y dan la orden y ¡ala! otra vez a marchar".
Así habían salido de Andújar, donde habían pasado varias semanas. Estaba bien Andújar. Se había bañado en el río Guadalquivir, había disfrutado de la sombra de los olivos y casi se había atrevido a cortejar a una muchacha. Le hicieron desistir, sin embargo, los veteranos. "Chico, no pretendas estrenarte aquí, estos españoles nos tienen el ojo echado y si te metes en líos de faldas puedes acabar capón, espérate al menos a haber salido de Andalucía, que aquí tienen presente lo de Córdoba". Jean Baptiste no sabía qué era lo de Córdoba, pero se acojonó y dejo pasar las muchachas de ojos negros que a veces veía junto al río.
Le gustaba Andújar; por eso fue de los pocos que sintió marcharse del pueblo. Cogió su petate y el fusil y le echó una última mirada antes de coger la carretera. No pudo evitar pensar que quizás fuera la última vez que estuviera allí. Se habían puesto a caminar al anochecer y al cabo de unas tres horas les habían mandado parar. Escuchó juramentos por lo bajo. "¡Coño, por qué no llegamos hasta Bailén, que allí estaríamos mejor", decían algunos que ya conocían el pueblo y sabían que estaba a tiro de piedra. "Se lo habrán dejado a la división de Vedel y a nosotros que nos den", especulaban otros. El desastre de la organización, la incompetencia del general y la mala calidad de la comida se convirtieron en los tópicos protagonistas de aquella noche bajo las estrellas y los olivos.
Ahora sabían que la razón de su detención era que el enemigo, finalmente, les había localizado y todos, hasta Jean Baptiste, se dieron cuenta de que tendrían que dar batalla.
En el fresco de la mañana el olivar olía a retama y a hierbabuena. Jean-Baptiste oía la brisa mover las hojas y el sonido de sus pasos. Arriba, el cielo azul y unas pocas nubes, altas y blancas, abajo el verde de los olivos y el amarillo de la hierba reseca y quebradiza. Aún no hacía calor y el muchacho disfrutaba de aquel momento antes de que el sol de Andalucía volviera a caer perpendicular sobre su cabeza y el cansancio, el agotamiento, le invadiera.
Caminaba de nuevo. Un paso tras otro como tantos que había dado desde su casa en Normandía. Ahora, sin embargo, no llevaba ningún compañero delante. Ante él solamente los olivos dispersos en suave subida y, más allá de la loma, el azul del cielo y las nubes blancas. Henchía sus pulmones con aquel aire puro y fresco, mezclado con olores meridionales; azahar y mirto, hojas de olivo y hierba cortada no sabía dónde;disfrutaba del paisaje y se concentraba en los olivos ante él y en un seto formado por malezas que estaba un poco más arriba, cerca ya de lo alto de la loma.
Un ruido sordo y monocorde que le recordaba el tambor del regimiento. Pero no era el tambor. Era mucho más suave. Se abstrajo de los árboles, de las nubes y del cielo y pudo distinguirlo con claridad. Eran los pasos de sus compañeros. Miró a su derecha. Armand junto a él, como esperaba, concentrado lo que tenía frente a sí; y más allá René y Joseph y aún más allá otros conocidos, hasta llegar a quienes no conocía, pero vestían como él y mantenían su misma línea. Miró a su izquierda. Los bigotes de Pascal. Un veterano, era muy mayor. Quizás tuviera treinta o treinta y cinco años. Callado, poco sociable. No reía nunca. Más allá Gastón, casi de su misma edad y de Normandía, como él, aunque no se habían alistado juntos.
Trastabillo con una piedra. Casi se cae. Se recompuso y formó otra vez la línea. Sudor frío. El fusil estaba cargado, no debía dispararse hasta que llegara el momento.
"Mantener la línea es fundamental para vencer en la batalla". Recordaba la perorata del sargento hacía unos minutos, antes de iniciar el avance. "Si la línea se rompe la batalla está perdida". "Yo me ocuparé personalmente de los que rompan la línea". La expresión del sargento no podía ser más fiera. Tras aquellas palabras había hecho circular por las filas formadas una especie de saquito de piel seca y forma indefinida. Mientras el saquito pasaba de mano en mano el sargento les explicaba que eran las orejas y los testículos de un soldado bajo su mando que había roto la formación bajo el fuego enemigo hacía unos años. Nadie se lo creyó del todo, pero el escalofrío que al oír aquello recorrió a Jean-Baptiste desde la ingle hasta la nuca fue auténtico.
Ahora, sin embargo, Jean-Baptiste no se acordaba del saquito. Estaba concentrado en la subida. Sentía el aire de la mañana, pasando ya de fresco a tibio; sentía a sus compañeros a derecha e izquierda. Oía las pisadas de la fila que les seguía unos pasos más atrás. El peso del fusil en los brazos. El brillo de la bayoneta calada cuando un rayo de sol la rozaba, el petate a la espalda, las botas, el pecho que subía y bajaba. La tensión de los gemelos cuando la subida se pronunciaba. Y allá a lo lejos el matorral donde estaban los españoles.
Ni un ruido, ni un sólo disparo, ni un sólo cañonazo, ni una sola voz. ¿Cómo podía ser que en aquella tranquilidad se estuviera librando una batalla? Y sin embargo, no había ninguna duda. Estaba en medio de una batalla, su primera batalla.
Los españoles les habían cerrado el camino a Bailén. Si querían salir de Andalucía debían pasar por encima del ejército que tenían enfrente. El pelotón de Jean-Baptiste formaba parte de una compañía, la compañía de un regimiento y el regimiento de una brigada; y el general Dupont, al mando de todos ellos, había decidido que esa brigada sería la que tomaría las colinas que quedaban a la derecha de la carretera a Bailén. La brigada no estaba completa, aún faltaban soldados por llegar de Andújar; pero había prisa por dar la batalla y abrir el camino de salida de Andalucía; así que los oficiales y sargentos fueron formando las filas. Dos filas, una delante de otra para iniciar el ataque.
Cuando Jean-Baptiste vio la formación la confianza le inundó. Se habían formado dos hileras de soldados que debían de tener casi mil pasos de longitud. Con una fuerza así no sería difícil pasar por encima de los españoles apostados en la colina. Era su primera batalla, y aquella concentración de fuerza le parecía imponente al muchacho. Tan entusiasmado estaba que no supo interpretar los gestos de duda y los nerviosos movimientos de cabeza de los oficiales. Ocupó su sitio, cargó su fusil, ajustó la bayoneta e inició el camino olivar arriba cuidando de no salirse de la formación. Subía con una sonrisa en los labios.
José guardó otra vez la navaja en el bolsillo. Se echó en el suelo boca abajo y miró por el agujero que acababa de hacer en la retama que le servía de parapeto. Ahora podía ver a los franceses que subían olivar arriba. Ante sí distinguía a cuatro o cinco que marchaban casi hombro con hombro. Tras ellos aún se veía otra línea y quizás tras esta aún había otra. Desde allí no podía saberlo.
Agarró el fusil que tenía a su lado. Ya estaba cargado y con la bayoneta calada. Aún no había llegado el momento de disparar, pero quería tenerlo cerca. Los correajes, a los que aún no estaba acostumbrado, le molestaban al moverse en aquella posición poco natural. Sentía que la ropa le quedaba grande en algunos sitios y pequeña en otros. Le picaba la entrepierna y sentía el sudor en la espalda y en la frente, bajo el sombrero reglamentario que no osaba quitarse. Le dolían los riñones y los hombros.
Había pasado la noche en ese sitio, casi sin poder moverse. A derecha e izquierda más soldados de su compañía inmóviles, aguardando, sin poder levantarse para no descubrir su posición. Tras ellos, a pocos pasos, otra hilera de soldados que aprovechaba la protección de aquella línea de matorrales. No podían hablar para evitar descubrirse, por eso las órdenes pasaban de boca en boca, casi al oído: "cargar fúsiles", les habían dicho. Pensaba que la batalla comenzaría enseguida, su corazón se aceleró y repasó lo que debía hacer. A la orden de "preparados" debía ponerse en pie, apuntar y disparar. Agacharse inmediatamente para que pudiera disparar la segunda línea y, tras la descarga, sin esperar orden para ello, levantarse, cargar el fusil, sacar la baqueta antes de disparar -esto era importante, si no la retiraba, la baqueta saldría disparada, se perdería, el fusil sería ya inútil y, en caso de sobrevivir a la batalla, el sargento le daría una buena paliza- y disparar de nuevo.
Pero la batalla no empezaba, el fusil cargado estaba a mano, los minutos pasaban, el cielo comenzaba a clarear y la batalla no empezaba. Le picaban las piernas, la nariz... aquella inmovilidad le mataba. Claro, tenía dieciséis años, y a esa edad uno no está hecho para permanecer quieto.
Cuando se incorporó al ejército de Castaños hacia un mes no pensaba que estaría tanto tiempo quieto. Se imaginaba que la mayor parte del tiempo se la pasaría matando franceses, que para eso se había alistado. En su imaginación los franceses morían de formas diversas: unos fusilados, otros estrangulados o ahorcados; la mayoría, sin embargo, caían bajo su navaja, y ahí, de nuevo, se abrían diversas posibilidades: cortar el cuello, rajar la barriga, hoja directa al corazón -cuando se sintiera misericordioso- o navajazo al ojo. Lo de navajazo al ojo, a su vez, permitía distintas continuaciones. Por un lado, enterrar la hoja en la cabeza hasta llegar a los sesos; por otro lado, profundizar lo justo para hacer saltar el ojo y repetir la operación con el otro ojo ¿qué sería más horrible, morir o quedarse ciego? Le daba vueltas a la cuestión mientras hacía guardia, cuando comía o mientras aparentaba escuchar a sus compañeros.
Podría pensarse que los pensamientos de José eran crueles; pero él no compartiría esta opinión, él no se consideraba una persona cruel. Cuando le provocaban respondía, y además con contundencia; pero era raro que fuera él quien iniciara la discusión. De hecho podría decirse que era uno de los chavales más pacíficos de su pueblo. Ni siquiera cuando era un zagal se había dedicado a martirizar lagartijas, gatos o perros, a diferencia de lo que era habitual entre sus amigos. Le disgustaba, incluso, tener que golpear a las bestias. Ocasiones hubo en que al castigar a un pollino remiso se le habían saltado las lágrimas. Ahora, sin embargo, se regodeaba en sádicos pensamientos dirigidos a seres humanos... bueno, a seres humanos exactamente, no; porque José diferenciaba entre franceses y el resto de la humanidad. Ni por asomo se le ocurriría clavar una navaja en el ojo de otro español, un italiano o un alemán. Con los franceses, sin embargo, era distinto. Cualquier persona de otra nacionalidad debería haber agraviado muy seriamente a José para llegar a mover la ira de éste; sin embargo, en lo que tocaba a los franceses bastaba la pertenencia a esta nación para que le inundara el deseo de causar mal. Era irracional -José lo sabía-; pero, a la vez, inevitable, ineludible.
En algún momento José había intentado apartar aquellas imágenes crueles de su cabeza; pero sucedía que en esas ocasiones las escenas de franceses asesinados eran sustituidas por el sol de aquella tarde de hacía un par de meses en que había tenido que recoger junto al camino el cuerpo desnudo de su hermana, cubierto de suciedad y sangre. Recordaba entonces el llanto de María y las risas de los soldados que se alejaban e, inevitablemente, su cabeza volvía a poblarse con escenas de muerte, mientras que con el pulgar repasaba el filo de la navaja, comprobando que estuviera lo suficientemente mellado como para causar el mayor dolor posible.
Aún no se veía el Sol en el cielo. El frescor de la madrugada impregnaba todavía el aire. Pese a ello Jean Baptiste sentía el sudor en la palma de las manos y como ese sudor mojaba el cañón y la culata del fusil. Seguían subiendo, tranquilamente y en silencio. El corazón se había acelerado. Cada segundo se decía: "Ahora empezarán a disparar". Su agudo oído de adolescente prestaba atención a las mínimas variaciones en los ruidos del bosque intentando discernir el silbido de una bala de cañón, el ruido seco de cientos de fusiles que se arman a la vez. Pero nada sucedía. Seguían subiendo tan sólo rodeados por el atenuado retumbar de sus pisadas, el aleteo de los pájaros, el rumor de las hojas de los olivos movidos por la brisa.
Se impacientaba. Comenzaba a sentir la rigidez de los músculos, cansados por una subida en la que no había podido aliviarse con el braceo natural. Casi deseaba que se acabara la incertidumbre, que empezaran los disparos. Oteaba la colina intentando descubrir a los españoles. No veía nada. Ni un uniforme, ni una sombra, ni un movimiento. "Quizá ya no están. A lo mejor se han retirado al vernos". Desechaba el pensamiento por infantil y volvía a concentrarse. "No, siguen ahí, seguro; pero ¿cuándo dispararán?"
No quedaban más de doscientos metros para llegar a lo alto de la colina. Un poco más adelante había un seto de retama entre los olivos. Allí se deberían parar. Quizá tomaran posición y mandaran exploradores para ver si al otro lado de la colina se distinguía a los españoles. Quizá en aquel seto acabara su marcha.
Unos pasos más. Resultaba increíble, pero a estas alturas ya estaba claro que no había españoles en aquella colina. Cien pasos más y descansarían a la sombra de los olivos antes de proseguir. Había tomado parte en su primera batalla y todavía no había oído un sólo tiro. Sonrió, alargó un poco el paso, con cuidado para no salirse de la formación.
Menos de cincuenta metros le separaban del seto. En su mayor parte era de una planta desconocida para él antes de llegar a Andalucía; pero que ahora le era ya familiar. Verde y amarilla. De olor agradable. No era muy alto el seto; pero lo suficiente para dar una pequeña sombra ahora que ya había salido el Sol, ese terrible Sol de España.
Fue entonces cuando lo vio. Un pantalón, una pierna, un uniforme entre las ramas del arbusto. Fue entonces cuando oyó el grito, un grito salvaje en aquella lengua bárbara. Y fue entonces cuando vio ante él el muro de soldados que se había formado como por encanto, saltando como un resorte de detrás del seto.
¡Dios mío, qué cerca estaban! Casi podía tocar las puntas de las bayonetas. Fue sólo un segundo; pero en ese segundo reparó en sus gorros, el verde desvaído del uniforme, la cara del soldado que tenía enfrente y que le apuntaba, que le iba a disparar... ahora.
El agujero en la retama hacía buen servicio a José. A través de él veía avanzar la formación francesa. Primero había sido una mancha azul y blanca entre el verde oscuro de los olivos en las primeras horas de la mañana. Luego ya se distinguían los bultos de los diferentes soldados. A cada paso que daban se diferenciaban más detalles: los sombreros, las cartucheras, el cañón del fusil, la bayoneta en la punta, destellando bajo los rayos que se colaban entre las hojas de los árboles.
José se limpiaba el sudor de las manos en el pantalón y rodeaba con ansiedad la culata de su arma. Ahora su atención se centraba en los soldados que avanzaban hacia su posición. Casi frente a él destacaba un hombretón con mostacho. A la distancia a la que estaba se le veían ya las arrugas en el rostro. Debía de tener más de treinta años. Un viejo, parecido a aquél junto al camino hacía dos meses... A la derecha del bigotudo marchaba un soldado mucho más joven. Debía de tener la edad de José. Una nariz grande y ojos chicos, el gorro no le dejaba ver si era rubio o moreno. A la izquierda del veterano otro muchachito. Era muy delgado, y bastante alto. José le calibró por si tenían que llegar al mano a mano. Fibroso, más fuerte de lo que parecía; pero torpe; se le veía al andar.
José tenía experiencia en la pelea cuerpo a cuerpo. Era temido entre los mozalbetes de Baeza por la forma en que resolvía las peleas. No le hacía ascos a la patada en los huevos, el puñetazo en la boca del estomago o el dedo en el ojo. Si llegaba a las manos todos sabían que no pararía hasta que la sangre manchara el polvo. Alguno había en el pueblo al que las peleas con José le habían costado un diente de menos; y Genaro, el del Molinero, decía que desde que en una ocasión José le había clavado la uña en el ojo no había vuelto a ver bien. José sabía pelear, y por eso sabía que siempre te puedes encontrar a un rival que te venza. Aquel francés delgado, sin embargo, no sería ese rival. Podría con él. A José le parecía más peligroso el del bigote. Era mayor, pero seguro que se las sabía todas. Rodeó el fusil con la mano. Ahora estaban cerca, muy cerca. "Me cago en mi madre" -pensó- "cuando den la orden me cargo al del bigote, por mis huevos". Rechinaban los dientes en la angustia. Ahora no más de cincuenta pasos le separaban del grupo de franceses que subían por la colina. "Cojones, la puta orden" -pensaba.
Miró un poco hacia atrás, a la posición donde debía estar el sargento. "Se habrá dormido este cabrón" - decía para sí, casi entre dientes.
Al girarse la bota golpeó al soldado que se apostaba tras él. Un pequeño ruido; pero suficiente. José sintió cómo se le aflojaba el intestino y, casi al mismo tiempo, oyó la voz del sargento.
-¡Preparados!
En el silencio de la primera hora de la mañana, en la tensión de la espera, en el mutismo de aquellos cientos de hombres a punto de matar y morir, el rugido del sargento estalló como un trueno, brilló como un relámpago, mientras toda la primera fila, José entre ellos, se levantaba dirigiendo sus fusiles a la formación francesa.
Al ponerse en pie José se pudo dar cuenta de lo cerca que estaba el enemigo. Cuántas leguas habían recorrido aquellos franceses para llegar hasta allí, casi hasta el punto en que podían tocarlo. No dejó que el pensamiento le distrajera. "Me cargo al bigotudo, me cargo al del mostacho". Apuntó al pecho del soldado. Ahora le veía subir y bajar por el esfuerzo. Cuando José oyó la voz de fuego el dedo apretó el gatillo mientras fruncía el ceño y pensaba "vuela bala, vuela y parte ese pecho, atraviésalo y sigue hasta la siguiente línea. Vuela fuerte, bala amiga".
El disparo de la línea rompió el bosque. Los pájaros volaron mientras el humo subía desde los fusiles de la tropa. No sólo la compañía de José, sinto toda la brigada había disparado casi a la vez. Más de mil balas habían salido volando para atravesar, herir, matar, contener al muro de carne con el que los franceses pretendías conquistar la colina. Ahora José se agachaba; tarde, porque aquella primera acción de guerra en su vida le había dejado transpuesto, fuera de lugar, con los oídos zumbando y la cabeza llena de aire, como una esponja seca. Tarde porque durante un segundo sintió que él era el único hombre en toda la línea que permanecía de pie, retrasando la descarga de la segunda fila; tarde porque solamente se agachó cuando oyó al sargento gritar: "Jiménez, al puto suelo".
Pascal estaba vivo. Había oído la descarga, había cerrado los ojos y, como en tantas otras ocasiones, había musitado el nombre de Dios y de la Virgen. Había abierto de nuevo los ojos y seguía vivo y caminando. Ninguna bala le había rozado siquiera. Miró a derecha e izquierda. El muchacho de la izquierda estaba ileso, seguía a su lado, temblando. Miró a su derecha. Había un hueco. Con el rabillo del ojo pudo ver el cuerpo del soldado de su derecha tumbado boca arriba dos pasos más atrás de donde él estaba ahora. El disparo le había dado en la cara. No se movía. Debía estar muerto. Mejor para él. Mejor muerto que vivir sin cara. Jean-Baptiste se llamaba el zagal. De Normandía. Un lila, un gilipollas, un crío todavía. Ni un disparo había dado como soldado; aún no había robado ni una gallina ni follado a una hembra. Más inocente que una monja clarisa. Él, en cambio, un cabrón, un asesino, un ladrón, seguía vivo. Cosas del destino. Miró de frente. Ya estaba formada la segunda línea de españoles. Cerró los ojos, musitó el nombre de Dios y de la Virgen. Oyó la descarga. Abrió los ojos. Seguía vivo. Ahora estaba a menos de veinte metros del seto.
- Alto. Juntar la fila.
Era el sargento quien ordenaba, un poco a la derecha y detrás de él. Dio dos pasos a su derecha para cubrir el hueco dejado por Jean-Baptiste.
-Apunten.
El seto frente a él. Una nueva fila de españoles estaba ya preparada para disparar, a escasos veinte metros de donde él estaba. Se fijó en el muchacho que tenía enfrente. Barba de varios días, nariz ancha, gruesas mejillas. Le miraba directamente a él. Le apuntaba directamente a él.
Desde el suelo José oyó la descarga de la segunda fila. Ahora les tocaba de nuevo a ellos. Se levantó. Cogió el cartucho del bolso que colgaba de su arnés. Lo rompió tal como le habían enseñado, ayudándose de los dientes. Vertió la pólvora por la boca del cañón. Dejó caer la bala. Sacó la baqueta y se preparó para introducirla por el cañón del fusil. No miraba al enemigo, se concentraba en la operación de carga. "Ahora me dispararán, ahora me dispararán" pensaba; pero no miraba; se concentraba en hacer aquello que le habían enseñado. A la tercera consiguió introducir la baqueta por el cañón. Apretó la bala y la pólvora. Sudaba. Sacó la baqueta, la introdujo en el hueco preparado para ello en la parte de abajo del cañón del fusil. Lo hizo todo como le habían instruido. Ahora podía apuntar. Dirigió el fusil al grupo de franceses que tenía delante. Ya no avanzaban. Estaban parados y formados para disparar. Vio las decenas de fusiles que les apuntaban. La mano le temblaba. Aguardaba la orden. Buscaba un blanco, el muchacho alto y torpe. Ahora se cargaría a ese; primero fue el del bigote y ahora sería ese. Lo buscaba en el grupito que tenía enfrente. ¡Joder! Ahí estaba el mostacho del viejo de antes. Había fallado, no le había dado. Seguía entre los vivos, amenazante, apuntándo ahora a la fila en la que se encontraba. ¡Qué coño a la fila! ¡Le apuntaba a él! Creyó ver una sonrisa bajo el bigote, como si supiera que antes había sido a él a quien había apuntado. José movió un milímetro el fusil para que la línea del cañón se orientara de nuevo al pecho de aquel francés. "La orden, la orden" se repetía sin cesar acariciando el gatillo.
- ¡Fuego!
José apretó el gatillo y a la vez sintió el golpe del retroceso en el centro del pecho. Extrañamente el cielo y las nubes bajaron hasta colocarse ante sus ojos haciendo desaparecer olivos, franceses y seto. Se hacía de noche y absurdamente pensó que acababa de amanecer. No se dio cuenta de que estaba muerto.
Le habían dado, Pascal no tenía dudas. Un golpe en el costado y la humedad bajando hasta el pantalón. Un tiro un poco más abajo del pulmón. Se agachó. Ahora podía tumbarse, la herida no era grave, pero le justificaría, le evitaría participar en el asalto al seto.
Desde la hierba veía a sus compañeros cargando el arma de nuevo. Una nueva descarga se preparaba. Fue entonces cuando sonó la trompeta. Toque de retirada. Fin del trabajo por hoy. Mala suerte para él. Ahora tendría que volver al campamento corriendo con la bala en el costado. Joder, joder, joder. Se levantó apoyándose en el fusil y sin quitar la mano de la herida. Dolía. Miró por última vez el seto y se giró. Oyó una descarga a su espalda. Esta vez se había olvidado de decir el nombre de Dios y de la Virgen. Un golpe en la espalda y sus piernas habían desaparecido. Se cayó de bruces. Golpeó con fuerza en el suelo, pero no sintió ningún dolor. Sólo cuando se le llenó la garganta de sangre supo que se moriría allí, en aquel olivar, antes de que llegara siquiera la hora de comer.
Incluyo aquí el relato completo dedicado a la batalla de Bailén, incorporando los dos fragmentos que ya había colgado. Como explicaba en la primera entrada dedicada a este tema, la idea de escribir unas líneas sobre la batalla se fraguó en La Comunidad de El País, de común acuerdo con Mano Negra y Nekane.
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