Los dioses le arrojaron a un bosque oscuro,
y se escondieron.
Los buscaba; pensaba que ellos jugaban.
Todo le recordaba su casa,
donde nunca había estado.
Una hoja era una real barcaza.
El viento traía el aire del Olimpo,
de la nieve virgen y blanca.
El sol hacía brillar un palacio de oro,
con jardines eternos,
vagos atardeceres
y rincones amenos.
Y, sobre todo, el amor,
multiplicador.
Esperaba con el corazón henchido,
latiendo.
Noventa y nueve, cien.
Despertó
en el silencio
de aquel bosque oscuro
de su nacimiento.
Y entonces supo
que no era un juego.
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