Le cuesta a la sociedad y a la política españolas entender y asumir lo que está sucediendo en Cataluña. Ciudadanos, comentaristas, editorialistas, opinadores, diputados, responsables de los partidos, autoridades... todos ellos parecen afectados por esa perturbación del conocimiento denominada "fase de negación" en la que nuestro cerebro rechaza la evidencia quizás porque aún no está preparado para asimilar sus consecuencias. En el caso del proceso secesionista en Cataluña esta actitud irracional, que sustituye lo real por una fantasía es todavía más evidente puesto que los causantes del conflicto que ahora vivimos, los separatistas, son extraordinariamente claros en sus planteamientos y no disimulan ni sus objetivos ni los mecanismos que piensan utilizar para conseguirlos.
Es claro que el objetivo de los secesionistas es conseguir la creación de un nuevo Estado en el territorio de lo que ahora es la Comunidad Autónoma de Cataluña, Estado que tendría como habitantes a los actuales residentes en dicho territorio. Así se ha afirmado una y otra vez. Muy recientemente el mismo presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, hace pocos días lo reiteraba.
Para conseguir este propósito lo que se pretende es que las actuales instituciones autonómicas, el Parlamento y el Gobierno de la Generalitat en concreto, se conviertan en órganos y autoridades del nuevo Estado. Dejen de actuar como parte del ordenamiento español y lo hagan en el marco del nuevo Estado que se pretende crear. De igual forma se trabaja para que las administraciones locales obren de la misma manera y pasen a depender del nuevo Estado y dejen de ser instituciones españolas.
Lo anterior es bastante claro y podemos encontrar muchos ejemplos de lo que digo; desde la existencia de la AMI hasta la fórmula de juramento utilizada para acceder a los cargos públicos tanto en los ayuntamientos como en el Parlamento o a la misma presidencia de la Generalitat pasando por el desafío constante a los límites que marca la legalidad española y que se ejemplifican perfectamente en la celebración de la consulta del 9 de noviembre de 2014. Por decirlo con crudeza: los secesionistas secuestran las instituciones que controlan para apartarlas del ordenamiento español y convertirlas en instrumentos de un nuevo Estado que se encuentra in stato nascendi.
Nos encontramos, por tanto, ante una situación de rebeldía institucional que exige al Estado de Derecho y al conjunto de la política y sociedad la adopción de medidas que no son las habituales en el devenir de una sociedad democrática. Esto afecta especialmente al Tribunal Constitucional y al papel que juega en los Estados modernos.
Como es sabido, el Tribunal Constitucional ha tenido y tiene un importante papel en el conflicto secesionista que padecemos de forma aguda desde hace un par de años. Varias resoluciones del Parlamento de Cataluña han sido impugnadas ante (y anuladas por) el Tribunal Constitucional, así como decretos de la Generalitat (el de convocatoria de la consulta del 9 de noviembre, por ejemplo). Ahora mismo se encuentran pendientes ante el Tribunal varios asuntos directamente relacionados con el proceso secesionista y la última reforma de su Ley Orgánica se encuentra orientada a dotar incluso de más protagonismo a esta institución en relación al problema separatista.
Es dudoso, sin embargo, que este enfoque sea el adecuado en un caso como el que nos ocupa. El Tribunal Constitucional es intérprete de la Constitución y su función es determinar cuál es la lectura de la misma que ha de acogerse en los casos en los que existen discrepancias sobre ésta. Los Tribunales Constitucionales son útiles cuando las partes enfrentadas pretenden todas ellas aplicar correctamente la Constitución y lo que existen son divergencias sobre esta interpretación. No es ésta, sin embargo, la situación en el conflicto que estamos tratando, ya que los separatistas son plenamente conscientes de que están infringiendo la Constitución (y, además, hacen gala de ello). No ocultan que su propósito es una independencia que podría ser unilateral en caso necesario y la desobediencia a las instituciones es parte de su hoja de ruta, como puede comprobarse mediante la consulta de la Resolución del Parlamento de Cataluña de 9 de noviembre de 2015, anulada por la Sentencia del Tribunal Constitucional de 2 de diciembre de 2015. Los secesionistas no reconocen la autoridad del Tribunal Constitucional porque no desean ajustar sus propósitos a la Constitución, sino, precisamente, apartarse de ella para crear un nuevo orden constitucional diferente y separado. Este no es el tipo de conflicto para el que están diseñados los Tribunales Constitucionales. Tal como veremos no es baladí esta distinción en lo que se refiere a la solución del problema por lo que conviene tenerla clara. Sorprende relativamente, por tanto, que el Ministro de Justicia no haya reparado en ella cuando valoró el conflicto de competencias planteado por el Gobierno respecto a la creación de la Consejería de Asuntos Exteriores de la Generalitat. Entonces declaró que se trataba de una discrepancia normal entre administraciones. Bien, como acabamos de ver esto no es así. Esa sería la descripción adecuada para un conflicto de competencias entre instituciones que se manifiestan ambas sometidas al orden constitucional, pero esta no es la situación en el caso de los separatistas. En relación a ellos no se trata de determinar cuál es la interpretación correcta de la Constitución sino de imponer la aplicación de ésta respecto a quien pretenda sustituirla por una diferente al margen de los procedimientos previstos.
Es por lo que acabamos de ver que el plantear como única respuesta al desafío secesionista la impugnación ante el Tribunal Constitucional de las disposiciones contrarias a la Carta Magna que dicten las instituciones separatistas es cuanto menos limitado sino ingenuo.
El problema no se encuentra, según lo que se acaba de indicar, en qué interpretación de la Constitución es la adecuada, puesto que los separatistas ya dan por sentado que la incumplirán, sino de evitar que quienes se han apropiado del poder público en Cataluña con el fin de ponerlo en manos de un Estado diferente de España puedan completar su propósito y los ciudadanos nos veamos liberados de una autoridades que han hecho explícito que actuarán al margen de la ley. No se trata tanto de declarar cuál es el Derecho cuanto de conseguir la efectiva aplicación de la Constitución en Cataluña.
Tarde seguramente nos hemos dado cuenta, aunque probablemente no de manera completa, tal como apuntaba al principio, de que es aquí, en la ejecución y cumplimiento efectivo de la Constitución donde se encuentra el meollo del problema, y quizás por ello el Gobierno y las Cortes han decidido reformar la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional con el fin de garantizar la plena efectividad de las decisiones del Alto Tribunal. Quizás se trataba de una reforma necesaria. Es cierto que ya la normativa anterior incluía previsiones sobre la ejecución de las decisiones del Tribunal Constitucional que podrían haber sido aprovechadas, por ejemplo, para haber impedido la celebración de la consulta del 9 de noviembre de 2014; pero un mayor detalle en tales previsiones seguramente no hará daño; ahora bien, ha de tenerse claro que el Tribunal Constitucional, por su propia naturaleza, no puede ser quien ponga fin al conflicto planteado.
En primer lugar, y tal como hemos visto, el Tribunal tiene como función la de decidir entre diferentes interpretaciones de la Constitución sostenidas por quienes en cualquier caso no se plantean desobedecer a ésta. Dado que esta no es la situación a la que nos enfrentamos la actuación del Tribunal Constitucional tiene algo de forzada.
En segundo término: El Tribunal Constitucional solamente puede operar en determinados supuestos, hay otros muchos casos de posibles incumplimientos por parte de las administraciones autonómicas que no llegarán al Tribunal Constitucional por no tratarse de materia susceptible de valoración por el Alto Tribunal. Ciertamente en estos casos se podría acudir a los tribunales ordinarios (y se ha hecho en ocasiones), pero de nuevo nos encontraríamos con que lo que se está ventilando no es objeto de discrepancia: en cualquier caso los infractores saben que infringen y el problema está un paso más allá, en los mecanismos para restaurar el Estado de Derecho que está siendo constantemente quebrado.
Y es aquí donde nos tropezamos con el obstáculo más relevante: la ejecución de decisiones judiciales es un mecanismo que tiene sus límites en lo que se refiere a conseguir la efectividad del Derecho cuando quien infringe son administraciones que tienen voluntad de rebeldía y que, además, cuentan con los medios propios del poder público (funcionarios, policía, recursos financieros) para oponerse a la ejecución forzosa de las decisiones. Ciertamente pueden intentarse actuaciones concretas contra funcionarios concretos, pero todas las medidas que prevé el ordenamiento jurídico con carácter ordinario no operarán con fluidez cuando no nos encontramos ante infracciones aisladas, sino ante una estructurada orientada a la destrucción del Estado de Derecho. De nuevo la consulta del 9 de noviembre de 2014 es un buen ejemplo de a lo que me refiero y de los límites que tienen los mecanismos ordinarios de actuación para impedir de manera efectiva la rebeldía de las administraciones contra el orden establecido.
Más allá incluso de la consulta, la situación general en Cataluña es la de quiebra de la seguridad jurídica, de la democracia y del Estado de Derecho, tal como ha puesto de manifiesto Societat Civil Catalana en un informe presentado hace unos meses. Los ciudadanos nos vemos sometidos a una administración que hace expreso de forma constante que su objetivo es la quiebra de la legalidad y dedica recursos públicos a ello sin que los mecanismos de los recursos, las quejas o los procedimientos de ejecución de las decisiones del Tribunal Constitucional sean suficientes para poner remedio a la situación. Es más, los plazos y trámites de la actuación judicial pueden convertir en completamente ilusoria cualquier respuesta ante un desafío institucional que precisa respuestas rápidas y no puede demorarse los tiempos que siempre precisa una decisión judicial. De nuevo el proceso previo a la consulta del 9 de noviembre de 2014 es buena muestra de lo que expongo: solamente reuniones en plazos brevísimos del Tribunal Constitucional y decisiones adoptadas llevando al límite las posibilidades del Tribunal permitieron adoptar en tiempo y forma resoluciones que se limitaban a declarar lo evidente: que la consulta pretendida por el Sr. Mas era incompatible con nuestro ordenamiento jurídico. La respuesta, además, ha de ser rápida porque los plazos son breves, tal como recordaba hace poco un informe de la ANC que advertía a los empleados públicos catalanes de que el conflicto entre las legalidades española y catalana (entendida aquí catalana como la propia del nuevo Estado que se pretende crear) no duraría demasiado tiempo.
Es por esto que la Constitución incluye mecanismos alternativos al judicial para situaciones de extrema gravedad como las que estamos viviendo ahora. El artículo 155 de la Constitución prevé que el Gobierno podrá requerir al Presidente de la Comunidad Autónoma cuando ésta "no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes impongan, o actuaré de forma que atente gravemente al interés general de España". Tras este requerimiento, y si no fuere atendido, podrán adoptarse las medidas necesarias para conseguir el cumplimiento de las obligaciones o la protección del interés general. Estas medidas deben adoptarse con la aprobación de la mayoría absoluta del Senado.
Nótese que el artículo 155 prevé dos fases. En la primera se procede a un requerimiento, y solamente si este no es atendido podrán adoptarse medidas que permitan reconducir la situación. Ha de destacarse también que el supuesto de hecho del artículo 155 no se limita a los casos en los que haya un incumplimiento grave de la Constitución u otras leyes, sino también ("o") cuando la Comunidad Autónoma actuare de forma que atente gravemente al interés general de España. Difícilmente se me ocurre un atentado más grave al interés general de España que el propósito de convertir parte del territorio y de la población españolas en elementos integrantes de un nuevo Estado diferente de España, situación que, como acabamos de ver, es la que se da ahora mismo ya en Cataluña como consecuencia del proceso secesionista. Si fueran precisos elementos concretos que apoyaran este aserto más allá de las declaraciones reiteradas de los responsables políticos, bastaría considerar los intentos por parte de la administración catalana de conseguir apoyo en Estados extranjeros para el proceso secesionista o ser reconocida como un actor internacional independiente del Estado español y cuyo último ejemplo es la carta enviada por el Sr. Puigdemont a la Comisión Europea, precisamente en el momento en el que se está negociando la gestión de la crisis de los refugiados. Más allá de las legítimas valoraciones que podemos hacer como ciudadanos sobre la forma en que se está gestionando este drama resulta inconcebible que una administración subestatal pretenda interferir en la negociación que el Estado está desarrollando sobre el tema en un foro internacional, como es la Unión Europea.
El artículo 155 de la Constitución, por tanto, es un mecanismo que se ajusta bien a situaciones de crisis como la que vivimos. Llama la atención especialmente que este precepto, de forma consciente, permite que la actuación del Gobierno pueda realizarse incluso al margen de incumplimientos legales concretos, siempre que el Gobierno aprecie esa actuación contraria al interés general de España. Evidentemente nos encontramos ante un concepto indeterminado que puede ser discutido; y es al Gobierno a quien la Constitución atribuye la responsabilidad de valorar en cada situación si se da o no ese atentado contra los intereses generales de España. Es cierto que las medidas que hayan de adoptarse finalmente han de contar con la aprobación del Senado; pero eso no ha de hacernos olvidar que es el Gobierno quien asume la responsabilidad de iniciar el proceso y decidir las medidas a adoptar. Además, y como hemos visto, el Gobierno no puede excusarse ni para actuar ni para dejar de actuar en una mera valoración jurídica, pues no cualquier incumplimiento legal justifica que se recurra a este artículo ni la ausencia de un incumplimiento legal comprobado impide la utilización del precepto, puesto que, como hemos visto, también ha de utilizarse cuando se atente gravemente contra el interés general de España.
Así pues, al final resulta que, tal como se ha repetido hasta la saciedad la solución del conflicto causado por los separatistas no será jurídica, sino política, en tanto en cuanto el Gobierno tiene la responsabilidad de, más allá de lo que establezcan los tribunales, decidir si la actuación de la Generalitat supone o no un perjuicio grave para el interés general de España.
Para conseguir este propósito lo que se pretende es que las actuales instituciones autonómicas, el Parlamento y el Gobierno de la Generalitat en concreto, se conviertan en órganos y autoridades del nuevo Estado. Dejen de actuar como parte del ordenamiento español y lo hagan en el marco del nuevo Estado que se pretende crear. De igual forma se trabaja para que las administraciones locales obren de la misma manera y pasen a depender del nuevo Estado y dejen de ser instituciones españolas.
Lo anterior es bastante claro y podemos encontrar muchos ejemplos de lo que digo; desde la existencia de la AMI hasta la fórmula de juramento utilizada para acceder a los cargos públicos tanto en los ayuntamientos como en el Parlamento o a la misma presidencia de la Generalitat pasando por el desafío constante a los límites que marca la legalidad española y que se ejemplifican perfectamente en la celebración de la consulta del 9 de noviembre de 2014. Por decirlo con crudeza: los secesionistas secuestran las instituciones que controlan para apartarlas del ordenamiento español y convertirlas en instrumentos de un nuevo Estado que se encuentra in stato nascendi.
Nos encontramos, por tanto, ante una situación de rebeldía institucional que exige al Estado de Derecho y al conjunto de la política y sociedad la adopción de medidas que no son las habituales en el devenir de una sociedad democrática. Esto afecta especialmente al Tribunal Constitucional y al papel que juega en los Estados modernos.
Como es sabido, el Tribunal Constitucional ha tenido y tiene un importante papel en el conflicto secesionista que padecemos de forma aguda desde hace un par de años. Varias resoluciones del Parlamento de Cataluña han sido impugnadas ante (y anuladas por) el Tribunal Constitucional, así como decretos de la Generalitat (el de convocatoria de la consulta del 9 de noviembre, por ejemplo). Ahora mismo se encuentran pendientes ante el Tribunal varios asuntos directamente relacionados con el proceso secesionista y la última reforma de su Ley Orgánica se encuentra orientada a dotar incluso de más protagonismo a esta institución en relación al problema separatista.
Es dudoso, sin embargo, que este enfoque sea el adecuado en un caso como el que nos ocupa. El Tribunal Constitucional es intérprete de la Constitución y su función es determinar cuál es la lectura de la misma que ha de acogerse en los casos en los que existen discrepancias sobre ésta. Los Tribunales Constitucionales son útiles cuando las partes enfrentadas pretenden todas ellas aplicar correctamente la Constitución y lo que existen son divergencias sobre esta interpretación. No es ésta, sin embargo, la situación en el conflicto que estamos tratando, ya que los separatistas son plenamente conscientes de que están infringiendo la Constitución (y, además, hacen gala de ello). No ocultan que su propósito es una independencia que podría ser unilateral en caso necesario y la desobediencia a las instituciones es parte de su hoja de ruta, como puede comprobarse mediante la consulta de la Resolución del Parlamento de Cataluña de 9 de noviembre de 2015, anulada por la Sentencia del Tribunal Constitucional de 2 de diciembre de 2015. Los secesionistas no reconocen la autoridad del Tribunal Constitucional porque no desean ajustar sus propósitos a la Constitución, sino, precisamente, apartarse de ella para crear un nuevo orden constitucional diferente y separado. Este no es el tipo de conflicto para el que están diseñados los Tribunales Constitucionales. Tal como veremos no es baladí esta distinción en lo que se refiere a la solución del problema por lo que conviene tenerla clara. Sorprende relativamente, por tanto, que el Ministro de Justicia no haya reparado en ella cuando valoró el conflicto de competencias planteado por el Gobierno respecto a la creación de la Consejería de Asuntos Exteriores de la Generalitat. Entonces declaró que se trataba de una discrepancia normal entre administraciones. Bien, como acabamos de ver esto no es así. Esa sería la descripción adecuada para un conflicto de competencias entre instituciones que se manifiestan ambas sometidas al orden constitucional, pero esta no es la situación en el caso de los separatistas. En relación a ellos no se trata de determinar cuál es la interpretación correcta de la Constitución sino de imponer la aplicación de ésta respecto a quien pretenda sustituirla por una diferente al margen de los procedimientos previstos.
Es por lo que acabamos de ver que el plantear como única respuesta al desafío secesionista la impugnación ante el Tribunal Constitucional de las disposiciones contrarias a la Carta Magna que dicten las instituciones separatistas es cuanto menos limitado sino ingenuo.
El problema no se encuentra, según lo que se acaba de indicar, en qué interpretación de la Constitución es la adecuada, puesto que los separatistas ya dan por sentado que la incumplirán, sino de evitar que quienes se han apropiado del poder público en Cataluña con el fin de ponerlo en manos de un Estado diferente de España puedan completar su propósito y los ciudadanos nos veamos liberados de una autoridades que han hecho explícito que actuarán al margen de la ley. No se trata tanto de declarar cuál es el Derecho cuanto de conseguir la efectiva aplicación de la Constitución en Cataluña.
Tarde seguramente nos hemos dado cuenta, aunque probablemente no de manera completa, tal como apuntaba al principio, de que es aquí, en la ejecución y cumplimiento efectivo de la Constitución donde se encuentra el meollo del problema, y quizás por ello el Gobierno y las Cortes han decidido reformar la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional con el fin de garantizar la plena efectividad de las decisiones del Alto Tribunal. Quizás se trataba de una reforma necesaria. Es cierto que ya la normativa anterior incluía previsiones sobre la ejecución de las decisiones del Tribunal Constitucional que podrían haber sido aprovechadas, por ejemplo, para haber impedido la celebración de la consulta del 9 de noviembre de 2014; pero un mayor detalle en tales previsiones seguramente no hará daño; ahora bien, ha de tenerse claro que el Tribunal Constitucional, por su propia naturaleza, no puede ser quien ponga fin al conflicto planteado.
En primer lugar, y tal como hemos visto, el Tribunal tiene como función la de decidir entre diferentes interpretaciones de la Constitución sostenidas por quienes en cualquier caso no se plantean desobedecer a ésta. Dado que esta no es la situación a la que nos enfrentamos la actuación del Tribunal Constitucional tiene algo de forzada.
En segundo término: El Tribunal Constitucional solamente puede operar en determinados supuestos, hay otros muchos casos de posibles incumplimientos por parte de las administraciones autonómicas que no llegarán al Tribunal Constitucional por no tratarse de materia susceptible de valoración por el Alto Tribunal. Ciertamente en estos casos se podría acudir a los tribunales ordinarios (y se ha hecho en ocasiones), pero de nuevo nos encontraríamos con que lo que se está ventilando no es objeto de discrepancia: en cualquier caso los infractores saben que infringen y el problema está un paso más allá, en los mecanismos para restaurar el Estado de Derecho que está siendo constantemente quebrado.
Y es aquí donde nos tropezamos con el obstáculo más relevante: la ejecución de decisiones judiciales es un mecanismo que tiene sus límites en lo que se refiere a conseguir la efectividad del Derecho cuando quien infringe son administraciones que tienen voluntad de rebeldía y que, además, cuentan con los medios propios del poder público (funcionarios, policía, recursos financieros) para oponerse a la ejecución forzosa de las decisiones. Ciertamente pueden intentarse actuaciones concretas contra funcionarios concretos, pero todas las medidas que prevé el ordenamiento jurídico con carácter ordinario no operarán con fluidez cuando no nos encontramos ante infracciones aisladas, sino ante una estructurada orientada a la destrucción del Estado de Derecho. De nuevo la consulta del 9 de noviembre de 2014 es un buen ejemplo de a lo que me refiero y de los límites que tienen los mecanismos ordinarios de actuación para impedir de manera efectiva la rebeldía de las administraciones contra el orden establecido.
Más allá incluso de la consulta, la situación general en Cataluña es la de quiebra de la seguridad jurídica, de la democracia y del Estado de Derecho, tal como ha puesto de manifiesto Societat Civil Catalana en un informe presentado hace unos meses. Los ciudadanos nos vemos sometidos a una administración que hace expreso de forma constante que su objetivo es la quiebra de la legalidad y dedica recursos públicos a ello sin que los mecanismos de los recursos, las quejas o los procedimientos de ejecución de las decisiones del Tribunal Constitucional sean suficientes para poner remedio a la situación. Es más, los plazos y trámites de la actuación judicial pueden convertir en completamente ilusoria cualquier respuesta ante un desafío institucional que precisa respuestas rápidas y no puede demorarse los tiempos que siempre precisa una decisión judicial. De nuevo el proceso previo a la consulta del 9 de noviembre de 2014 es buena muestra de lo que expongo: solamente reuniones en plazos brevísimos del Tribunal Constitucional y decisiones adoptadas llevando al límite las posibilidades del Tribunal permitieron adoptar en tiempo y forma resoluciones que se limitaban a declarar lo evidente: que la consulta pretendida por el Sr. Mas era incompatible con nuestro ordenamiento jurídico. La respuesta, además, ha de ser rápida porque los plazos son breves, tal como recordaba hace poco un informe de la ANC que advertía a los empleados públicos catalanes de que el conflicto entre las legalidades española y catalana (entendida aquí catalana como la propia del nuevo Estado que se pretende crear) no duraría demasiado tiempo.
Es por esto que la Constitución incluye mecanismos alternativos al judicial para situaciones de extrema gravedad como las que estamos viviendo ahora. El artículo 155 de la Constitución prevé que el Gobierno podrá requerir al Presidente de la Comunidad Autónoma cuando ésta "no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes impongan, o actuaré de forma que atente gravemente al interés general de España". Tras este requerimiento, y si no fuere atendido, podrán adoptarse las medidas necesarias para conseguir el cumplimiento de las obligaciones o la protección del interés general. Estas medidas deben adoptarse con la aprobación de la mayoría absoluta del Senado.
Nótese que el artículo 155 prevé dos fases. En la primera se procede a un requerimiento, y solamente si este no es atendido podrán adoptarse medidas que permitan reconducir la situación. Ha de destacarse también que el supuesto de hecho del artículo 155 no se limita a los casos en los que haya un incumplimiento grave de la Constitución u otras leyes, sino también ("o") cuando la Comunidad Autónoma actuare de forma que atente gravemente al interés general de España. Difícilmente se me ocurre un atentado más grave al interés general de España que el propósito de convertir parte del territorio y de la población españolas en elementos integrantes de un nuevo Estado diferente de España, situación que, como acabamos de ver, es la que se da ahora mismo ya en Cataluña como consecuencia del proceso secesionista. Si fueran precisos elementos concretos que apoyaran este aserto más allá de las declaraciones reiteradas de los responsables políticos, bastaría considerar los intentos por parte de la administración catalana de conseguir apoyo en Estados extranjeros para el proceso secesionista o ser reconocida como un actor internacional independiente del Estado español y cuyo último ejemplo es la carta enviada por el Sr. Puigdemont a la Comisión Europea, precisamente en el momento en el que se está negociando la gestión de la crisis de los refugiados. Más allá de las legítimas valoraciones que podemos hacer como ciudadanos sobre la forma en que se está gestionando este drama resulta inconcebible que una administración subestatal pretenda interferir en la negociación que el Estado está desarrollando sobre el tema en un foro internacional, como es la Unión Europea.
El artículo 155 de la Constitución, por tanto, es un mecanismo que se ajusta bien a situaciones de crisis como la que vivimos. Llama la atención especialmente que este precepto, de forma consciente, permite que la actuación del Gobierno pueda realizarse incluso al margen de incumplimientos legales concretos, siempre que el Gobierno aprecie esa actuación contraria al interés general de España. Evidentemente nos encontramos ante un concepto indeterminado que puede ser discutido; y es al Gobierno a quien la Constitución atribuye la responsabilidad de valorar en cada situación si se da o no ese atentado contra los intereses generales de España. Es cierto que las medidas que hayan de adoptarse finalmente han de contar con la aprobación del Senado; pero eso no ha de hacernos olvidar que es el Gobierno quien asume la responsabilidad de iniciar el proceso y decidir las medidas a adoptar. Además, y como hemos visto, el Gobierno no puede excusarse ni para actuar ni para dejar de actuar en una mera valoración jurídica, pues no cualquier incumplimiento legal justifica que se recurra a este artículo ni la ausencia de un incumplimiento legal comprobado impide la utilización del precepto, puesto que, como hemos visto, también ha de utilizarse cuando se atente gravemente contra el interés general de España.
Así pues, al final resulta que, tal como se ha repetido hasta la saciedad la solución del conflicto causado por los separatistas no será jurídica, sino política, en tanto en cuanto el Gobierno tiene la responsabilidad de, más allá de lo que establezcan los tribunales, decidir si la actuación de la Generalitat supone o no un perjuicio grave para el interés general de España.
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