Cuando a mediados de los años 80 del siglo XX comencé mis estudios en la Universidad de Oviedo había un profesor cuya fama saltaba los muros de su Facultad. Era Gustavo Bueno. Las anécdotas sobre sus clases y su quehacer académico animaban las conversaciones que teníamos esperando al autobús universitario a la altura de lo que entonces era la Facultad de Quimíca, un poco más allá del hotel Ramiro I si venías -como lo hacía yo- desde la Facultad de Derecho.
Allí sus alumnos de Antropología, muchos de primero de Psicología, nos contaban lo que les explicaba, las preguntas que hacía y la ironía con que desorientaba a lo nuevos universitarios. Sin haber leído gran cosa de su obra -aunque había quien se lanzaba a explicarnos las teorías de Bueno sobre la religión, prácticamente lo único que sé de ellas viene de aquellas conversaciones en la acera acodados sobre las carpetas y libros (en aquella época no se llevaban mochilas a la Universidad, lo máximo que yo llegué a utilizar fue una bolsa para el pan que abarrotaba de códigos)- sabíamos o intuíamos que era un sabio. Era también un profesor que salía en la prensa, despotricando contra quienes definian a Asturias como nación celta o cuestionando a los bablistas, haciendo piña aquí con otro profesor socarrón de aquella época, Emilio Alarcos.
Pasados los años, cuando yo me ocupaba en redactar mi tesis en Derecho internacional privado, coincidí con compañeros que tenían trato con el filósofo, colegas de Filosofía del Derecho que habían establecido puentes con el grupo que dirigía Gustavo Bueno. Así tuve ocasión de disfrutarlo en alguna ocasión en tribunales de tesis y tesinas. Siempre recordaré la forma en que relataba su participación en un homenaje a Ortega y Gasset, o la opinión tan particular que tenía de Habermans.
Hoy nos ha llegado la noticia de que ha muerto a los 91 años. Una muerte a esa edad y tras haber vivido una vida plena no es una desgracia. No sé si en lo personal la vida de Bueno fue feliz, pero en lo académico no puede negarse que ha resultado fructífera. No soy especialista en su materia, así que no puedo juzgar la calidad de la obra que nos deja, pero el reconocimiento obtenido, el hecho de que tantos hayan seguido sus pasos en distintos campos y la solidez de sus intervenciones me hacen sospechar que realmente construyó un pensamiento personal y coherente. Eso es lo máximo a lo que puede aspirarse en el ámbito científicio (entendiendo ciencia en sentido amplio, englobando todos los ámbitos del saber). Era, además, alguien que en absoluto se dejaba llevar por lo que pudiera entenderse como "correcto". Muy poco después de la muerte de Aranguren, y cuando todos los medios se llenaban de panegíricos hacia su persona expresaba con mucha llaneza que no lo consideraba un filósofo y que lo que escribía no era filosofía, pero que como se entendía la gente era feliz loándolo porque así pensaban que entendían de filosofía, cuando la filosofía es otra cosa, según explicaba.
Era, pues, un pensador de esos que hacen falta. Tenga o no tenga razón rebosaba erudición, claridad y contundencia. Creo que allí donde no cabe la experimentación no puede pedirse más. Para mi su muerte supone el recuerdo de que cada vez están más lejanos aquellos años en que creíamos discutir de filosofía cuando comentábamos sus clases, acodados delante de la Facultad de Química mientras esperábamos el transporte universitario.
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