A veces me recreo en el escalofrío de una idea: bastaría con cerrar todas las escuelas del mundo durante seenta o setenta años para que volviéramos a la Edad de Piedra. El enorme caudal de conocimientos que hemos acumulado durante milenios desaparecería si rompiéramos durante un tiempo relativamente breve en términos históricos el hilo que da continuidad a tales saberes de una generación a otra.
Las Universidades no son tan importantes como las escuelas, pero quizás por eso pueden sufrir con más facilidad una discontinuidad equivalente a la imaginada en el párrafo anterior. En mi experiencia profesional, por desgracia, con temor veo acercarse una cesura que podría tener consecuencias si no catastróficas al menos extraordinariamente graves en nuestro sistema univeritario.
Hace veintiséis años, en 1990, concluía mi Licenciatura en Derecho y sin solución de continuidad comenzaba mi formación como profesor en la Universidad de Oviedo. En mi especialidad (Derecho internacional privado) existía una comunidad científica en toda España que se conectaba con la equivalente en otros países y que estaba integrada por un grupo relativameente reducido de profesores sénior, una "clase media" de profesores que estaban en vía de acceder a la cátedra y una base de becarios y jóvenes investigadores y ayudantes, algunos de los cuales continuarían carrera universitaria y otros acabarían recorriendo otros caminos profesionales
La parte fundamental de la formación como profesor era el trabajo personal, pero ese trabajo personal precisaba la guía de los mayores en forma de consejos, recomendaciones de lecturas o de problemas a tratar y, lo que es más importante, de transmisión de los instrumentos del oficio de investigador. Desde cómo leer el BOE hasta hacer fichas, la forma en que ha de abordarse la intervención en un seminario o cuál es la estructura de un artículo académico, de una nota de jurisprudencia o de una monografía. Todo esto pasaba de una generación a otra mediante el contacto en esa comunidad científica que tenía su célula básica en el grupo que formaban los profesores de cada Universidad y que se comunicaba por medio de reuniones científicas, cursos, jornadas y también por las desaparecidas oposiciones, que eran también fuente de debates que luego tenían transcendencia en las publicaciones.
Sin entrar en otras cuestiones que también podrían dar de sí (como es el cambio en los mecanismos de acceso a la condición de profesor universitario, de lo que no me ocuparé aquí de manera directa), es preocupante que esta estructura tripartita de la comunidad de profesores se haya desintegrado. Antes como decía, existía un flujo entre la base de investigadores jóvenes, la zona intermedia de profesores ya formados y el grupo de lo que denominábamos "maestros". Ahora, en mi Universidad el más joven de los profesores dedicados exclusivamente a la Universidad en mi área de conocimiento soy yo, que ya cuento 49 años. No hay nadie por detrás con aspiraciones de hacer carrera académica.
¿Cómo hemos llegado aquí? Pues fundamentalmente por haber tenido una política de cierre de plazas durante los últimos seis años, factor al que se une un diseño de carrera académica descorazonador. Estas dos circunstancias han, por una parte, expulsado a prometedores investigadores y, por otra, impedido que otros se acerquen a una Universidad que es percibida como una trampa mortal en términos profesionales.
Hace diez años, en mi área de conocimiento de la UAB contábamos con varios doctorandos, la mayoría de los cuales obtuvieron el título de doctor y varios de entre ellos hubieran deseado seguir carrera académica, pero la falta de recursos los acabó expulsando y ahora su vida profesional se encuentra o fuera de España o en otros ámbitos. En la actualidad, de las tesis que he dirigido o dirijo la mayoría son de personas formadas en el extranjero que desean culminar su formación con un Doctorado en Europa, y en concreto en España; pero no darán continuidad a nuestra comunidad científica, y las personas formadas en España que desean realizar el doctorado tampoco están interesadas en una carrera universitaria que se ha convertido en una trampa profesional donde es imposible obtener una cierta estabilidad antes de la cuarentena y en la que la culminación con una cátedra parece haber sido abolidad de los escenarios factibles. Es cierto que la depauperación salarial y la inseguridad se han enseñoreado de todo el mercado laboral; pero no se trata ahora de hacer una causa general, sino de describir sus consecuencias para la Universidad.
Y esta es la situación. Como decía hace un momento, el más joven de los profesores permanentes en mi unidad de la UAB soy yo con cuarenta y nueve años. Los otros tres tienen cincuenta y tantos y sesenta y tantos. Eso quiere decir que si en los próximos cinco años no comienza la formación de al menos un par de profesores cuando nos llegue la edad de jubilación nadie quedará en la UAB que dé continuidad a la docencia de Derecho internacional privado. Evidentemente, si esta fuera una situación que solamente se diera en nuestra Universidad no pasaría nada. Alguien vendría de algún otro lugar a cubrir esta tarea. En contra del mito, los profesores no tenemos alergia al movimiento. Yo mismo no me formé en la UAB, y de los otros tres profesores permanentes solamente uno había cursado su licenciatura en la UAB, los otros dos proceden de otras Universidades. El problema es que esta, mucho me temo, no es una situación aislada, sino que es general, lo que coloca a la Universidad española al borde del colapso generacional.
Es hora de hacer algo en serio. Por desgracia todo el mundo parece estar muy entretenido con ese tema de los ranakings universitarios internacionales y nadie parece estar interesado en saber de verdad qué ha pasado, qué pasa y qué se quiere hacer con la Universidad española... o sí y no nos lo cuentan. Que se esté preparando una voladura controlada del sistema universitario público es una posibilidad coherente con lo que hemos vivido en los últimos lustros.
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