Existen algunas cosas que parecen tonterías teóricas y que, en realidad, son muy importantes.
En los primeros cursos de Derecho te explicaban bastante bien la diferencia que existe entre los partidos políticos y las instituciones. Los partidos son organizaciones privadas con finalidad política y que concurren a las elecciones. A través del mecanismo de las elecciones miembros de los partidos o personas afines a ellos acaban accediendo a cargos institucionales (presidencia del gobierno o de una comunidad autónoma, alcaldías, congreso de los diputados o senado, etc.).
Se accede a las instituciones a través de los partidos y con el fin de desarrollar las políticas que se han defendido en las elecciones; pero en su calidad de autoridad pública los miembros del partido o sus afines que han accedido a los cargos públicos han de velar por el interés general, no el del partido. Es cierto que ese interés general, que es interpretable, se traducirá en el cumplimiento de las políticas que han sido contrastadas en las elecciones; pero siempre dentro del límite que marca la ley y sin que las instituciones puedan favorecer a los intereses del partido.
El equilibrio entre partido y gobierno, entre intereses partidistas e interés general es clave en nuestros sistema político, en las democracias occidentales caracterizadas no solamente por la celebración de elecciones periódicas, sino también por el respeto a las minorías, el imperio de la ley, la separación de poderes y un amplio catálogo de derechos y libertades públicas. Todos estos elementos son necesarios para que podamos hablar de democracia y, como digo, la separación entre partido e instituciones es clave para que pueda afirmarse que nos encontramos en un régimen democrático.
Han existido ejemplos de regímenes políticos en los que esta distinción entre lo público y lo partidista o estaba difuminada o no existía. Esto es, regímenes en los que sin ningún tapujo se confundía partido y gobierno, llegando esta confusión también a lo simbólico. Esto es, los símbolos del partido pasaban a convertirse en símbolos del Estado.
La confusión simbólica es paradójicamente, extraordinariamente grave. Con frecuencia se afirma que los símbolos no tienen importancia y que discutir acerca de símbolos es una pérdida de tiempo o muestra de un ánimo susceptible. Es un error. Cuando se ha llegado al punto en el que se considera que es posible afirmar de modo expreso, mediante símbolos, que gobierno y partido están confundidos; cuando se utilizan sin tapujos las instituciones que tienen que servir el interés general para servir el interés particular es que la degradación democrática ha alcanzado ya un punto preocupante.
Y esto es lo que pasa en Cataluña y en la manifestación de La Meridiana pudimos comprobarlo de manera sangrante.
La manifestación se realizaba en el primer día de la campaña electoral para los comicios autonómicos del 27 de septiembre, y la Junta Electoral Central había determinado que se trataba de un acto que incidía en los comicios y que, por tanto, debía dársele el trato informativo de un acto electoral. Es claro que aunque los convocantes no eran formalmente los partidos políticos la concentración coincidía con los planteamientos de dos de las formaciones que concurren el 27 de septiembre: Junts pel Sí y las CUP.
El acto era, por tanto, un acto electoral, así establecido por quien tiene competencia para determinar estas cosas en campaña, la Junta Electoral Central. Los medios públicos de comunicación han de informar de estos actos de campaña, aunque respetando los tiempos que corresponden a cada una de las formaciones que concurren a los comicios; ahora bien, esta información ha de ser eso, información, no participación o adhesión. La transmisión de ayer de TV3 fue, sin embargo, una loa al acto que incluyó, por ejemplo, hashtags específicos sobre la concentración y recogida de mensajes de solidaridad con la concentración. Sería bueno un análisis detallado de las cinco horas y pico de transmisión (incluyendo la del Telenoticies, que continuó la difusión de la concentración) para concretar la falta de objetividad de la misma.
Así pues, nos encontramos conque la televisión pública adopta una posición claramente partidista en el marco de la campaña electoral y en relación a un acto partidista. Pero eso no es lo peor.
Concluido el acto, los organizadores visitan a Artur Mas en la sede de la Presidencia de la Generalitat, y allí Artur Mas les recibe y dirige un mensaje en su calidad de Presidente en el que alaba el acto y muestra su solidaridad con el mismo. Afirma, cínicamente, que no participa en la concentración para preservar su posición institucional, pero, sin embargo, recibe a los convocantes y les arropa en el Palau de la Generalitat. Es, como digo, un acto de cinismo.
Artur Mas podía haber acudido como un ciudadano más a la manifestación. No hay problema en ello ni supone confusión entre poder público y partido. Los gobernantes siguen estando integrados en partido y pueden realizar funciones dentro del mismo; pero dejando bien claro que lo hacen no en su calidad de autoridades públicas. Así pues, no había ningún problema en que Artur Mas hubiera participado, como candidato que es, además a las elecciones del día 27, en la concentración de La Meridiana.
Lo que es inadmisible es que reciba en el Palau de la Generalitat a los organizadores y dirija un mensaje institucional en relación a la concentración. Esto es una muestra clara de confusión entre gobierno (intereses generales) y partido.
Y todo ello transmitido por la televisión pública.
Gravísimo.