¿De qué hablamos cuando hablamos de
derechos civiles?
En el Sur de Estados Unidos 3959
afroamericanos fueron linchados entre 1877 y 1950. Un promedio de más de
cincuenta cada año; prácticamente uno cada semana. Y así durante casi 80 años.
Es difícil imaginar lo que sería una
situación de sometimiento y terror como la que se deriva de este dato; una
situación que se reflejaba también en la legislación. En esas décadas ominosas
los Estados del Sur habían adoptado leyes que permitían separar en función de
la raza. Esto afectaba a la educación, los trabajos, la utilización de los
transportes públicos…
En los años 50 del siglo XX el Tribunal
Supremo de los Estados Unidos (el equivalente a nuestro Tribunal
Constitucional) declaró que las leyes de los Estados que establecían o
toleraban la segregación eran inconstitucionales. Esta declaración fue un gran
triunfo del Estado de Derecho; pero su efectiva implementación no fue sencilla.
En el año 1957 el Presidente Eisenhower tuvo que enviar una división
aerotransportada del ejército de Estados Unidos a Arkansas para obligar a las
autoridades del Estado a acatar la decisión del Tribunal Supremo que obligaba a
que negros y blancos se educaran en las
mismas escuelas.
La ley es necesaria, pero no suficiente.
Nada hubiera sido posible sin las asociaciones y movimientos que desde la
sociedad civil decidieron plantar cara a la discriminación que padecían en sus
sociedades. En contra de lo que a veces se sostiene interesadamente, estos
movimientos, mayoritariamente, mostraban una gran confianza en el Derecho. No
en vano, había sido el Tribunal Supremo el que había determinado que la
Constitución de los Estados Unidos no permitía la discriminación que se
pretendía imponer en algunos de los Estados de la Unión. La lucha por los
derechos civiles fue también una lucha por el Derecho, por la plena eficacia de
la Constitución frente a los racistas que pretendían sortearla o desobedecerla.
Ahora Puigdemont dice, y además lo hace
en Harvard, que las demandas nacionalistas en Cataluña son equivalentes a la
lucha del Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos. ¿Es que
sufrimos los catalanes discriminación por el hecho de serlo? ¿Es que nuestros
derechos son diferentes de los del resto de españoles? ¿está limitado nuestro
acceso a los cargos públicos? ¿Existen sitios reservados en los autobuses para
los no catalanes o puestos de trabajo prohibidos a los catalanes?
Es tan absurdo el planteamiento que no
merecería ni comentario salvo porque también es un insulto a quienes lucharon
contra la lacra del racismo y a quienes aún hoy trabajan por la promoción y el
respeto de los derechos humanos. A la vez, es también muestra del supremacismo
que caracteriza al nacionalismo, un supremacismo que llega a ser ridículo o
delirante. No solamente alardea de un pasado inventado, de unas virtudes
nacionales que superan lo imaginable, de la constante lucha contra los malvados
opresores… sino que, además, la causa propia se pretende emparentar con las más
nobles que haya conocido la humanidad. Ahora la lucha por los derechos civiles.
La pretensión no solamente es delirante,
como se acaba de señalar, sino, además,
cínica. Obvia que si hay alguien que pone en peligro actualmente los
principios democráticos es el nacionalismo. Que Puigdemont declare que el
soberanismo refleja la lucha por los derechos civiles el mismo día en el que
los nacionalistas ocupan la sede de un partido político al grito de “la calle
será siempre nuestra” es la perfecta imagen de lo que es el nacionalismo: un
delirio cínico que se mueve entre el ridículo y el insulto.
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