Hace tiempo que algunos en Cataluña
decidieron que el cumplimiento de la ley era optativo, que tanto los
particulares como las administraciones podían, a su gusto y capricho, ajustar
su comportamiento a lo establecido en las normas o no. Que de alguna manera
existía una suerte de “derecho a decidir” sobre qué reglas debían cumplirse y
cuáles podían ser obviadas. El corolario de este “derecho” sería la imposibilidad
de sancionar las infracciones que se produjeran. Si somos libres para acatar o
no las normas ¿con qué legitimidad se impondrán sanciones en caso de
incumplimiento? ¿No es acaso fascismo represivo cualquier intento de hacer
cumplir la ley?
No le busquen la lógica, porque no la
tiene, pero lo cierto es que de facto gran parte de la vida en Cataluña se rige
por estas absurdas premisas. Soy profesor en una universidad catalana, y
conflicto sí y conflicto también asisto al espectáculo de que encapuchados bloqueen
accesos y carreteras ante la pasividad de las autoridades. En la lógica del
“derecho a decidir”, los encapuchados han decidido y todos hemos de acatarlo.
En el fondo, este “derecho a decidir”
esconde la receta para que por la vía de hecho aquellos que tienen menos
escrúpulos impongan a los demás sus propias opciones sin que los demás podamos
recurrir a los mecanismos que en cualquier sociedad articulan derechos de unos
y deberes de otros.
Lo más grave es que también quienes nos gobiernan
han asumido su propio “derecho a decidir”, aquel que les permite determinar
libremente cuándo hacer cumplir la ley y cuándo no; qué incumplimientos se
toleran y cuáles no. Esta manifestación del “derecho a decidir” es, quizás, más
perniciosa todavía que la primera. No olvidemos que si cumplir las leyes no ha
de ser optativo; hacerlas cumplir, tampoco.
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