El juicio a Artur Mas, Joana Ortega e
Irene Rigau es el último acto del, hasta ahora, más grave desafío al que se ha
enfrentado la democracia española desde el año 1978. Hace unos días hemos sido
espectadores del cierre de la primera escena de este acto final, el juicio oral
contra el antiguo Presidente de la Generalitat y dos de sus consejera, pero
todavía deberemos ver otras dos: el recurso del que sin duda será objeto la
sentencia ante el Tribunal Supremo y, finalmente, la ejecución de la pena a la
que sean condenados los ahora procesados.
No sabemos todavía si Artur Mas, Joana
Ortega e Irene Rigau serán declarados culpables; pero a la luz de cómo se han
desarrollado los acontecimientos resultaría extraño que el proceso se saldara
sin condenas. Esas condenas, caso de llegar, permitirían que la sociedad
española archivara un episodio que por las lecciones que encierra no se ha de
olvidar; pero que, evidentemente, hemos de intentar superar.
Conviene en estos días en que nos
encontramos esperando la Sentencia que ha de dictar el Tribunal Superior de
Justicia de Cataluña, recordemos lo vivido en octubre y noviembre de 2014. En
aquellas semanas asistimos a una situación insólita en España y extraña en
cualquier Estado democrático: una Administración española, la Generalitat de
Cataluña, decidía de manera explícita actuar al margen de la ley. Se convocaba
por parte del Presidente de la Generalitat una consulta primero y un proceso de
participación ciudadana después que cualquier jurista debería saber
incompatible con nuestro ordenamiento jurídico. Esa incompatibilidad abstracta
se convertía en concreta cuando el Tribunal Constitucional, en dos ocasiones,
suspendió las actuaciones previstas por la Generalitat. Tras la segunda
suspensión, ya tan solo cinco días antes de la fecha de la consulta, la
Generalitat declaró que continuaría con ella.
En el juicio que se acaba de celebrar las
defensas de los acusados han planteado la existencia de dudas sobre el
contenido de la resolución del Tribunal Constitucional. No creo que esas dudas
existieran para nadie que tuviera la capacidad de leerla. Todos éramos
conscientes de que el Tribunal Constitucional había ordenado que ni se
celebrara la consulta ni se continuara con su preparación.
Desde el momento en el que la Generalitat
hizo expreso que, pese a la suspensión que se derivaba de la decisión del
Tribunal Constitucional, la consulta (proceso participativo) seguiría adelante
los catalanes nos vimos sometidos a dos legalidades que pretendían imponerse
sobre nosotros. Durante unos días vislumbramos lo que significa el conflicto
que surge cuando un grupo de personas pretendan constituirse en autoridad sobre
un territorio y población desplazando a la autoridad que se encuentra vigente.
Durante unos días vimos cómo la
Generalitat actuaba desligada del ordenamiento español, y dirigía instrucciones
a los funcionarios y a los medios de comunicación. A su vez, estos funcionarios
y medios de comunicación debían optar por acatar la orden del Tribunal
Constitucional o las que recibía de quien hasta entonces se había presentado
como autoridad autonómica, integrada en el ordenamiento español; pero que con
su pretensión de actuar más allá de lo permitido por nuestro ordenamiento
jurídico, prefiguraba lo que sería la administración de un hipotético Estado
catalán.
Esto no son meras interpretaciones mías.
Si se repasan las hemerotecas se observará que justamente esta es la
interpretación que muchos independentistas hicieron del 9-N.
Frente a estos, los independentistas,
quienes no comulgamos con el secesionismo nos sentimos abandonados en un
territorio en el que ya no se sentía plenamente la autoridad del Estado. Varios
presentamos denuncias ante los juzgados los días 8 y 9 de noviembre, impotentes
ante una situación en la que, por una vía de hecho, se estaba destruyendo el
imperio de la legalidad en nuestra tierra.
Es claro que algo falló el día 9 de
noviembre de 2014, porque pese a la claridad del incumplimiento de quienes
habían secuestrado las instituciones autonómicas para arrastrarlas fuera del
marco constitucional, nada se hizo para evitar la comisión de un delito que
todos sabían que estaba ocurriendo ante nuestros mismos ojos. No es admisible
que quien ha recibido desde el ordenamiento constitucional el poder público que
ostenta lo utilice para actuar contra lo que expresamente ha prohibido el
máximo intérprete de la Constitución. Este fallo en nuestro Estado de Derecho
no puede ser olvidado, sino que tenemos que reflexionar sobre él con el fin de
hacer lo necesario para que en el futuro no vuelva a suceder.
Ahora bien, una vez producido el
incumplimiento sin que ninguna actuación a priori fuera eficaz, no resultaría
admisible que tampoco hubiera consecuencias a posteriori. Puede ser que no
dispongamos de los mecanismos que eviten que quienes ocupan las instituciones
las utilicen para imponer una autoridad diferente de la constitucional; pero
sería terrible que ni siquiera hubiera la posibilidad de sancionar esta
gravísima apropiación institucional.
Afortunadamente, en este caso el Derecho
penal ofrece una vía para esta sanción que permitiría trasladar el mensaje de
que no es indiferente cumplir o no cumplir la ley y, sobre todo, que las
autoridades públicas tienen un deber agravado de ajustar su comportamiento a
las exigencias constitucionales.
Si esa sanción se confirma –como espero-
podremos cerrar ese lamentable episodio en el que algunos pretendieron que su
imaginada misión histórica sobrepasaba los límites que marcaba la ley. Un final
que no es ni heroico ni trágico, pero tampoco cómico. Un final que tan solo es
triste y necesario.
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