A finales de 2012 el secesionismo hizo
explícito su propósito de “internacionalizar el proceso”; es decir de proyectar
fuera de España el conjunto de falsedades, tergiversaciones y mitos que
estructuran el discurso nacionalista. Esta internacionalización se concretó en
diversas iniciativas que incluyeron el envío de cartas del Presidente de la
Generalitat a Presidentes de Gobierno y líderes de varios países.
Desde una perspectiva institucional y
formal esta internacionalización supuso (y supone) una deslealtad gravísima y
la flagrante vulneración del régimen de distribución de competencias entre el
Estado y las Comunidades Autónomas que establecen la Constitución Española y
los Estatutos de Autonomía. Es curioso que esta deslealtad no haya tenido
consecuencias formales. Prácticamente ni reproches ha habido.
Más allá de la deslealtad, esta
internacionalización era (y es) una operación difícil de entender. En Cataluña
la mística nacionalista- cebada por medios de comunicación, las subvenciones y
la pasividad de ciertos sectores no nacionalistas que reconocían a estos cierta
superioridad moral- había conseguido articular un mátrix sostenido por un
laborioso esfuerzo de constante manipulación de la realidad. Fuera de Cataluña
ese mundo imaginario debía confrontarse con hechos y argumentos. Como era
previsible, lo único que se ha conseguido es que se explicite que no está
justificada la creación de un Estado independiente en el territorio de Cataluña
y la constatación de la imposibilidad de que tal Estado pudiera convertirse
automáticamente en miembro de la UE.
¿Por qué se insiste, sin embargo, en
dicha internacionalización? Ningún fracaso parece desalentar a los
secesionistas (uno de los últimos, la derrota de la ANC en el premio Ciudadano
Europeo que concede el Parlamento de la Unión Europea), y eso me preocupa;
porque si atendemos a los precedentes, la internacionalización que fracasa por
la razón puede prosperar mediante la intensificación del conflicto.
La internacionalización, incluso fallida,
es peligrosa.
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