No es fácil la tarea del instructor de la
causa contra Mas, Ortega y Rigau por la desobediencia a la decisión del
Tribunal Constitucional que prohibía la organización y celebración de la
jornada de participación ciudadana en que se había convertido el 9-N. Dejando
aparte a los ciudadanos que pudieran ayudar a su realización como voluntarios,
es claro que centenares de autoridades, funcionarios y otros empleados públicos
colaboraron en la celebración de la jornada.
Articular jurídicamente un caso como
éste, más allá incluso de las consecuencias y presiones políticas que implica,
plantea dificultades considerables. Potencialmente son miles los testimonios
que podrían (o deberían ser tomados) y la articulación de las imputaciones no
parece tampoco sencilla.
El Ministerio Fiscal ha optado por
centrar la causa en los máximos responsables políticos de la Generalitat: el
presidente y la vicepresidenta del Gobierno de Cataluña en el momento de autos
y la Consejera de Educación, atendiendo en este caso a la imprescindible
participación de los directores de los centros educativos en los que se
desarrolló la consulta.
Esta opción de dirigir la acción
solamente a la cúspide de la organización podría haber sido eficaz si estos
responsables políticos asumieran realmente las responsabilidades que pudieran
derivarse de la desobediencia, tal como había declarado Artur Mas que haría.
Parece ser, sin embargo, que esta asunción de responsabilidad no se está
produciendo y se está trasladando a los voluntarios la carga de las actuaciones
realizadas en torno al 9 de noviembre.
Es una estrategia que difícilmente podría
librar a los responsables políticos de la carga penal que resulta de sus actos,
pero que podría obligar a extender las actuaciones hacia otros funcionarios,
máxime cuando están siendo señalados en varios testimonios.
Lo que se presentaba como una fiesta
podría acabar convirtiéndose en una pesadilla judicial.
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