La ejecución de las decisiones del
Tribunal Constitucional plantea ciertos problemas, problemas que son
compartidos con órganos equivalentes en otros países. El carácter especial que
tienen los tribunales constitucionales y el que sus decisiones tengan como
destinatarias, con frecuencia, altas instituciones del Estado dificulta la
ejecución forzosa de las mismas.
La Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional incluye previsiones sobre la ejecución de sus decisiones; pero
en los últimos meses se ha mostrado que tales previsiones no han sido
suficientes para conseguir el efectivo cumplimiento de sus providencias
prohibiendo la celebración de la consulta del 9 noviembre.
No es extraño, por tanto, que se plantee
una reforma legislativa que facilite ese necesario cumplimiento de las órdenes
del Alto Tribunal. Ahora bien, esta reforma creo que debe tener en cuenta tres
consideraciones.
En primer lugar, falta por saber si el
esperpento del 9 de noviembre fue posible por un defecto de la regulación o por
una mala o insuficiente utilización de ésta. Una reforma en el proceso
constitucional tiene la suficiente relevancia como para que no se aborde sin
contar antes con un estudio riguroso de las posibilidades que ofrece la
regulación actual.
En segundo término, resulta poco apropiado
que el Tribunal Constitucional se convierta en un juzgado de ejecución. Creo
que esa es tarea que ha de ser realizada por los juzgados y tribunales
ordinarios, no por el supremo intérprete de la Constitución.
Finalmente, sería un error considerar que
el desafío soberanista se limita al incumplimiento de las decisiones del
Tribunal Constitucional. Este es un aspecto no menor de la consciente rebeldía
de algunas autoridades y administraciones catalanas; pero si el Gobierno o el
partido en el gobierno piensan que basta con el Tribunal Constitucional para
resolver el problema que plantea el separatismo se llevarán, con bastante
probabilidad, una desagradable sorpresa.
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