He
pasado las últimas semanas de vacaciones por España. He visitado Almería,
Ávila, Salamanca, Asturias, Galicia, León y Burgos. Pasando por todos estos
lugares sentía el absurdo de que se pretenda que se sitúen al otro lado de una
frontera.
Se
repite machaconamente lo de los ilusorios 16.000 millones que traería como bono
la independencia. Sabemos que esa cifra es falsa; pero incluso aunque fuera
verdadera ¿cómo se compensaría con la pérdida que supondría que los catalanes
dejáramos de ser cotitulares de las playas del Cabo de Gata, de las murallas de
Ávila, de la Plaza Mayor de Salamanca, de Valdediós, de Tazones o Cudillero, de
Santiago de Compostela o de la Catedral de León? ¿Cómo cuantificaríamos la
pérdida que supondría que familias y amigos estuvieran ya en otro país y
nosotros fuéramos extranjeros en Andalucía, Madrid, Extremadura, Castilla,
Valencia o Canarias? Quien piense que es irrelevante es que nunca ha estado en
un país diferente del propio y no ha sentido, por tanto, lo que implica ser
extranjero.
Con
la pérdida del resto de España perderíamos también la condición de ciudadanos
de la Unión Europea. Solamente los nacionales de los Estados miembros de la UE
son ciudadanos europeos. La pérdida de la nacionalidad española supondría también
la de la ciudadanía europea. Decir otra cosa es desconocer los principios
básicos del Derecho europeo.
¿Merece
la pena este absurdo? Hay quien sostiene que sería compatible mantener la
nacionalidad catalana y la nacionalidad española (y, por tanto, también la
ciudadanía europea), pero la historia nos muestra que los procesos de secesión
conducen a más situaciones de apatridia que de doble nacionalidad.
Finalmente
están los que mantienen que tras la independencia quienes quisieran
conservarían la nacionalidad española; pero en este caso donde seríamos
extranjeros es en nuestra propia tierra, en Cataluña.
Pérdidas
dolorosas.
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