Todas las personas tienen el derecho a
viajar y establecerse allí donde deseen. Lo anterior no es un eslogan de
ninguna organización radical, sino un principio formulado en el siglo XVI por
el dominico y catedrático español Francisco de Vitoria. Entonces se entendía
que el Derecho internacional amparaba a todos en su deseo de buscar una vida
mejor más allá de su país de nacimiento. Este principio fue utilizado para
justificar la colonización de América.
Mucho han cambiado las cosas desde
entonces. Ahora se asume el principio contrario: los Estados tienen el derecho
a limitar en la forma que deseen el acceso de los extranjeros a su territorio.
Puede parecernos natural esto último, pero no lo es, se trata de una convención
que no existe desde la noche de los tiempos y que puede ser cambiada.
De hecho, no es excesivamente coherente
que en el siglo XXI los capitales crucen las fronteras con total libertad, que
las mercancías fabricadas en un Estado puedan ser vendidas casi sin trabas en
otro y que los servicios transnacionales sean una realidad diaria mientras que
las personas se encuentran cada vez más firmemente ancladas en sus países de
origen. La creciente liberación del comercio y el también creciente aumento de
los controles migratorios muestran que no todo marcha en la misma dirección en
la globalización.
Es cierto que el movimiento de personas
plantea desafíos que han de ser abordados; pero lo mismo sucede con el
movimiento de capitales; es claro que este último es responsable de una
reducción en la recaudación fiscal en los países desarrollados que está detrás
de muchos de los recortes en servicios públicos que padecemos.
Hemos de pensar en la integración
económica mundial de una manera global y ver en qué forma circulación de
personas y de capitales se acompasa.
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