Cuando éramos niños, en los años 70 del siglo XX, pensábamos que en el siglo XXI habría bases en la Luna, que viajaríamos a estaciones espaciales con la naturalidad con la que visitamos un país vecino. Viviríamos en ciudades limpias con muchas zonas verdes y llenas de casas amplias y salubres. Trabajaríamos tan solo unas horas a la semana y muchas enfermedades habrían sido vencidas definitivamente.
Han pasado cuarenta años y muchas de las cosas que habíamos imaginado no se han cumplido. Ahora no sería posible siquiera repetir el éxito de las misiones Apolo que nos permitieron visitar la Luna entre el año 1969 y 1972 y la única estación espacial permanente que tenemos está habitada por unos pocos astronautas que dan vueltas y vueltas a la Tierra, separados de la superficie de nuestro planeta por la distancia que hay entre Madrid y Sevilla.
Lo más doloroso, sin embargo, no ha sido que no tengamos bases en la Luna o que no vayamos vestidos con trajes ajustados, como se veía en algunas imágenes futuristas de aquellos años, sino que
la sociedad en la que vivimos no es la sociedad rica, justa y feliz que imaginábamos en el tercer cuarto del siglo XX. No trabajamos menos horas que en 1975, sino probablemente más y los ingresos que recibimos por nuestro trabajo son proporcionalmente menores que los que se obtenían entonces. Si caemos enfermos no tenemos la seguridad de acceder a los mejores tratamientos y medicamentos y tampoco podemos confiar en que cuando por la edad ya no podamos trabajar tengamos recursos suficientes como para no caer en la indigencia. En nuestras ciudades hay barrios limpios y de calles amplias; pero también abundan las zonas deprimidas, las personas que carecen de techo y no hemos conseguido eliminar la contaminación, sin que tengamos claro tampoco que junto a los humos y los productos tóxicos más o menos conocidos no tengamos que contar también con nuevas amenazas para la salud en forma de productos transgénicos y aditivos de dudosa procedencia.
Lo más preocupante, sin embargo, es que frente al optimismo de los años 60, en la actualidad cada vez son más quienes asumen que inevitablemente las cosas irán a peor, que tendremos que acostumbrarnos a que nuestros hijos vivan peor que hemos vivido nosotros. Una inexorable fatalidad parece haberse instalado entre nosotros y comienza a borrar la esperanza.
¿Qué es lo que ha pasado? ¿Qué ha fallado para que el progreso experimentado en los años 60 y 70 se haya detenido de esta forma? ¿Dónde está la equivocación o equivocaciones que nos han conducido hasta la situación actual? ¿Es irreversible una decadencia más o menos pronunciada en las próximas décadas?
Hay que empezar diciendo que no podemos culpar a los científicos o ingenieros de la situación actual. La ciencia y la técnica se han desarrollado más o menos según lo previsto hace cuarenta años, incluso por encima de lo esperado en algunos ámbitos, especialmente en lo que se refiere a las comunicaciones, donde Internet ha supuesto una revolución inconmensurable. No tenemos todavía robots que puedan confundirse con humanos, tal como se planteaba hace unas décadas y no podemos duplicar un cerebro humano; pero en otros muchos ámbitos el desarrollo ha sido espectacular; así, por ejemplo, en la biomedicina. Todavía dependemos del petróleo, pero existen las técnicas que nos permitirían ponernos en manos de las energías alternativas, y si no lo hacemos así es únicamente por razones económicas.
No son, por tanto, los científicos los responsables de que entrado ya el siglo XXI no seamos tan felices como imaginábamos hace cuarenta años que seríamos. El problema se halla, a mi juicio, en el mismo ámbito que explica que sigamos utilizando energías "sucias" en vez de otras que cuiden el medio ambiente. La culpa está en las denominadas ciencias sociales y, particularmente, en la economía.
El problema al que nos enfrentamos no es de falta de recursos, pues es claro que hay suficientes para que la imagen ideal que teníamos en los años 70 de la sociedad futura se convirtiera en realidad; sino que
no acertamos a tomar las decisiones adecuadas para organizar la sociedad de tal forma que la riqueza que debemos al enorme progreso de los últimos siglos se convierta en calidad de vida para todas las personas. Los últimos años, los de la tremenda crisis económica que nos asola desde 2008 son significativos a este respecto: Europa, una de las regiones más ricas del Mundo, con recursos más que suficientes para toda su población ve como millones de sus ciudadanos se enfrentan a la pobreza, la frustración de sus aspiraciones vitales y a la pérdida generalizada de calidad de vida ¿cómo puede pasar esto?
Mi intuición es que
no es casual la coincidencia entre este retroceso en la calidad de vida y la progresiva disminución del papel de los poderes públicos en la organización de la sociedad. Desde hace al menos veinte años, sino más, viene calando la idea de que el Estado es malo y que la sociedad funciona mejor si se puede organizar por sí misma (sin caer en la cuenta, por cierto, de que el Estado también es una forma de organización social). Los resultados están a la vista: sin el papel regulador del Estado y del conjunto de las administraciones públicas la marcha general de la sociedad viene marcada por las maniobras de los poderosos, la incapacidad de la mayoría para coordinarse y el azar que nos conduce de uno a otro desastre.
El conjunto de los seres humanos es un grupo demasiado grande como para que sea posible que mediante acuerdos particulares y el ejercicio de la autonomía de la voluntad se adopten las decisiones necesarias para que el conjunto de los seres humanos podamos prosperar como comunidad.
Sorprende que se plantee siquiera que sea posible mediante la autorregulación conseguir una sociedad mejor ¿cómo iba a ser factible tal cosa? ¿cómo podemos pensar que la actuación inicialmente egoísta de millones de individuos puede conducir a algo más que el conflicto, la depredación y, finalmente, la destrucción misma de la comunidad humana?
Ciertamente no faltarán quienes sostengan que la sociedad debe garantizar a los individuos su libertad y a partir de ahí dejar que sean las personas quienes con la libertad que se les otorga configuren sus relaciones. Para estos cualquier regulación será, en principio, una restricción a esa libertad que se convierte en valor supremo de todo ideal político.
Confieso que no me cuento entre quienes se adscriben a este planteamiento.
Una sociedad basada en la libertad (formal) absoluta de los individuos que conduzca a un mundo donde reine la pobreza, la injusticia y donde se acabe la cultura y la ciencia no me parecen deseables. No digo que una sociedad basada
únicamente en la libertad individual conduzca necesariamente a un mundo como el descrito (aunque me parece que es altamente probable), sino que ese mundo sin justicia ni cultura es perfectamente compatible con mantener la libertad formal como principio cardinal de organización social por lo que no creo que tal principio deba ser asumido, al menos no sin introducir algunos matices.
La humanidad se enfrenta a desafíos que exigen para su resolución
conocimiento, racionalidad y decisión. No se trata solamente de alcanzar un reparto justo de las riquezas que son producidas por todos nosotros, sino también de conseguir que el único planeta que estamos en condiciones de habitar no se convierta en un lugar hostil a la vida como consecuencia de nuestra manipulación del clima y que seamos capaces de de enfrentar los peligros que nos amenazan desde el exterior. ¿Alguien cree que mediante el ejercicio de la libertad individual seríamos capaces de desviar un meteorito kilométrico que se dirigiera contra la Tierra, algo que más tarde o más temprano volverá a suceder como ya ha pasado 40 o 50 veces en la historia de nuestro mundo?
Para tomar las mejores decisiones como sociedad necesitamos no solamente el conocimiento que nos aportan los científicos, sino también mecanismos transparentes de toma de decisiones que permitan considerar todos los puntos de vista relevantes y su discusión a partir de criterios rigurosos; finalmente, nada de esto sirve si las acciones que decidamos no pueden ser llevadas a cabo. Si se llega a la conclusión, por ejemplo, de que es preciso construir un sistema de cohetes que puedan desviar a un meteorito que amenace el planeta se han de disponer de los medios suficientes para poder convertirlo en realidad. Los Estados creados en Europa en los siglos XVIII y XIX eran instrumentos que permitían concentrar los recursos de la sociedad en los objetivos que en cada momento se consideraran prioritarios. La existencia del Estado es el presupuesto para que las decisiones sobre la organización social se adopten mediante mecanismos que garanticen la prevalencia de la racionalidad y el conocimiento. Ciertamente, es posible que el Estado que se convierta solamente en un instrumento de opresión en manos de unos pocos; pero sin la existencia de un poder público suficiente simplemente no existe mecanismo algunos que permita que nuestro destino colectivo se guíe por la racionalidad; será solamente el azar el que nos conducirá al infierno o al paraíso. Debemos trabajar porque el poder público esté al servicio del bien común, pero sería una mala idea pensar que porque el Estado puede convertirse en un instrumento de opresión hemos de renunciar a él. La posibilidad de organización colectiva sobre la base del conocimiento y la racionalidad que ofrece el poder público no puede ser sustituido por la mera interacción entre individuos formalmente libres, porque esto solamente conduciría -probablemente- al dominio de unos sobre otros y a la explotación de los débiles. Pensar otra cosa es pura ilusión.
En la actualidad, sin embargo,
los Estados han perdido gran parte de su poder y no han sido sustituidos por nada que los reemplace. El resultado es que como comunidad carecemos de elementos que permitan una vida colectiva más allá del azar que resulta de la conjunción de millones de decisiones individuales; y como consecuencia vemos que somos incapaces de resolver de manera satisfactoria incluso problemas relativamente sencillos.
La diferencia entre lo que sería posible, el mundo soñado hace cuarenta años en el que todos dispondríamos de una buena calidad de vida, seguridad y un entorno saludable; y la realidad, un planeta amenazado por el cambio climático, la violencia y la crisis económica, una crisis que lo es tan solo de distribución de la riqueza, no de creación de la misma; creo que justifican una profunda reflexión sobre las bases de nuestra sociedad. ¿Seguiremos creyendo en que bastará que se permita a todos los individuos la búsqueda personal de la felicidad para alcanzar la sociedad perfecta? ¿Seguiremos manteniendo que el mercado por si mismo consigue una distribución eficaz de los recursos?
Yo, desde luego, no lo hago.
La búsqueda individual de la felicidad no es más que un mito desde el momento en el que todos y cada uno de nosotros dependemos de otros para la satisfacción de nuestras necesidades. La más básica de todas, el alimento, no puede ser cubierta de forma individualizada por cada persona, pues ni siquiera el reducido porcentaje de la población que se dedica a la agricultura lo hace de forma diversificada, sino concentrada en unos pocos productos, de tal manera que los propios agricultores han de obtener de otros muchos (o todos) los alimentos que consumen. A partir de ahí esa pretendida búsqueda individual de la felicidad se convierte en el intento constante de obtener ventajas en las múltiples relaciones que unos individuos establecen con otros; un juego en el que inevitablemente en la mayoría de los casos lo que unos consigan será a costa de lo que otros pierdan.
Y desde una perspectiva económica, el mercado, como ente capaz de conseguir una adecuada distribución de la riqueza a partir de la interacción de individuos que persiguen únicamente la satisfacción egoísta de sus propias necesidades no me merece más crédito que el motor inmóvil de Aristóteles. Creo que hay ejemplos de cómo el mercado puede conducir no precisamente a la distribución óptima de los recursos, sino a la destrucción del sistema. De hecho, la perspectiva que dan las décadas nos permite apreciar con cierta nitidez que
la prosperidad y relativa igualdad de los años 60 y 70 era en buena medida consecuencia de la regulación de la actividad económica y de un intenso compromiso público con servicios como la educación y la sanidad. La debilitación de esa regulación y de ese compromiso es evidente que no han conducido al mundo soñado entonces, sino a otro mucho más oscuro.
Creo que es aquí, en la organización de la sociedad, donde se encuentra el obstáculo para el mundo feliz que soñábamos de niños. Por eso adelantaba que somos quienes nos dedicamos a las ciencias sociales los que tenemos una responsabilidad mayor en la no consecución de lo que parecía que estaba al alcance de nuestras manos. En las última décadas hemos asumido en general de forma bastante acrítica una serie de tópicos económicos y sociales que la realidad está mostrando como perjudiciales.
Es nuestra tarea analizar con rigor y sin prejuicios nuestra sociedad y hacer propuestas orientadas a la consecución de un mundo más rico, más justo y, en definitiva, más feliz.