Vito apoyó su mano derecha en el marco de la puerta y dejó caer el peso del cuerpo en ella. Con la otra se echó un poco para atrás el sombrero de ala flexible que nunca se quitaba. Al hacer ese movimiento se abrió un poco la americana y una sombra negra se dejó ver por un segundo en su sobaco.
-
¿No me invitas a pasar? - y sonrió. Sus labios eran afables, pero sus ojos
mantenían un tono frío, despiadado.
El
pastelero asintió. Sin convicción, pero asintió. Vito dio tres pasos al
interior de la tienda. Su puesto en el quicio fue ocupado por uno a quien
todavía no conocían. Por encima de su hombro se adivinaba un tercero que
parecía cubrir la acera.
-
No sé si sabes lo de don Antonio.
Sin
esperar aclaración a lo que casi parecía una pregunta, Vito continuó con sosiego,
separando parsinomiosamente las sílabas.
-
Se ha cometido una injusticia, una tremenda injusticia. Con falsedades le han
acusado de ciertas barbaridades que, por supuesto, son completamente absurdas.
Quizás te pregunte la policía, el fiscal o el juez, porque algunas de las cosas
que se dicen de él tienen que ver con lo que pasa en el barrio.
El
pastelero parecía que iba a hablar, pero Vito lo cortó con un gesto que no
admitía réplica.
-
No hay nada que decir. Por supuesto lo único que tienes que hacer es contar
toda la verdad. No hay nada que ocultar. Don Antonio es un padre para todo el
barrio. No hay necesidad que no cubra si puede, y si no puede ¿cuántas veces no
ha intecedido para que un propietario de un plazo al inquilino, para qué se
haga un pedido a ese tendero que está en dificultades? Más allá de eso ¿no es
verdad que no hay persona más afable ni más cristiana? No falta a misa, atiende
a los pobres y nunca se le ha oído una mala palabra para nadie. No me equivoco
¿verdad?
-
Verdad -dijo el pastelero- un santo varón -se atrevió a añadir.
Una
mirada rápida de Vito y un levísmo fruncimiento de labios fueron suficientes
para advertir a Tomás de que lo último sobraba. El dulce, para los pasteles.
-
Bien -una leve pausa- hay otra cosa.
Tomás
miraba con un ligero temblor. Vito se giró hacia la puerta y sin decir nada
cortó la sonrisa que se adivinaba en quien se había quedado en el dintel,
cerrando el paso por un momento a cualquier posible cliente.
-
No sabemos quién ha levantado los infundios que han llevado a don Antonio a los
problemas que ahora tiene.
Tomás
tragó saliva y parecía que iba a protestar; pero no fue necesario que siguiera,
Vito le cortó de inmediato.
-
No hace falta decir nada, por supuesto. Con quien haya sido no tendría esta
conversación, es claro. No es eso.
El
pastelero no sabía donde poner las manos, siguió con la vista la mirada de
Vito, quien de vez en cuando se detenía en el cuchillo que se usaba para partir
las porciones de los pasteles más contundentes.
-
No es eso. Es otra cosa. El juez ha fijado una fianza para don Antonio. Si no
la paga le embargarán lo poco que tiene.
Vito
se detuvo aquí como esperando la reacción del pastelero. Este parecía dudar, al
final, tran pensárselo comenzó:
-
Qué injusticia, sí, es una gran...
Vito
le cortó.
-
Una gran injusticia, cierto. Por eso todos tenemos que colaborar.
-
¿Colaborar?
Vito
hizo como que no había oído lo último y siguió.
-
Entre todos recaudaremos el dinero para pagar esa fianza. Será una contribución
que don Antonio no olvidará nunca. Somos muchos en el barrio que estamos
agradecidos a don Antonio ¿verdad?
Vito
tenía unos ojos entre azules y grises que, si se miraban fíjamente, sin tener
en cuenta la piel y músculos que los rodeaban, bien podrían pasar por los de un
cadáver. Cuando los clavó en Tomás al concluir la última frase parecieron
cobrar una cierta vida, un fuego que se apagó casi al instante.
Tomás
no contestó, se limitó a agachar la cabeza en lo que quería pasar por un gesto
de asentimiento.
-
En tu caso mil dólares serán suficientes.
Tomás
palideció.
-
¿Mil dólares? balbuceó.
-
No insistas, don Antonio no aceptaría más, no soportaría que sus amigos pasaran
dificultades por ayudarlo; pero, a la vez, no olvidará este gesto que ahora
haces.
Y
al decir esto Vito apoyó su mano en el hombro de Tomás y apretó con los dedos
levemente engarfiados. Volvió a clavar sus ojos en Tomás, quien asintió.
-
No tengo aquí mil dólares. Tengo que ir al banco a por ellos.
-
Claro, claro. Mañana a esta hora pasaré a visitarte para que me los des.
Si
giró a sus dos compañeros, quienes ahora estaban, ambos, en la puerta, y añadió
sonriendo.
-
Quizás mañana te aceptemos un café y un pastel; pero ahora tenemos todavía más
visitas pendientes.
-
Les espero mañana.
-
Por favor Tomás, tutéanos, que estamos todos en el mismo equipo ¿verdad?
- Verdad.