jueves, 16 de septiembre de 2021

No se trata de que no pase, sino de que no pueda pasar

No deja de sorprenderme la facilidad con la que se asume con naturalidad que no hay alternativa al soborno permanente al nacionalismo si se quiere evitar otro 2017.


Tras la crisis más grave de la democracia, que ocasionó un enorme coste social y político, además de comprometer la posición internacional de España, se da por bueno que la táctica de Sánchez; consistente en dejar hacer al nacionalismo en Cataluña (ley Celáa para favorecer la inmersión lingüística, ausencia de actuaciones contra los ayuntamientos que exhiben símbolos partidistas, desamparo de los constitucionalista que sufren agresiones o privación de derechos...) a cambio de que renuncien a volver a intentar lo que padecimos hace cuatro años. De esta manera algunos están satisfechos pues calculan que no habrá un nuevo intento de derogación de la Constitución en Cataluña.
En definitiva, están satisfechos porque Pedro Sánchez ha conseguido que, al menos de momento, no se haya repetido el ataque contra la Constutición que sufrimos en 2017 y miran para otro lado ante el constante incumplimiento de la legalidad y vulneración de derechos que se sufre en Cataluña.
Para mí es una perspectiva equivocada.
Tras esa gravísima crísis lo razonable hubiera sido analizar cómo pudo suceder; qué es lo que falló en nuestra arquitectura constitucional para que las autoridades de una Comunidad Autónomas se colocaran en disposición de causar el daño que causaron al conjutno del país. Ese análsis está por hacer.
A partir de aquí lo que debería intentarse es poner los medios necesarios no para que no se repita lo sucedido, sino para que sea imposible que se repita.
La diferencia puede parecer sutil, pero tiene su importancia. No es lo mismo intentar que algo no suceda que poner los medios para hacer imposible que suceda. Existen muchos ejemplos: así se pueden realizar campañas para concienciar sobre lo negativo que es secuestrar aviones (intentar impedir que se produzcan); pero, a la vez, se practican controles al pasaje antes de subir al avión para evitar que puedan transportar armas que pudieran ser utilizadas para secuestrar el aparato (poner los medios para impedir que suceda).
Las medidas anteriores no son incompatibles entre sí; es decir, no hay nada que impida que, a la vez que se ponen los medios para impedir que se introduzcan armas en el avión, se realicen campañas de disuasión o concienzación; pero sería absurdo limitarse a estas últimas y descuidar completamente las primeras. Imaginémos una prisión llena de advertencias sobre las consecuencias del quebrantamiento de condena, pero en el que todas las puertas estuvieran abiertas. Estaría en manos de los reclusos cumplir con su obligación de permanecer en el recinto penitenciario en tanto en cuanto no cumplieran su pena. Quizás algunos lo hicieran voluntariamente una vez que hubieran llegado a la conclusión de que romper dicha condena, arriesgándose a otra sanción carecería de sentido; pero lo cierto es que las prisiones siguen teniendo puertas cerradas y altas vallas; no fuera a ser que el convencimiento no resultara suficiente.
Yendo a un ejemplo un poco más amable; podríamos conformarnos con intentar convencer a las autoridades públicas que contrataran siempre a quienes ofrecen un mejor servicio a un precio más económico; pero se entiende que esto no es suficiente: se hace necesario regular la contratación pública con una serie de requisitos y contrapesos que hagan imposible que quien tienen la capacidad de contratar la utilice para beneficiarse él o quienes están próximos a él.
¿Por qué, sin embargo, en lo que se refiere al desafío nacionalista se renuncia a establecer las medidas que convertirían en imposible que las autoridades autonómicas comprometiesen los intereses generales del Estado y nos conformamos, como decía, con un soborno a plazos a los nacionalistas que consiste, además, en el abandono de los constitucionalistas catalanes?
Hay, por supuesto, una parte de cálculo político en esta táctica orientada a eludir la adopción de medidas que garantizaran la seguridad de todos a través de mecanismos que impidieran que pudiera repetirse un nuevo desafío como el vivido hace cuatro años; pero me parece que también hay una parte de pereza intelectual y de torpeza en el análisis; una torpeza que impide percibir en toda su dimensión la gravedad del peligro y una pereza que paraliza el estudio y la puesta en marca de las reformas de calado que podrían evitar que en el futuro se repitiera el intento de derogación de la Constitución que vivimos en septiembre y octubre de 2017.
Y aún podría especularse con que no es del todo inconveniente -desde la perspectiva de algunos- que los nacionalistas conserven todos los instrumentos con los que contaban en 2017. Si esos instrumentos no son usados contra un gobierno socialista, su mera presencia será un elemento paralizador para un gobierno alternativo. Tal y como comentaba hace unas semanas, la historia nos muestra que la alinza entre la izquierda y los nacionalismos es ya larga y se ha mostrado resistente a cambios coyunturales. Esa alianza podría ser especialmente útil en un futuro cercano, ofreciendo a los socialistas varias posibilidades de actuación en el caso de que fueran derrotados en las urnas.


Sea como fuere, lo cierto es que, como mostraba al principio. Muchos parecen satisfechos con la situación actual, en la que el gobierno de una Comunidad Autónoma conserva la capacidad de desafiar al estado en el momento que tenga por oportuno.
Desde mi perspectiva, esta situación es insatisfactoria. No deberíamos calcular cuántos derechos hay que sacrificar al nacionalismo para que este se mantenga apaciguado, sino que deberíamos estar ocupados en poner fin a su amenaza.
Soy conciente, sin embargo, de que es una batalla casi con toda seguridad perdida: la mayoría de mis conciudadanos parece que prefieren nuestra sumisión al nacionalismo que la construcción de una comunidad donde todos gozaran de los mismos derechos.

lunes, 13 de septiembre de 2021

Señorear las ruinas

El 11 de septiembre nunca ha sido una fiesta pacífica para los catalanes. No se trata tanto de que se basa en un relato tergiversado de la Guerra de Sucesión, tal como muestra el reciente documental de "Historiadors de Catalunya", como que solamente puede resultar como festiva desde una determinada perspectiva: la nacionalista.


Lo primero, la tergiversación, es, seguramente, propio de todas las historias que acaban siendo aprovechadas para fortalecer el sentimiento de pertenencia a una comunidad política; el problema, por tanto, se centra en que el relato que sirve de base para esa celebración no permite que se identifiquen todos los catalanes, sino solamente quienes comparten esa visión nacionalista de Cataluña en la que encaja la historia del 11 de septiembre; una visión que se basa en el enfrentamiento con el resto de España, la reivindicación de una personalidad separada que se hace arrancar de la Edad Media y el recuerdo de un agravio que, de una forma u otra, exige reparación cuando no venganza.
Lo anterior explica que siempre fuera percibida con cierta reticencia; pero no creo que haya duda de que la utilización de la misma como mascarón de proa de la ruptura con España desde el año 2012 ha acabado por condenarla en las mentes y en los corazones de muchos catalanes. Quienes nos vimos amenazados y nos sentimos agredidos por el intento nacionalista no podemos asumir como propia una fiesta que ha sido clave en esa amenaza y en esa agresión. Las cifras de manifestantes en la Diada eran utilizadas como munición contra quienes nos oponíamos a la secesión. De esta manera, al final se ha confirmado que la Diada es tan solo una fiesta para nacionalista y creo que harían bien en darse cuenta de ello las fuerzas políticas y sociales que, sin ser -en principio- nacionalistas, aún persisten en participar en la parafernalia vinculada a la celebración (con el homenaje floral a Rafael de Casanova, por ejemplo). La apropiación de la Diada por los nacionalistas ha acabado por deslegitimarla como fiesta de Cataluña y sería bueno que cuando se dieran las circunstancias propicias se modificara el estatuto de autonomía a fin de trasladarla a otro día que, creo, sí contaría con el apoyo de todos los catalanes: el 23 de abril, día de Sant Jordi.
Esa apropiación nacionalista tiene también otro efecto: la Diada se convierte en metáfora del conjunto del proceso; de tal manera que su evolución refleja también la de Cataluña en estos años. Echar la vista atrás hacia las diferentes Diadas vividas desde 2012 es también recuperar las diferentes fases de la empresa que pretendía conducir a Cataluña hasta la independencia.
Y lo que no muestra el examen de esas diferentes fases es una progresiva degradación del proyecto nacionalista que acaba devorando también la convivencia. Frente a las luminosas manifestaciones de los primeros años, ahora nos encontramos con la cada vez más frecuente presencia de la violencia y una división que ya afecta, incluso, a los propios independentistas.
Podría pensarse que esta debacle satisfaría a los que nos oponemos a la secesión; pero he de confesar que en mi caso particular veo con cierta amargura que las previsiones que en su día se hicieron sobre la decadencia y empobrecimiento de Cataluña que serían consecuencia del "procés" acaban confirmándose. Desde luego, la independencia hubiera sido mucho peor; pero es lamentable que tras estos años los nacionalistas no hayan sido capaces de reconducir su actuación a la legalidad y de buscar una auténtica reconciliación entre catalanes. Con su empeño de seguir adelante en un desafío en el que ya han fracasado dos veces tan solo nos perjudican a todos y contribuyen a hundir un poco más al conjunto de la sociedad.




Las manifestaciones de los años 2012, 2013 y 2014 resultaban apabullantes. Sorprendía la enorme capacidad de convocatoria. Si dejamos de lado las cifras fantásticas dadas por los organizadores, la Generalitat y la Guardia Urbana de Barcelona e intentamos calcular el número real de asistentes nos encontraremos con que el año 2012 rondaban el medio millón, en el año 2013 (el pico, la manifestación más concurrida) se alcanzaron los 800.000 y en el 2014 probablemente se superó el medio millón. La manifestación de la Meridiana del año 2015 también estuvo probablemente por encima del medio millón de asistentes.
Son cifras enormes. Acostumbrados a las fábulas de los convocantes y de quienes están interesados en engordar el número de participantes pueden sonar a poco; pero es realmente espectacular. Medio millón de personas "de verdad" son muchísimas.


Costaba en aquellos años oponerse a ese movimiento que parecía unánime de la sociedad. El discrepante o simplemente tibio rehusaba con frecuencia expresarse con libertad ante el temor de ser considerado como extravagante. El nacionalismo dominante, además, no ocultaba su propósito de conseguir una adscripción total de la población a su empresa


El alineamiento de la administración autonómica y la mayoría de las administraciones locales con el proceso era total y muchos partidos que no eran nacionalistas alababan la capacidad de convocatoria de estos y ponían el acento en la necesidad de atender a las demandas que jusitificaban esa movilización sin precedentes.
Deberíamos, sin embargo, estar avisados de que cuando se produce un movimiento como éste, en el que los poderes públicos buscan de manera expresa el apoyo de la calle y ponen los medios de los que disponen (incluidas televisiones, radios, periódicos y medios digitales de titularidad pública o subvencionados por fondos públicos) al servicio de esa movilización, nos encontramos ante una situación anómala en democracia y que debería despertar nuestras alarmas. La voluntad de imposición, que es expresa en la viñeta que acabo de compartir, es incompatible con la democracia, máxime cuando esa voluntad se apoya en el poder público, un poder que -no lo olvidemos- cuenta también con medios violentos para imponerse.
Pero la violencia explícita no es precisa cuando se dispone de una mayoría aplastante en la opinión pública. Sería sencillo colocar aquí alguna imagen que nos lo recuerde; pero no lo haré, creo que todos nos entendemos.
Tras el año 2015 las cosas comenzaron sutilmente a cambiar.
Las Diadas de los años 2012, 2013 y 2014 estaban orientadas a dar apoyo a un proceso político que eligió una fecha para el inicio de la secesión: el referéndum del 9 de noviembre de 2014. En el ideario nacionalista, ese referéndum sería el inicio de un proceso que debería conducir a la independencia. No fue así, pero Artur Mas aún pilotó la política catalana hasta las elecciones de 2015, que se plantearon como un plebiscito para la independencia.
En las elecciones de 2015 los nacionalistas no consiguieron superar el 50% de los votos y precisaban el apoyo de la CUP para formar gobierno. Mas dejó la presidencia de la Generalitat y se abrió una nueva etapa.
Con Mas se fueron los restos de aquel nacionalismo aparentemente amigable que tanto gustaba en la capital de España. La situción se volvió confusa. Recuerdo en el año 2016 la visita de un empresario de Madrid que se me acercó y casi al oído me preguntó "pero aquí, ahora ¿quién manda?". No es que Cataluña comenzara a resquebrajarse (llevaba mucho tiempo resquebrajada); es que muchos que vivían en la inopia se estaban dando cuenta de que algo no cuadraba. Lamentablemente, la tendencia a buscar al "buen nacionalista" es irresistible en las riberas del Manzanares, y ahí tenemos el intento de convertir a Junqueras en esta figura en la época de idilio con Soraya Sáenz de Santa María. El gobierno de Sánchez persiste en este empeño.
El nacionalismo continuó con su desafío; pero sin tener ya el apoyo tan mayoritario y desacomplejado del que había gozado en los años anteriores. Seguían controlando las administraciones, seguían teniendo un gran poder de convocatoria; pero ya no se podía negar que había una división dentro de Cataluña. Las grandes manifestaciones de la Diada siguieron como por inercia, con el mismo carácter mayoritariamente pacífico, aunque ya con menos asistencia que en los años iniciales del proceso.



La clave en esos años ya no era el desafío pacífico que buscaba la unanimidad del pueblo y el reconocimiento internacional; sino una expresa rebeldía institucional que precisaba ya no de centenares de miles de tranquilos manifestantes, sino de unos pocos miles de convencidos capaces de enfrentarse a la policía si era preciso. Eso es lo que necesitaban para los días 1 y 3 de octubre de 2017.




Desde ese momento, la violencia, que había estado implícita siempre tras la cara amable y sonriente de las manifestaciones de los primeros años ("¿y si hablamos con el vecino del segundo?"), se fue haciendo más visible. Una violencia que, lógicamente, implica también violencia por parte de la policía y acaba en los juzgados, lo que, a su vez, acaba generando más violencia.
A partir de 2017 la violencia ha estado presente cada vez con más intensidad en las calles de Cataluña, teniendo su apogeo (hasta ahora) en las semanas de octubre de 2019 que siguieron a la sentencia en la que se condenaba a la mayoría de los cabecillas del intento de derogación de la Constitución en octubre de 2017.





Ahora esta violencia llega también a la celebración de la Diada. Este año se han producido incidentes en Vía Layetana


Además, se había producido también el ataque a una carpa independentista por otro grupo también independentista.


Demasiada violencia, demasiada crispación. Un independentismo que en la calle no muestra la fuerza de hace años (la manifestación tuvo una participación sensiblemente inferior a la de las celebradas en los años 2018 y 2019, en las que ya se apreciaba un descenso respecto a las de los años en los que se lanzó el "procés").

Diada 2018


Diada 2019


Diada 2021



La imagen de un fracaso. Al no haber conseguido la independencia el desánimo y la crispación acaba degenerando en violencia, una violencia que, no podemos olvidarlo, estuvo amparada desde el poder (el famoso "apreteu" de Joaquim Torra a los CDR).
Ahora bien, ¿ha vencido la Cataluña constitucionalista? En absoluto, al revés, la sensación de derrota es tan acusada entre el constitucionalismo como entre los independentistas. Es cierto que no se ha conseguido la independencia; pero las instituciones siguen controladas por los nacionalistas que continúna silenciando a quienes discrepan y prosiguen con su política de catalanización que se manifiesta tanto en las escuelas como en los medios de comunicación y en una política simbólica que dista de ser irrelevante. Además, la amenaza de actuar unilaterlamente cuando lo estimen oportuno sigue pendiendo sobre nuestras cabezas. El mimo del gobierno español con los nacionalistas contrasta con el desprecio hacia los constitucionalistas, lo que ahonda en la sensación de humillación.
Tenemos, así, a una sociedad catalana dividida en la que todos tienen la sensación de haber perdido, en la que todos están insatisfechos y en la que seguimos enfrentados en este conflicto interminable en vez de mirar hacia el futuro y reconducir la convivencia.
Los nacionalistas gobernaron la Cataluña próspera y cosmopolita del último tercio del siglo XX y ahora señorean las ruinas que ha dejado el procés. Y una de esas ruinas es la Diada del 11 de septiembre, irrecuperable ya como punto de encuentro entre catalanes.

viernes, 3 de septiembre de 2021

Convicción democrática frente al nacionalismo

Entre ayer y hoy he leído dos artículos que, me parece, en el fondo tratan desde dos perspectivas diferentes el mismo problema.
Ambos se encuentran en "El Mundo". Uno es de Juan Claudio de Ramón, publicado el 2 de septiembre y se ocupa de los homenajes a los etarras que salen de prisión.


El segundo es de Félix Ovejero y se ha publicado hoy y trata de la espinosa cuestión de si los constitucionalistas han ganado o han perdido en Cataluña.


Coinciden en algo a lo que vengo dado vueltas desde hace un tiempo: el hecho de que el País Vasco y Cataluña sigan siendo parte de España y no hayan logrado la independencia no supone, en realidad, ni la derrota de ETA ni la del separatismo catalán. La independencia como meta es un capote al que muchos en el conjunto de España han seguido con mansedumbre sin percatarse (o sin querer percatarse) de que el mantenimiento del status quo formal se hacía a costa de que el estado abandonara ambas comunidades autónomas entregándolas de manera casi total a los nacionalistas. De esta manera, el estado aún puede reclamar el título formal de que Cataluña y el País Vasco son parte de España y la secesión ha fracasado; pero el auténtico control del territorio y de la población tanto en una como en otra comunidad autónoma está plenamente en manos nacionalistas.
¿Cómo se ha llegado a esa situación?
Bien, por caminos parcialmente diferentes en uno y otro caso.
En el caso del País Vasco, y ahora que se habla tanto de pasar página y todas esas cosas, quizás fuera bueno recordar que el terrorismo de ETA y todo lo que lo rodeaba no solamente provocó cientos de muertos, sino también miles (quizás decenas o centenares de miles) de desplazamientos hacia otras partes de España. Los que se oponían al nacionalismo eran expulsados, los que se quedaban no osaban discrepar públicamente y de esa forma la sociedad vasca mutaba en una en la que el nacionalismo se convertía en el único planteamiento que podía ser expresado con libertad en el espacio público. Ejemplo claro de lo que digo es el acoso a los constitucionalistas que pretenden hacer oír su voz en Euskadi.


Así pues, tenemos que ahora la sociedad vasca es una sociedad que no puede ser entendida más que si proyectamos sobre ella la sombra de ETA. El vídeo que acabo de compartir habla Maite Pagaza. A su lado podría estar su hermano Joseba; pero, no. ETA lo asesinó en 2003, cuando contaba 45 años de edad. Intenten imaginarse el vídeo anterior como un diálogo entre Joseba y Maite y ahora vuelvan a verlo sintiendo la ausencia de quien debería estar ahí si no hubiera intervenido la mano de ETA.
O fíjense en este otro vídeo, en el que se ve un debate en ETB tras unas elecciones.


Participan Joseba Egibar (PNV), Gregorio Ordóñez (PP) y Fernando Buesa (PSE). Es el año 1994. Unos meses después de este debate era asesinado Gregorio Ordoñez y en el año 2000 lo mismo pasaba con Fernando Buesa. Seis años después de este debate, de los tres contertulios solamente vivía el representante del PNV. Una metáfora de lo que sucedió en el País Vasco y de lo que implicó el terrorismo de ETA para la política en Euskadi. Algo que explicaba bien Monedero en un tweet que debería helarnos la sangre. Un tweet que, por lo que veo, ahí sigue, pese a todo lo que implica.


Efectivamente, algunos hicieron el trabajo y el resultado es que la oposición al nacionalismo en el País Vasco ha desaparecido. ¿Es el País Vasco un país independiente? No, pero los nacionalistas lo controlan sin oposición. A esto yo no lo llamaría ni una derrota de ETA ni una victoria constitucionalista. Los ongi etorri a los etarras nos lo recuerdan, el acoso a quienes se oponen al nacionalismo en el País Vasco es una señal clara de ello y el hecho de que los partidos nacionales españoles hayan asumido la dialéctica nacionalista da, quizás, cuenta de la magnitud de la derrota.


En el caso de Cataluña el camino ha sido diferente. La violencia terrorista ha estado presente; pero en mucha menor medida que en el País Vasco. Esto, sin embargo, no ha impedido que también el desplazamiento de los que discrepan del nacionalismo haya sido relevante. En 1985, miles de maestros fueron expulsados de Cataluña al no haber adquirido competencia suficiente en catalán


Y lo que se ha vivido en los últimos cuarenta años es la progresiva apropiación por parte del nacionalismo de todos los espacios públicos en Cataluña, de tal manera que la oposición al mismo era o deslegitimada o directamente prohibida. La presión del nacionalismo hacia quienes se le oponen adopta muchas formas, sin excluir las violentas; aunque, como decía, el terrorismo tuvo una incidencia en Cataluña mucho menor que en el País Vasco.
Eso no quiere decir que no hubiera hecho acto de presencia. Aquí es significativo uno de los primeros atentados de Terra Lliure, el que tuvo como víctima a Federico Jiménez Losantos, entonces profesor de secundaria en Barcelona. Tras ser una de las caras visibles del denominado "Manifiesto de los 2300", crítico con la política de limitación del uso del castellano que había puesto en marcha la Generalitat, fue secuestrado, atado a un árbol, disparado en una pierna y allí abandonado mientras se desangraba.


El atentado coincidió con una campaña dirigida a defender la política lingüísitica de la Generalitat y que tuvo como acto más significativo, un concierto en el Camp Nou el 24 de junio de 1981. Lo destaco porque es un ejemplo perfecto de cómo se multiplican los efectos de un acto violento. No se trata solamente del atentado, sino del amparo que reciben quienes sostienen las mismas posiciones de los violentos. Obviamente, nadie está obligado a cambiar de opinión porque haya quienes con la violencia defienden lo mismo; pero en este caso existe una especial obligación de no solamente desmarcarse de ella, sino también de apoyar y amparar a quienes la sufren, aunque no se compartan los planteamientos que éstos defienden. La ausencia de ese amparo, condujo a que tras el atentado contra Federico Jiménez Losantos muchos de los principales firmantes del manifiesto abandonaran Cataluña, de lo que se congratulaban los nacionalistas. 


Al final, la expulsión de quienes se oponen al nacionalismo para así dejar campo libre a que éste controle sin trabas la sociedad. En la actualidad este control se manifiesta en una constante vulneración de derechos que carece de respuesta oficial. Las condenas, por ejemplo, a las universidades públicas catalanas por vulnerar los derechos fundamentales de los miembros constitucionalistas de la comunidad universitaria se suceden sin que haya respuesta por parte de los órganos de gobierno de dichas instituciones. De la misma forma, pese a las reiteradas decisiones judiciales que exigen el fin de la inmersión obligatoria en la enseñanza, los poderes públicos mantienen su desafío a los tribunales y, por tanto, la limitación de derechos de los catalanes que no comparten los planteamientos nacionalistas.
Esta hegemonía nacionalista, que es asumida sin titubeos no solamente por las administraciones públicas, sino también por sindicatos, asociaciones y colegios profesionales es la auténtica seña de identidad de Cataluña, y aunque no se haya traducido en la independencia formal de la comunidad autónoma, sí implica que el control sobre el territorio y la población ya no es propiamente del estado, sino de los nacionalistas.
Por supuesto se podrá aducir que si es así es porque ganan las elecciones, y es cierto; pero aquí hay que tener en cuenta dos circunstancias.
En primer lugar, no hemos de olvidar que el triunfo electoral no puede implicar una privación de derechos para los que han perdido esas elecciones. Esto es, el ganador está obligado a ejercer el poder público dentro de los límites legales, pues de sobrepasarlos pierde su legitimidad. Si esa actuación ilegal se mantiene en el tiempo sin que haya reacción a la misma podemos empezar a preguntarnos si realmente estamos ante una democracia. Es en esta actuación ultra vires, que va más allá de lo posible según la constitución y las leyes en las que se advierte la hegemonía nacionalista y, a la vez, la derrota del constitucionalismo; porque perder unas elecciones no es derrota en democracia, lo que es derrota es que quienes las hayan ganado actúen impunemente al margen de la ley.
En segundo lugar, como hemos visto, en el caso de Cataluña, al igual que en el País Vasco, la sociedad ha sido modulada por la utilización de la violencia, actuaciones ilegales y el progresivo silenciamiento de quienes se oponen al nacionalismo. Es una sociedad que ha sido privada de personas que podrían liderar la oposición al nacionalismo, como hemos visto tanto en el caso de Euskadi, no solamente con los asesinados, sino también con los exiliados (quizás aquí sí sea legítimo utilizar este término); y en Cataluña como consecuencia de una serie de políticas que han mezclado hábilmente violencia, silencio y muerte civil de los que discrepan del nacionalismo.
El nacionalismo ha conseguido la situación perfecta: no solamente tiene el poder, sino que, desde él y sin permitir la discrepancia, construye un relato de victimismo que -no nos engañemos- tan solo triunfa porque, precisamente, tiene el poder. La condición de víctima solamente beneficia a quien ha ganado; quien ha perdido no obtendrá ningún rédito por su victimización. Muchas veces oirán justo lo contrario; pero no hagan caso; se lo dice quien tiene experiencia en perder y en ser considerado víctima. Lo dicho, no da ningún rédito.
Lo que se acaba de explicar debería ser asumido por la sociedad española, porque tiene cierta gravedad. Hemos de ser conscientes de que la violencia política en España ha dado sus frutos; y si bien (todavía) no se ha conseguido la independencia de Cataluña o del País Vasco lo que sí se ha logrado es que la oposición al nacionalismo en dichos territorios se encuentre en una situación de extrema debilidad; una debilidad que es consecuencia, al menos en parte, no solamente de la violencia política, sino de actuaciones ilegales y de una estrategia explícita de silenciamiento y acoso a quienes discrepan del nacionalismo.
Si la sociedad española asumiera lo anterior deberíamos estar lejos de "pasar página" y los discursos trifunfalistas sobre el fin de ETA o el fracaso de la intentona de 2017 deberían ser sustituidos por una reflexión serena y rigurosa sobre la ilegitimidad de las políticas que se aprovechan de la violencia o de la privación de derechos, unida a una política activa de reparación a las víctimas del nacionalismo.
Lo anterior no es posible porque los grandes partidos españoles mantienen una alianza explícita con el nacionalismo (PSOE) o temen enfrentarse abiertamente con él en una guerra de relatos que no saben si ganarán (PP).
Necesitamos convicción para llamar a las cosas por su nombre (como hacen Juan Claudio de Ramón y Félix Ovejero, con cuyos artículos comenzaba). De esa convicción surgirá una línea de acción política que deje de tratar de convivir con el nacionalismo violento o que se aprovecha de la violencia, excluyente y supremacista; para combatirlo, primero en el ámbito del relato, los argumentos y las razones; para, de ahí, pasar a una acción política que exigirá necesariamente dejar de blanquear a los que se han convertido en poder gracias al asesinato o el miedo de quienes se les enfrentaban.
Convicción democrática frente al nacionalismo. No hace falta más, no podemos conformarnos con menos.